El Torbellino (I)

Written by Libre Online

21 de mayo de 2024

Por Suzanne Goldstein (1935)

Sobre el último peldaño de la escalera de los artistas, antes de pasar por delante de la habitación de la portera, el célebre bailarín Al Slo se detuvo y sacó del bolsillo un estuche de oro.

El baile le imponía una higiene rigurosa; pero, aunque aceptaba las exigentes reglas de su arte y sus consiguientes restricciones en la mesa y en el amor, en cambio no había podido resignarse a renunciar al tabaco. Todos los días, después del espectáculo, encendía un habano, en recompensa de su esfuerzo.

El humo de su tabaco recientemente encendido evocaba su triunfo de aquella noche. Todavía resonaban en sus oídos los aplausos de los espectadores.

El portero se acercó a él y le dijo:

—Señor Slo, durante la representación, han traído estas cartas para usted y también, estas flores. La dama quería esperarlo, pero como usted no quiere que lo esperen, le dije que usted se había marchado ya. ¿He hecho bien?

—Muy bien, Eugenio. Puedes darle estas flores a tu mujer y la correspondencia a Governor.

Governor era su viejo doméstico que le servía de camarero, de secretario, de masajista y hasta de familia. Este viejo servidor le hubiera sacrificado su vida, pero no le sonreía nunca; y Slo estaba tan acostumbrado a su mal humor que, cuando no lo oía refunfuñar, se alarmaba y le preguntaba:

—¿Estás enfermo, Governor?

El portero dio las gracias en nombre de su mujer, que admiraba mucho a Slo y que se alegraría inmensamente al recibir las flores.

—Como siempre, seremos los últimos en salir—continuó Slo–.

Este Governor es terrible. Me exige que descanse después de mi número; luego viene la fricción; y no se ocupa de mis otros asuntos sino después de todo eso. No hay manera de reformarlo.

Se echó a reír pensando en la tiranía de Governor, sin darle importancia. Estaba contento.

—Pueden salir cuando quieran, —dijo el portero—. Por mí, no tengan pena ninguna; puedo esperar.

Después, cambiando de tono, agregó:

—Ya lo sabes: cuando esos señores salgan, harás el favor de salir tú también.

Slo miró a su alrededor. ¿A quién iban dirigidas esas palabras autoritarias? No veía a nadie a quien pudieran ser dirigidas, pero entonces oyó una tímida súplica:

—Déjeme aquí, señor Eugenio. ¿Qué daño puedo hacerle? Le prometo no moverme. 

—Es imposible, muchacha. No quiero líos de ninguna clase. 

—Nadie me verá.

Guiado por el sonido de la voz, Slo acabó por distinguir, bajo la bóveda de entrada, en medio de la sombra, entre el caos de accesorios que los exiguos bastidores no podían abrigar, una especie de bulto apelotonado en el cartonaje de un carro romano.

 —Vamos, muchacha, acaba de irte—gruñó el portero. Sin contestar, el bulto se encogió más aún, obstinado. Slo se acercó y preguntó:

—¿Por qué estás todavía aquí? ¿Tu amigo no se impacienta? 

—No tengo amigo. 

—¿Eres tan fea?

Sin miramiento, con una desenvoltura completamente profesional, él le tomo el mentón para inclinarle el rostro hacia la claridad… Después la dejó con un ligero encogimiento de hombros; en verdad, no era muy bonita. Compadeciéndose de ella, Slo le aconsejó dulcemente:

—Vuelve a tu casa, muchacha.

—No puedo. Mi amigo me abandonó sin pagar el cuarto, y la propietaria me dijo que, si yo no regresaba con el dinero esta noche, no me dejaría entrar. He tratado de pedirlo prestado, pero mis camaradas están sin dinero como yo. Señor Slo, dígale al señor Eugenio que me deje aquí.

—No.  Haremos algo mejor. Ahí viene Governor. Lo enviaré contigo para que le hable a la propietaria de tu cuarto. ¿Has comido ya? 

—Comí un pedazo de chocolate en casa de una amiga.

—¿Tienes hambre?

Desde lo más profundo de sí misma, la muchacha suspiró: 

—Sí.

No era solamente el hambre de aquella noche lo que confesaba. Desde su infancia, siempre había tenido hambre. Casi siempre, un vaso de leche o un sandwich engañaban su apetito.

—Precisamente, ahora vamos a comer Governor y yo. Todo está preparado en el hotel; donde hay para dos, hay para tres.

Governor acababa de llegar al último escalón. Slo le dijo:

—Esta pobre muchacha va a comer con nosotros. Después, le buscarás alojamiento.

Sin prestar atención a los refunfuños de su camarero-secretario, el bailarín ordenó:

—Ve a ver si llegó el auto.

El otro se dirigió hacia la puerta de entrada y volvió diciendo:

—Está esperando.

—¿Vienes   con nosotros? —dijo Slo a su protegida.

Ella se había levantado y después de haber metido sus mechones debajo de su boina, se puso a sacudir el polvo que su humilde vestido había recogido en el carro romano.

—No te arregles tanto; déjate ahora de coqueterías—prosiguió el bailarín, con alguna impaciencia—. Vamos…

Quería ser bueno, pero no deseaba que lo molestaran en sus costumbres; comía puntualmente, a una hora exacta.

—¿Cómo te llamas?—inquirió luego.

—Como usted quiera, señor Slo.

—¿Qué quieres decir? ¿No tienes nombre?

—Sí. Pero es tan feo, que cada vez que lo doy, me lo cambian. Por lo tanto, llámeme como usted quiera.

Estaban al lado del auto. El chófer había abierto la portezuela. Slo empujó a la muchacha:

—¡Sube, Minnie!… 

***

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