El Tuteo Criollo

Written by Libre Online

2 de mayo de 2023

Por Eladio Secades (1956)

Se ha dicho que el cubano es campechano. Y lo peor es que al cubano le ha gustado que se lo dijeran. Claro que todos no somos iguales. Si lo fuéramos, los campechanos no se notarían. A veces ser campechano es no querer enterarse dónde acaba la familiaridad y empieza la mala educación. De ahí nuestra disposición al choteo.

Y al tuteo. Nosotros hemos ido abandonando el trato de usted. Por desuso. Como el chaleco de fantasía. En retrato de toda la familia.

Y las visitas de cumplido. En las visitas de cumplido las amigas que llevaban tiempo sin verse se daban un beso en cada cachete. Después de contar la última pena, se ponían a jugar a las prendas. Ahora cuando un niño nos trata de usted, no pensamos en el respeto de él. Sino en la edad de nosotros. Y hasta nos ponemos un poco tristes. La primera emoción del cubano que sale a viajar no la encuentra en una montaña. Ni en una catedral. Ni en un museo. La encuentran en que las gentes no se tutean. Nos parece que hemos empezado a vivir entre personajes de alta comedia. 

Como esas criadas que salen a escena con la cofia y la bandeja para preguntar si mandaba algo el señorito. Porque les pareció que había llamado el señorito. A casi todos los cubanos se nos ha pegado algo del género del teatro “Alhambra”. Espectáculo que hizo del amanecer en la campiña una emoción para hombres solos. Los niños con granos en la cara y ganas de ser hombres iban a “Alhambra” con la ilusión de ver un pecado carnal. Pero veían la bandera cubana. Y veían amanecer. 

Amaneceres de mentira que nunca llegaron a parecer amaneceres de verdad, porque se oía a un tramoyista clavando. Cuando había que decirle la verdad a un gobierno, salía Regino borracho. Toda gran ciudad necesita un teatro para hombres solo. Por lo menos para que la señora tenga que quedarse en casa. Antes entre la mujer y el marido había un vehículo aislador que disminuía del matrimonio la idea de nudo apretado. Eran los estrenos de “Alhambra”. El cierre de “Alhambra” mató el danzón del entreacto. Y aumentó fatalmente el número de esposos buenos que tienen que llevar la mujer al cine. Menos mal que aparecieron los cartones de Walt Disney. Arte para esas gordas ingenuas que cuando se meten con ellas en la calle, no pueden caminar de la risa. 

Y aparecieron los documentales. Que tienen la doble ventaja de que aumentan la cultura y se acaban enseguida. En el cine moderno con sus cuarenta y cinco minutos de proyección, hay un momento en que el marido se 

levanta y dice: “Aquí llegarnos”… Casi siempre la señora no se acuerda. Y es necesario esperar un poco más. Hasta que ella ve al mismo hombre saliendo por la misma puerta. Sorprendida reconoce que es verdad. Y empieza a pedir perdón para que la dejen pasar. 

En los caballeros que se paran en la oscuridad del cine para que pase una señora, hay un recogimiento honorable que lleva el ombligo más atrás. Sin dejar de percibir el perfume y sin dejar de ver la película. Luego de los himnos nacionales, han sido las mujeres al salir de los cines las que más personas han puesto de pie. La pobre acomodadora enciende su linterna, buscando un sitio para que los enamorados se desplanchen la ropa. Es cosa rara, pero todavía encontramos en el cine a la dama importante que usa impertinentes.

¿Por qué será que las que todavía usan impertinentes, parece que llevan aquellos corsés de largas ballenas?… En la vida de hoy no concebimos el cinematógrafo sin aire acondicionado. Ni nos explicamos las habitaciones sin closet. Dos señales maravillosas de la época. El closet es un escaparate congénito. El aire acondicionado es lo mejor que ha inventado el hombre para conservar el catarro.

Para asombrar al extranjero nosotros disponemos de tres grandes resortes. El Morro. Que es nuestro monumento de adornar maracas. El Valle de Viñales. Perspectiva de maravilla que tiene la desgracia de infundirles valor a los pintores malos. Y las Cuevas de Bellamar. Que los habaneros siempre pensamos visitar y no visitamos nunca.

Pero lo que más asombra al extranjero de nuestro propio idioma, es el cariño con que nos tratamos. El amigo nos dice papi. Al coronel le llamamos coro. Al capitán, capi. Y le hablamos de tú, de viejo y de chico al que inventó el luto entero. Eso sin faltar el picúo que extrema la nota y nos dice negrito. Tomando la amistad con ternura de novia de trópico.

 Nos gusta enroscarnos de cariño para hablar de las personas que nos quieren. Los que lo duden que se acerquen al mostrador de uno de esos bares modernos en que alterna el elemento del barrio. Los saludos y los abrazos pueden oscilar entre «mi padre», «mi hermanito», «mi sangre». Y hay que beber, desde luego. Porque si no bebemos, el que nos invita se pondrá trágico para rogarnos que no le hagamos eso. En el trato en Cuba se ha llegado a la perfección en la igualdad social. Hay quienes tienen la misma confianza con un vendedor de diarios que con un profesor de ciencias y letras. 

Nuestros puntos de vista sobre los grandes problemas, los comparamos a los puntos de vista del mozo que nos sirve el café. En las lecherías cubanas no se dan propinas, porque siempre el dependiente termina siendo nuestro amigo. Que nos tutea. Y nos dice verracos porque diferirnos de su amor a los Yankees. O de sus convicciones políticas. Enseguida nos hace depositario de sus penas. Al vivir bien le llama estar hecho. Y a la miseria comerse un cable. 

Yeyo es una de nuestras auténticas figuras típicas. No tiene problemas de urbanidad, porque lleva el relajo criollo más allá de las canas y de la calva. Sigue llamándole 

gallego al español. Y polacos al resto de los que han venido de Europa. Aunque sean profesores belgas. De todos los que han llegado de España, Colón es el único que nosotros dudamos que fuese gallego. Sospechamos que pudiera ser portugués. 

Como los intelectuales de Brasil. O italiano. Como los autores de tangos argentinos. En todos los barrios criollos hay un Yeyo. Empezó tres oficios y no terminó ninguno. El bigote. El reloj-pulsera. Los lentes de sol. Piensa que tirándolo todo o relajo y bailando bien, ya está en paz con la humanidad. Uno de esos cubanos que tratan de tú a todo el mundo y llegan a viejo pegando a los amigos y empinando papalote. 

Por la mañana, el mitin en la barbería. Lee los diarios, porque el limpiabotas es su socio fuerte. Por la tarde en el salón de billares, viendo jugar a la piña. Si algún amigo le gasta una broma, se vira y protesta. Pero no para fajarse. Sino para decirle que “no use eso conmigo”. Porque mirándolo bien, Yeyo es un filósofo del que más da. En vez de matar, vacila. En vez de pelear, recurre a la coba. Porque no hay amigo que merezca un berrinche. Ni mujer que merezca una guantanamera. Entonces, ¿para qué venir a desgraciarle la vida? 

Por la noche llega sofocado a la esquina donde se reúne el bonche. Y pregunta si ganaron los Cubans. El cariño a la madre lo tiene concentrado en la esperanza de coger un parlé, para que la vieja cambie el juego de cuarto. Y para que él siga como siempre. No teniendo problemas. 

Un día el amigo importante nos llama para decirnos que se ha decidido a casarse. Para los que lo piensan mucho, el matrimonio es una heroica decisión de cerrar los ojos. Igual que la ducha en invierno. Ha encontrado en Catalina el tipo de mujer que incita al hogar con carácter permanente. Una de esas mujeres que saben cómo se hacen los postres y cómo se quitan las manchas Las solteras cuando empiezan a desconfiar de la belleza que les queda, aprenden un poco de cocina y algo de tintorería. El amigo quiere que conozcamos a Catalina. Que tiene ese gesto de alegre seriedad de las que van a casarse. Después de haber pensado que ya no iban a casarse. La presentación no puede ser más cubana. Es decir, no puede ser más ca-riñosa:

—Mi prometida, la vieja Cata… Y en voz baja. Para que lo oigamos nosotros solos:

—La pobrecita está metida conmigo.

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