El Torbellino (II)

Written by Libre Online

28 de mayo de 2024

Por Suzanne Goldstein (1935)

En el camerino, Al y Minnie se preparaban para el segundo número.  Al abrió la puerta y gritó en el corredor: 

—¡León!

Minnie, que se miraba al espejo mientras la embadurnaban de un líquido blanco ordenó a la criada, sin elevar la voz, pero de modo que Slo la oyera:

– Dígale al señor que cierre la puerta. 

Dócil el bailarín obedeció y hasta formuló una excusa.

– Slo se había sentado delante de la mesa de maquillaje. Nerviosamente abría las gavetas una por una vaciándolas y buscando algo que no encontraba.  Se enternecía pensando en su pobre Governor, que sabía evitarle esos contratiempos. Con él, todas las cosas estaban en orden y siempre a su disposición. Pero se guardó de expresar en voz alta sus pesares y sus arrepentimientos. Minnie estaba de mal humor y no convenía recordarle al enemigo que ella odiaba y que había sido despedido por orden de ella misma. 

Desde hacía 24 horas.  Minnie no le dirigía la palabra a Slo. Habían comido y dormido juntos sin que ella se decidiera a hablarle una palabra. Él envidiaba a los hombres que dominan a sus esposas. Y deseaba una escena violenta para dar término a aquella situación. Pero Minnie sabía que la mejor manera de imponer su voluntad era demostrar su indiferencia. Cuando se le había antojado tener un castillo, él, aunque comprendía que se trataba de una locura, lo había comprado para  complacerla, pero casi nunca lo habitaban. Cuando ella exigió que despidiera a Governor, él accedió inmediatamente, sacrificando así, más que a un servidor, a su verdadero amigo. Pero hoy Slo estaba dispuesto a todo, hasta la ruptura con Minnie.

Después de explorar en vano todas las gavetas, Slo levantó los ojos y su mirada tropezó con; un relojito que estaba sobre la mesa de maquillaje.

—Falta solamente un cuarto de hora; no seguiré buscando – murmuró.

Minnie permanecía en silencio; él preguntó. 

—¿Qué piensas tú, Minnie?

—El éxito será igual—contestó ella sin mirarlo.

—¿No estás satisfecha de nuestros éxitos? 

Anoche, precisamente, fuiste muy aplaudida. ¿No es verdad, Amelia?

La doméstica contestó mientras ponía una corona de rosas sobre los cabellos de la bailarina:

—La señora es siempre muy aplaudida.

Sin volver la cabeza, Minnie, que vigilaba en el espejo el trabajo de su doméstica, dijo entre dientes:

—Si tú estás contento el director no lo está. Ha prolongado las otras atracciones otro mes. En cuanto a nosotros…

Slo no replicó.  Sabía que los contratos habían sido renovados; pero creía que Minnie lo ignoraba todavía. 

Después declaró: 

—Hace cinco años que cansamos al público con los mismos bailes, que ya están gastados. ¿Sabes lo que vamos a hacer? Terminaremos aquí el día 30; el día siguiente, partiremos para tu casa, para tu propiedad. Nos encerraremos, trabajaremos, y al cabo de quince días, volveremos con otros trucos sensacionales. Daremos una exhibición; renovaremos el cartel. Y lloverán los contratos de manera que nos será imposible firmarlos todos. ¿Qué te parece?

Slo se había acercado a la bailarina, y quiso tomarla en sus brazos. Ella retrocedió y protestó: 

—Déjame tranquila.

—Bueno; dime si aceptas—prosiguió el artista aproximándose más a ella y jugando con los bucles de su nuca.

Minnie apartó bruscamente las manos de su amante y respondió: 

—No.

La indignación se apoderó del hombre, como si lo hubieran abofeteado. Sin tener en cuenta la presencia de la doméstica ni la proximidad de los otros camerinos, gritó:

—¡Terca, estúpida, no creas que ignoro tus intenciones! Pero no podrás hacerme cambiar de opinión. ¿Me oyes?…

Haciendo poco caso a los gritos, Minnie se miró escrupulosamente al espejo. Satisfecha de su inspección se levantó para dirigirse al escenario, le indicó a Amelia que la siguiera y, al pasar por delante de Slo, le dijo con calma:

—Entonces, me iré. 

—¿Qué?…

De pronto, la indignación del hombre desapareció. Al Slo se hundió en la desesperación; era la primera vez que Minnie lo amenazaba con abandonarlo. Minnie, la humilde muchacha, a quien él había convertido en una artista, en una mujer feliz, envidiada, pretendía dejarlo solo. Sus manos empezaron a temblar, gruesas lágrimas inundaron sus ojos y trazaron surcos en su maquillaje.

Halagada por tanto amor, Minnie sintió un poco de piedad y de desprecio.

—¿Por qué te pones así en los momentos de trabajar? —murmuró—. Cualquiera creería que te pido algo extraordinario. Lo que pretendo es en beneficio de los dos. Nuestro número no gusta ya porque ha pasado de moda. Sin embargo, tenemos la suerte de que Lou Dorodine, disgustado con sus compañeros de trabajo, quiera ir con nosotros. Debemos aprovechar la ocasión.

Slo, dispuesto ahora a capitular, como de costumbre, murmuró:

—¡Un extranjero!

—¿Por qué te alarmas? Si quieres trabajar con compatriotas solamente, tendrás que cambiar de oficio. Además; Lou Dorodine no es su verdadero nombre. Habrá cambiado de nombre como tú, como todos.

Ansioso de conciliación, Slo cogió una mano de Minnie y dijo tiernamente:

— Es que no he sabido explicarme, mi querida Minnie. Yo he recorrido todo el mundo y he chapurreado todos los idiomas; lo que he querido decir, es que no estaremos nunca solos. 

Unos imperiosos toques en la puerta lo interrumpieron. Se oyó la voz del director de escena:

—¿Qué pasa? ¿No oyen que los están llamando?

Minnie se precipitó hacia la puerta y dijo con tanta dignidad como mala fe:

—¡Qué maneras son esas! ¿Cree usted que está hablando con unos criados? Nadie ha llamado.

(Continuará la semana próxima)

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