Richard Halliburton (enero 1939)
Estamos en Agra, ciudad del norte de India, tal vez una de las más famosas y
maravillosas de Oriente.
Amanece un día de primavera. El aire de la mañana, perfumado por los capullos, nos roza la cara. Pronto, entre las incandescentes nubes, ha de levantarse, en todo su esplendor, el sol tropical, pero, a esta hora temprana, aún hay rocío en la yerba y las flores.
Abandonamos el hotel e iniciamos nuestra marcha. Ante nosotros un largo camino bordeado de árboles. Seguidme a lo largo de esta ruta e internémonos con ella en el campo. Durante dos millas caminemos a través del aire fresco de la mañana, entre los pinos y las palmas, mientras oímos las serenatas de las aves tropicales, cuyas alas multicolores brillan a la luz cuando cantan y revolotean en las copas de los árboles.
¡Usted sabe a dónde vamos! ¡Por qué hemos venido a Agra! ¡Usted sabe que aquí encontraremos el más celestial y encantador poema en piedra construido por el hombre y que también hemos viajado la mitad del mundo para poderlo contemplar ¡Usted sabe que ese poema se llama el Taj Mahal!
Unos minutos más y la maravilla se levantará ante nosotros. Dejadme contar, durante esos minutos, la historia de ese monumento, para que pueda mejor comprender su belleza y su espíritu.
Esta historia—historia de amor— es uno de los romances inmortales del mundo…
El nombre de Shah Jehan es quien sabe desconocido para usted, pero, sin embargo, tiene un alto significado entre los grandes nombres de la Historia. Era un poderoso rey que hace trescientos años gobernaba el vasto imperio musulmán en India. Agra era la capital. Aún adornan la ciudad sus palacios de mármol. En aquella época en que Shah Jehan reinaba en Agra, Carlos I ocupaba el trono de Inglaterra y los primeros colonizadores europeos cruzaban el Atlántico para fundar colonias en América.
Shah Jehan, fiel a las costumbres de los grandes emperadores indios, vivía en medio de un increíble esplendor. Fue él, el primero que se sentó sobre el famoso trono del Pavo Real, incrustado de las más enormes y esplendorosas joyas que se hayan visto. Se traían de todos los países los más afamados artistas y arquitectos para construir sus palacios de mármol. Poseía grandes cofres llenos de rubíes y cuartos llenos de oro. En sus reales establos, había miles de caballos y cientos de elefantes. India, bajo su gobierno, alcanzó el pináculo de su gloria y era un país feliz y rico.
Pero de todos los grandes tesoros que poseía el Shah, una sólo ocupaba su corazón: su bella y amante esposa. Otros príncipes indios contaban con muchas mujeres, pero para Shah Jehan sólo existía la princesa Arjemand. Cuando se convirtió en Emperatriz, la llamó Mumtaz Mahal—la “Preferida de Palacio”.
El orgulloso joven monarca sólo contaba veinte y un años cuando vio por primera vez a aquella encantadora belleza de diecinueve años. Desde aquel momento. Shah Jehan la quiso con un amor que se transformó en adoración. Y Arjemand le correspondía con toda su alma. Para complacer a su esposa, gobernaba a su pueblo con justicia y caridad y llenó a Agra de jardines florecientes y bellos edificios. Donde quiera que viajara por asuntos de estado, siempre llevaba con él a la emperatriz. Hasta en el campo de batalla Arjemand cabalgaba a su lado. Se cuenta que durante los diecinueve años de su vida matrimonial, no pasaron un solo día separados.
De pronto aquel perfecto romance real se convirtió en tragedia. La “Preferida de Palacio”, se vio atacada por una fiebre fatal. Enferma de muerte, la emperatriz, pálida por el sufrimiento, yacía sobre su lecho, demasiado débil para poder levantar la mano. Un tormento y una ansiedad inmensos se apoderaron de Shah Jehan que constantemente, permanecía a su lado. Cuando el fin vino, su angustia era tan grande que la corte temió que fuese a morir de pena.
Durante largos días, llenos de sufrimientos, el rey rechazó cuanto alimento le presentaban. Ni siquiera sus propios hijos se atrevían a hablarle. En medio de aquella desesperación, pensó en renunciar al trono ya que sin Mumtaz Mahal, su poder y su gloria se habían convertido en cenizas para su corazón. Solo un sentido del deber hacia ella y también hacia su pueblo que había amado y servido, le hicieron permanecer en el trono.
Y, añorando a Arjemand, comenzó a planear una tumba que fuese un monumento de amor y de sentimiento por su muerte. Llamó al más famoso arquitecto de la época, un persa llamado Usted Isa. “Constrúyame una tumba donde pueda enterrar su cuerpo”, fue el mandato del desdichado emperador. “Hágala tan hermosa como hermosa era ella, tan delicada como delicada y graciosa fue. Que sea la imagen y el alma de su belleza”.
En un sueño, Usted Isa tuvo la visión de una tumba que era tan encantadora y tan majestuosa como el rostro de Arjemand. Aquel fue trasladado al papel y el diseño sometido al rey. Shah Jehan abrazó con júbilo a su arquitecto. Nunca había visto el rey un dibujo tan perfecto. En él, listo para ser revivido en piedra, estaba el espíritu de Arjemand.
En un momento, Shah Jehan— que era tan gran artista como amante — llevó adelante la construcción de la tumba. La llamaría el Taj Mahal— corona de Mahal. Eligió para construirla el lugar más fragante de los jardines de Agra, que miraba hacia el plácido río Jumna.
En aquel jardín, cerca de la orilla del río, sobre una plataforma de mármol, blanca como el marfil, armoniosa como la música, suave y delicada como una nube de verano, comenzó a levantarse la preciosa tumba. Un inmenso domo coronó la construcción. En cada esquina fue colocado un grácil y esbelto minarete con el fin de que el “muézzin” pudiese llamar a los fieles para, rezar por Arjemand.
En su ardiente deseo, el Shah quiso traer los más puros y albos mármoles para construir el Taj de su amada. De Francia e Italia vinieron joyeros y escultores, de Persia, barcos cargados de plata para las grandes puertas. Las orillas de Arabia brindaron diez mil perlas que, ensartadas, formaron el sudario que envolvió el cofre que contenía el cuerpo de Arjemand. Ni un solo instante fue tenido en cuenta el costo de todas aquellas maravillas. Shah Jehan derramó en manos de sus arquitectos cuantas riquezas tenía.
Un día, Usted Iza, comprendiendo que la construcción del Taj Mahal constituía una bancarrota para el real tesoro, le dijo con temor a su señor: “Señor, el Taj Mahal ya ha costado diez millones de rupias”.
“Aunque cueste diez millones más, el Taj Mahal ha de ser lo más perfecto de cuanto se haya hecho” replicó el desolado emperador.
El gran rey gastó en el Taj más de lo que tenía en el tesoro. Contribuyeron a la construcción del monumento su pena y sus lágrimas. Es por esto que el que pasa cerca de la tumba siente que un alma se agita en ella. Es la misma que puede ser admirada según dice la leyenda, en las noches de plenilunio. “Si un hombre y una doncella se aman y sólo tienen bondad y misericordia en sus corazones y vienen al jardín juntos a vigilar la salida de la luna, verán el sepulcro desvanecerse en medio de sus rayos. Y en medio de aquella neblina aparecerá la imagen de la reina que se revelará a ellos, solo por un mágico momento, en toda su belleza y esplendor”.
Seguimos caminando en silencio y alguien pregunta: ¿Qué le pasó al rey?
Quisiera poderles decir que el que fabricó tan maravilloso monumento para tan maravillosa mujer, siguió viviendo, amado y honrado por su pueblo. Desgraciadamente la historia no termina así; tiene un final más desdichado.
Durante diecisiete años, Shah Jehan se dedicó sin cesar a la
construcción del Taj Mahal. Por fin, un día, el símbolo de la fe mahometana fue colocado en la cúspide del domo central. La tumba, entronizada en medio del parque, adornada con fuentes, rodeada de árboles, estaba lista para bendecir y purificar a cuantos miraran su resplandeciente belleza. Shah Jehan iba todos los días a admirar sus lustrosas paredes y su gloria. Y se sentía satisfecho porque su perfección estaba por encima de toda alabanza y su belleza de toda creencia.
Y a ella fue donde el rey, absolutamente convencido de que el espíritu de Arjemand podía bendecirle llevó el cuerpo de su mujer para que fuese sepultado en medio de aquella blanca visión. Pero apenas terminados los trabajos de este gran rey, su propio hijo levantó una rebelión contra el imperio. Shah Jehan, viejo y cansado, fue desplazado del trono, apresado por los rebeldes y encarcelado. Durante siete largos años esperó la muerte, el instante en que una vez más pudiese reunirse con la “Preferida del Palacio”.
Cuando ya ésta estaba al apoderarse del desolado y solitario anciano, solicitó y no en vano, que le llevaran a un balcón de su prisión, desde dónde pudiera divisar los domos de los minaretes del mausoleo. Desde la ventana, su corazón y su alma pudieron elevarse, pues, en cuanto a su cuerpo, sabía que pronto iría a descansar al lado de la que tanto había amado y para quien había construido el monumento más perfecto que existe. Con un suspiro desvanecido oteó el horizonte que brillaba luminosamente y contempló el primer rayo del sol naciente que hería al Taj. Entonces, sus cansados ojos se cerraron para siempre y el alma del rey fue a unirse con la de Arjemand, que le esperaba en el paraíso.
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