El Torbellino (III)

Written by Libre Online

4 de junio de 2024

Por Suzanne Goldstein (1935)

El director, impaciente, bajó la escalera. Detrás iban la criada, Minnie y Slo.

El director volvió la cabeza para decir:

-Apúrense un poco. El público los espera.

Minnie se apresuró. Slo, no… No tenía prisa por llegar al escenario. Desalentado, triste, descendía lentamente, como ensimismado. Hubiera preferido quedarse en un lugar solitario, donde hubiera podido sentarse con los codos sobre las rodillas y los puños en los ojos, sin pensar en nada…

La voz del director le hizo levantar la cabeza:

—¿Dónde va usted, señor Slo? Venga por aquí…

Minnie, que no perdía la oportunidad de fastidiar a su compañero, intervino:

—¿Qué tienes? ¿Estás idiotizándote? ¿Vas a visitar los sótanos? Ya nos has hecho perder demasiado tiempo con tus tonterías. 

Esa algarada familiar acabó por volver a Slo a la realidad. 

El bailarín lanzó su peinador a la criada. Minnie dejó caer el suyo.

—¿Vamos? —dijo él. 

—O Kay—contestó ella.

Y los dos, tomados de la mano, sonrientes, corrieron hacia el escenario.

***

—…No, señor comisario, no es un accidente; voy a explicarle…

“Hace siete años, nos encontramos en el mismo teatro; pero yo no la conocía; ella era corista, yo era el artista principal. Le hablé por primera vez una noche, porque ella tenía hambre y no tenía donde dormir. La recogí como se recoge un perro errante, comprendiendo que era fea y que nadie se ocuparía de ella. Habíamos convenido en que se iría después de la comida, pues yo comía siempre al terminarse el espectáculo; Governor la llevaría a su casa y pagaría a la propietaria, quién no quería dejarla entrar hasta que le pagara el alquiler del cuarto. Pero cuando acabamos de comer, era demasiado tarde: más de las dos. Governor, que no tenía ningún deseo de acompañar a la muchacha hasta su casa, declaró que ella podía pasar la noche en el diván del cuarto de baños.  No me atreví a contrariarlo. Es verdad que era mi doméstico, pero también era mi secretario y mi amigo. Después tuve que lamentar flema. El día siguiente,  la muchacha amaneció enferma: una indigestión… Había comido demasiado la noche anterior… Yo no podía decirle que se fuera. Y la dejé allí…”

– Ella no molestaba mucho; al contrario, trataba de ser útil ocupando su tiempo en algo; pues por temor a las murmuraciones yo no la había dejado volver al music hall después de restablecida. Colocaba las flores en los búcaros, planchaba mis corbatas, revisaba toda mi ropa, y también la de Governor quién gracias a esas atenciones,  ya había acabado por aceptar la compañía de la muchacha.

“¡Era tan agradable encontrarla en nuestra casa de hombres solos, y cuando regresábamos, siempre de buen humor y agitándose en torno nuestro como un animalito de apartamento! Ella se ingeniaba en darnos sorpresas. Una vez fabricó unos caramelos en una anafe. Yo no había visto nunca tan alegre a mi pobre Governor.

Slo cerró los ojos, cómo abstraído en la evocación de aquellos recuerdos. El comisario preguntó:

—¿La muchacha era amante de usted?

—No lo era todavía. Cuando cumplió los dieciocho años, le compré una sortija, una joya sin valor, como esas que se regalan a las niñas en su primera comunión. Aquella noche, Governor estaba enfermo; me había acompañado al music-hall, pero al volver, se había acostado; ella le llevó a su cuarto una infusión y una taza de agua caliente; y después fue a comer conmigo. 

Disimuladamente, deslicé mi regalo debajo de su servilleta. Al ver el estuche, brilló en sus ojos una gran alegría que no tardó en extinguirse cuando lo abrió. Evidentemente, la joya la decepcionaba; sin embargo la puso en su dedo v me dio las gracias cortésmente.

—Estás disgustada—le  dije. —¿No es eso lo que querías? 

—No.

—¿Qué hubieras preferido? 

—Usted, señor Slo.

La miré, un poco desconcertado por aquella declaración, aunque estaba acostumbrado a recibirlas. No es por alabarme, señor comisario, pero, en aquella época, yo tenía mucho éxito con las mujeres. Sólo que, tal vez porque la veía demasiado, yo no la consideraba como una mujer.

—Ella se sentó en mis rodillas y, enlazándome el cuello con sus dos brazos, me murmuró al oído:

—Lo amo, señor Slo.

—Extremadamente molesto— yo no soy un Don Juan, pero tampoco un José—le contesté:

—Yo también te amo. Eres mi niña.

Ella apretó más su abrazo y murmuró pegando sus labios a mi cara:

—Yo no soy una niña.

En efecto, recordé que, en nuestro primer encuentro, me había hablado de que su amigo la había abandonado. Su ternura me conmovió; su fealdad desapareció ante mi vista; comencé a desearla con tanta violencia que, olvidando la comida, la llevé a mi casa. Desde entonces, la muchacha se apoderó de mi corazón, de mi vida entera.

—¡Después de la representación, yo no esperaba ya a Governor; regresaba rápidamente en auto a casa, y dejaba a mi pobre amigo volver a pie; pues habíamos convenido no decirle nada. ¿Por qué? Por un capricho de Minnie… Le agradaba llamarme señor Slo en presencia de Governor, y Sisí cuando estábamos solos. Le agradaba darme las buenas noches ceremoniosamente y acostarse en el diván; pero, diez minutos más tarde, cuando, se convencía de que Governor roncaba en su cuarto, ella entraba en el mío. Luego, no toleró más la presencia de Governor en la mesa; una mañana, porque le dio la gana, lo despidió como se despide a un doméstico cualquiera. Él lloraba y me suplicaba: 

– No es posible que yo me vaya. Usted me había prometido que no nos separaríamos jamás. ¿Qué va a hacer usted ahora sin su viejo amigo?

—Como Minnie estaba presente, volví la cara, para no mirarlo.

Él se alejó sin el consuelo de una palabra de afecto.

Ahora es cuando he venido a darme cuenta de la cobardía que cometí entonces. Ahora he venido a comprender que me convertí en un juguete entre las manos de aquella mujer. Para tenerla a mi lado siempre, quise casarme con ella. Pero me contestó:

—Los artistas no deben casarse.

—No serás una artista—repliqué—. Serás mi esposa; la madre de nuestros hijos.

Interrumpiéndome, declaró:

—Quiero ser bailarina.

Sonreí:

—-Una bailarina no puede improvisarse.

—Lo sé. Pregúntale a la Boldotti si puedo ser bailarina. Cuando tú estás ausente, yo paso el tiempo en su estudio.

La Boldotti es una vieja bailarina italiana que tiene como clientes a todas las coristas ambiciosas, que cuentan con dinero para pagar sus lecciones. Además, conoce el ofi-cio, y muchas estrellas notables han sido discípulas de ella.

Minnie, que se había eclipsado un momento, volvió en zapatillas y en pantalones de trabajo. Hizo algunos ejercicios, efectuó algunas poses, y enseguida me entusiasmé. Ella tenía un verdadero cuerpo de bailarina, delgado, flexible, distinguido; y cuando me lancé para levantarla en mis manos me asombré del equilibrio de su peso; era el más estupendo instrumento de trabajo que se pueda imaginar. ¡Qué lástima que tuviera dieciocho años! Cuando le hice esa observación, me dijo en un tono a la vez voluntarioso y ferviente:

—No te preocupes por eso. Ganaré los años perdidos.

Desde entonces, «consagrábamos todo nuestro tiempo a nuestro arte, como a un tiránico dios. Yo quería que su debut fuera victorioso. El éxito fue superior a nuestra esperanza. Los periódicos se entusiasmaron. Los contratos afluyeron: escogíamos los mejores. Durante más de tres años, nuestra vida transcurrió admirablemente. Minnie se mostraba autoritaria v áspera, pero me era escrupulosamente fie’. Y eso era lo que me importaba, pues la amaba locamente.

Lo que ganábamos lo dividíamos en dos partes iguales: ella guardaba su parte en un banco; yo cubría todos nuestros gastos. Además, le hacía regalos numerosos. Minnie multiplicaba las fechas para recibirlos: nuestro primer encuentro, nuestro primer beso, nuestra primera lección de baile, su debut, su nacimiento; un regalo debía conmemorar todas esas fechas. Con el pretexto de que detestaba los gastos inútiles, me recomendaba que no le diera jamás flores ni objetos de fantasía- Prefería las joyas valiosas. Una vez exigió una propiedad. Yo le daba todo lo que me pedía.

Desgraciadamente, los grandes contratos escasearon. Nuestro número era demasiado conocido. Además, habían lanzado bailes acrobáticos; los nuestros parecían anticuados. Yo no quería darme cuenta de eso; Minnie lo advirtió enseguida. Así, cuando Lou Dorodine nos propuso asociarse a nuestro grupo, ella no me dejó tranquiló hasta que acepté. Generalmente, yo accedía enseguida a sus voluntades, hasta a las menos razonables. ¿Por qué iba a negarme esa vez? ¿Por celos? Yo los ignoraba; ella no me había dado nunca el menor motivo de inquietud.

Yo no tenía nada que reprochar a Lou Derodine

Es un excelente acróbata, de una familia que

ha trabajado siempre en el circo. El trabajaba, con su hermana y su cuñado,  pero los había abandonado por una cuestión de interés. Era muy amable y me trataba siempre con mucho respeto. En

cambio yo lo trataba con bastante confianza. En cuanto a Minnie, le decía señora al menos delante de mí. Probablemente, la trataba de otra manera cuando estaban solos.

Sí,  en realidad yo no estaba enterado de sus intimidades, por lo menos comprendí que me suplantaba como artista. Minnie no pensaba más que en las acrobacias. Cuando yo me atrevía a hacer una observación, ella me callaba gritándome anticuado, viejo. ¡Viejo! Sin embargo, señor comisario, tengo apenas treinta y ocho años. Él otro tiene veinte. Minnie había tomado la costumbre de salir todas las mañanas a trabajar con él. No me dejaba ir sino a los últimos ensayos. Yo no me sorprendía, pues estaba relegado a un segundo término. Ella se burlaba de mí frecuentemente. Márchate de aquí con tus danzas clásicas, me decía. Y malvadamente, reía mostrando sus dientecitos puntiagudos.

Yo aceptaba sus burlas, sus ironías; era cobarde, y lo que me importaba era no perderla.

Como lo ha podido notar usted, señor comisario, dos de nuestras entradas en la revista son tan precipitadas que no nos daban tiempo para subir a muestro camerino. Nos instalaron en el escenario un pequeño reducto cerrado por una cortina para cambiarnos de traje. El mío era sencillo; yo se los cedí. ¿Por qué entré aquella noche? Más valía que no hubiera entrado. Levanté la cortina y vi… Vi a Minnie abrazada con aquel hombre, boca contra boca… Un grito quedó estrangulado en mi garganta. Miré aquel espectáculo, como un estúpido, con las manos crispadas sobre la cortina. Minnie no se movió; se limitó a volver la cabeza.

—¿Qué haces ahí?—me gritó.—No vengas a molestarme.

Y. sin ocuparse más de mí, siguió besando a su compañero en la boca.

Yo estaba loco. Quise huir, tal como estaba, casi desnudo… El director me agarró por un brazo:

—¿Dónde va usted, señor Slo?

Y me empujó hacia el escenario.

Ellos iban a trabajar ya. Salieron al escenario v resonaron los aplausos. Se apretaron la mano saludando, se sonrieron, parecía que sus ojos se enviaban besos. Todos los espectadores hubieran podido comprender que se amaban; bastaba mirarlos. Y yo no había adivinado nada hasta entonces… Yo seguía todos sus movimientos, como lo hacía todas las noches con ansiedad, pues estaba asombrado de su audacia.

Ellos habían combinado una serie de caídas, la primera de las cuales era la más temeraria: primeramente, tal un trofeo él la elevaba a gran altura en el extremo de sus brazos; luego, como si perdiera el equilibrio, ella anudaba sus tobillos en el cuello de su compañero; entonces, de pronto, se soltaba, y él en un rápido gesto, volvía a agarrarla por las muñecas, sin detener el movimiento giratorio. Un torbellino vertiginoso…   De súbito, la soltaba; los espectadores, espantados, creían que la muchacha iba a aplastarse contra el suelo; pero yo surgía inmediatamente y la recibía en mis brazos. Pues bien, señor comisario, aquella noche, la dejé caer… ¡Ah, su mirada de terror cuando comprendió que yo iba a dejarla caer!… Pero ya estaba en el aire. El viejo, el idiota despreciado, podía servir para algo… El alarido que lanzó fue ahogado por el clamor del público. Pero, lo que atrae al público a ese género de espectáculo, es precisamente eso: la muerte… Yo la maté… Soy un asesino…  ¡ Deténgame, señor comisario!…»

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