EL VALOR DE LA VIDA

Written by Rev. Martin Añorga

27 de septiembre de 2022

La vida es una serie de comienzos que siempre desembocan en un final. El autor del enigmático libro de Eclesiastés llega a decir que todo lo que somos, sentimos y hacemos es una vanidad. Acumulamos fortunas y quedan en otras manos cuando nos llega la muerte. Llenamos el corazón de amores que se van, se olvidan, o sencillamente dejamos que se desvanezcan, y nos llega la desilusión. Nos impregnamos de conocimientos que se olvidan y que de nada práctico nos sirvieron, y en ellos empleamos un tiempo que se ha esfumado. Esta filosofía supuestamente salomónica, nos induce al pesimismo y le roba a la vida parte de su encanto, aunque para no  confundir al amigo lector justo es que aclaremos que el sabio de Israel se refería a la vida alejada del Creador.

Alguien me dijo en cierta ocasión, equivocadamente, que deberíamos extirpar de La Biblia el libro de Eclesiastés  porque en  el mismo se destila solamente amargura, tedio y desazón. “Es una invitación al suicidio”, añadió. Recordé la tumba de José Alfredo Jiménez en Guanajuato, México. Este compositor  -sin cultura musical y sin preparación académica- fue el autor de más de 1,000 canciones que han recorrido el mundo y que se han dejado oír en las mejores voces. Nació en 1926 y murió en 1973, a los 47 años de edad. En el monumento donde descansan sus restos hay un inmenso acordeón que contiene los títulos de sus más famosas composiciones y en el centro del inmenso sombrero que recuerda el que él usaba aparece esta frase, extraída de uno de sus corridos: “La vida no vale nada”. En efecto, José Alfredo Jiménez, el que decía “Yo soy el rey”, murió alcoholizado en el pináculo de su habilidad creativa. Se trata de un buen ejemplo de lo que quiso decirnos Salomón cuando afirmaba que “todo es vanidad”.

Existe un libro, cuya lectura no recomiendo; pero que lo cito porque viene al caso que estoy tratando, que se titula “Final Exit”, de Derek Humphry, en cuyo prólogo se explica que su contenido consiste en destacar “las posibilidades de la auto destrucción y el suicidio asistido para los que se acercan a la muerte”. Humphry cree que llegan momentos en los que la vida carece de valor y la mejor opción es eliminarla.

¿Cuándo pierde la vida su valor?  Recordamos que el Dr. Jack Kevorkian, tristemente conocido como “el doctor  muerte”, en el año 1990 ayudó a Janet Adkins a cometer suicidio en los estados iniciales de la enfermedad de Alzheimer que padecía. A pesar de las críticas que en este caso recibió, el Dr. Kervorkian hizo carrera practicando lo que consideraba una compasiva salida para los problemas “sin solución” que sufrían sus pacientes enfermos. Finalmente fue condenado a cárcel y cuando obtuvo su libertad condicional se atrevió a postularse, sin éxito alguno, para miembro del Congreso. Para este supuesto galeno, cuya misión era la de proteger la vida, ésta carecía de valor alguno cuando la persona estaba sufriendo dolores por una enfermedad sin cura. 

¿Pierde la vida su valor en medio de una enfermedad incurable? Esta pregunta ha creado una intricada relación entre ciencia y religión. Basta leer “Voluntary Eutanasia: A Comprehensive Bibliography”  (no traducimos el título porque en español se hace evidente), en el que Gretchen Johnson nos ofrece una documentada información acerca del tema. Aplicar la muerte de alguien para aliviarle definitivamente sus dolores es una práctica que ha ido ganando adeptos en varios países del mundo, y aún en estados de nuestra nación, como el de Oregón. A esta práctica se opone firmemente la Iglesia Católica Romana, y la mayoría de las iglesias evangélicas o protestantes, que se basan en las palabras de Job: “Dios dio, Dios quitó, bendito sea el nombre de Dios”. El Supremo dador de la vida es el único con derecho a reclamarla. La vida tiene un valor intrínseco que no se pierde bajo circunstancia alguna.

Hay casos en que ciertamente la vida se hace insoportable para algunas personas. De aquí la práctica generalizada del suicidio. Hay una interminable variedad de razones que impulsa a una persona a tomar su propia vida. Desde una decepción amorosa o un fracaso económico, hasta una depresión endógena, hay una teoría de motivos que le desplazan el valor  a la vida. Los siquiatras, sicólogos y médicos en general se toman cuidado extremo en evitar por medios terapéuticos que incluyen tanto la medicación como las técnicas de modificación de la conducta, que sus pacientes lleguen a atentar contra sus vidas; pero es el caso que el suicidio no siempre está asociado a la enfermedad ni siempre el suicida exhibe comportamientos que le identifican con anticipada certeza.

He conocido casos de cristianos supuestamente ejemplares que nos sorprenden con un acto suicida, y todos hemos sabido de personas tenidas como normales y funcionales que en un momento dado se convierten en homicidas-suicidas. Explicar estos fenómenos no está a nuestro alcance. En la gran mayoría de estos casos jamás conoceremos con exactitud los mecanismos  mentales o emotivos que han conducido a seres humanos a terminar con sus propias vidas. Pueden formularse suposiciones, hay manera de elaborar teorías, pero disponer de la verdad total  que nos revele el secreto de por qué para los que se matan a sí mismos la vida no vale nada, es siempre intento fallido.

Probablemente el medio de violencia en que algunas personas se han desarrollado en su niñez o en su juventud, la noción insuficiente de los valores religiosos y morales, las características de la personalidad, innatas o adquiridas, que las hacen incompetentes ante situaciones problemáticas que les nublan la razón, son causas probables de la falta de respeto que se le tiene a la vida.

Hoy día, cuando la prensa diaria habla abierta y detalladamente de muertes en atentados, accidentes, peleas, guerras, conflictos familiares y amorosos, situaciones económicas aplastantes y confrontaciones con los agentes de la autoridad, vamos perdiendo poco a poco el respeto que la vida merece. Hay un canal local de televisión que casi todas las noches presenta películas espectaculares en las que los muertos suman decenas, y en las que la persona que debiera ser el héroe se caracteriza por ser el que siempre mata sin que una bala le roce. Hay una trágica enseñanza en ese tipo de películas para nuestros adolescentes que se identifican con un protagonista que todo lo resuelve matando a diestra y a siniestra y es después exaltado como el ser fuerte y superior. Si a los jóvenes les enseñamos que la vida no vale nada, no debieran sorprendernos los actos de violencia y homicidios en las escuelas.

Lucian Blaga, un famoso filósofo rumano, poeta y dramaturgo, fallecido en mayo del año 1961, en su obra “Piedras para mi Monumento”, escribió estas sugestivas palabras: “Tras haber descubierto que la vida no tiene ningún sentido, no nos queda otra cosa que hacer más que darle un sentido”. En efecto, el gran problema de la vida es vivirla sin un objetivo ni un fundamento. Y es aquí donde tenemos que caer en las manos de Dios. Olvidar a Dios es la manera más peligrosa de manejar la vida. Con Dios somos más fuertes que el dolor y la enfermedad, tenemos más fuerza y carácter para enfrentarnos a nuestros problemas y estamos facultados para manejar las decepciones y frustraciones de una manera positiva y creativa. A nadie que crea en Dios se le ocurriría adueñarse de la idea de José Alfredo Jiménez de que “la vida no vale nada”, ni haría caso de Derek Humphry y su tesis del suicidio ni de la noción  desorientada de la eutanasia que cegó el Dr. Kerborkiasn.

El que cree en Dios diría con San Agustín: “Amo la vida porque me estimo a mí mismo y porque comprendo el honor otorgado cuando vine al mundo para conocer en él toda la luz y toda la gran ciencia humana”.

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