El silencio es la ausencia del ruido, diría cualquier persona a la que hagamos la pregunta. Ciertamente eso es lo que también diríamos nosotros; pero en realidad el silencio es mucho más que la ausencia del sonido. Vivimos en un inmenso espacio cósmico en el que Dios le ha concedido únicamente al ser humano la bendita habilidad del uso del lenguaje, pero el silencio no es simplemente una pausa en el arte de comunicarnos verbalmente.
La luz no habla, ni habla el calor. Una vez que traspasamos el límite territorial de nuestro planeta, absolutamente reinará en la inmensidad del espacio el más intenso silencio.
Recientemente tuve el placer de leer un libro, no muy extenso, escrito por un destacado científico francés, Alan Corbin, titulado “Historia del Silencio”. Descubrí que hay decenas de libros que se dedican al mismo tema. No se trata de la moral y cívica de nuestras publicaciones escolares, sino que tienen un contenido dedicado al estudio analítico del mundo en el que nos toca vivir.
Dice Corbin que el silencio no es la simplemente ausencia del ruido, sino el escenario mundial desde el cual tenemos acceso a la contemplación, la fantasía, la plegaria y la creatividad. Un problema con el manejo de la soledad es que no hemos aprendido a usar el silencio como un instrumento que define nuestra individualidad, permite que disfrutemos de nuestras fantasías y le abramos nuestras mentes al placer de pensar en lo que nos interesa sin la interrupción ajena.
El silencio es el preferido instrumento de los poetas, los pintores y los místicos. Dijo Víctor Hugo que “de lo que no podemos hablar debemos guardar silencio” y en lugar de seguir esa amable sugerencia estimamos que no hablar puede ser interpretado como falta de cultura o sentido común.
A nuestros niños, en el pasado les enseñábamos a mantenerse callados cuando hablaban los adultos. En las escuelas no podían hablar sin el permiso de los maestros y les quedaba prohibido levantar innecesariamente el tono de la voz. Es decir, que el silencio era un castigo en lugar de un derecho. Lao Tzu dijo que “el silencio es una fuente de gran poder”. Tenemos que aprender a usarlo. Cuando sepamos usarlo se nos abren caminos que nos eran desconocidos.
El silencio es una puerta personal que nos permite entrar libremente a donde deseamos. Es descubrirnos a nosotros mismos. Es impenetrable la amplia virtud de mantener intocable nuestra privacidad. Dijo Confucio que “el silencio es un verdadero amigo que nunca te traicionará”. Una de las características del silencio es el gozo de hablar a solas con Dios y el premio de mantener intactas ideas y convicciones.
No queremos dar la impresión de que el disfrute del silencio nos impide disfrutar del agradable uso de la palabra hablada. De hecho, solemos ser más habladores que silenciosos. Lo que proponemos es que seamos equitativos y que aprendamos a mantener el silencio de manera positiva cuando estamos expresándonos.
Me gusta el pensamiento de José Luis Borde: “no hables a menos que puedas mejorar el silencio”. Recordamos siempre las sabias palabras de nuestro José Martí: “El gran talento consiste precisamente en saber lo que hemos de callar”.
Hemos mencionado el valor del silencio en nuestra militancia religiosa. Precisamente en el libro de los Salmos leemos estas sabias palabras: “guarda silencio ante el Señor y espera en Él con paciencia, no te irrites ante el éxito de otros”.
Este consejo, “guarda silencio” es demostración de la reverencia que nos pide Dios. Otro aspecto práctico de La Biblia lo hallamos en el capítulo noveno del libro Deuteronomio del Antiguo Testamento: “entonces Moisés y los sacerdotes levitas dijeron a todo Israel: guarda silencio, y escucha. Hoy te has convertido en el pueblo del Señor tu Dios. Obedece al Señor tu Dios”. Nuestra función es hablar con Dios, tanto con palabras como en el silencio, para recibir su bendición.
Nuestro propósito en este modesto trabajo no es el de criticar el uso de la palabra exaltando lo que hemos llamado la maravilla del silencio. Estimamos que debemos aprender a usar ambos talentos.
Hemos estado dedicados desde que nacemos a aprender a usar las palabras en cualquier idioma con el que nos relacionemos, lo que es necesario, por supuesto, es que aprendamos cuándo debemos hablar y que usemos las palabras adecuadas para expresar nuestros pensamientos.
Hablar es el más completo y exacto medio de comunicarnos. Recordamos, sin embargo, que en cierta ocasión leí este proverbio árabe: “si lo que vas a decir no es más bello que el silencio no lo digas”.
En una de las iglesias en las que he servido como pastor casé a una simpática pareja de jóvenes que seis meses después vinieron a mi oficina para confesarme que no se llevaban bien. En medio de la conversación me di cuenta de que lo que les pasaba era que se hablaban a gritos, por cualquier incidente por simple que fuera. Miré firmemente a Jorge, así se llamaba, y le dije que le diera un beso a Norma, su mujer, y le dijera “te amo”. Le pregunté por qué nunca usaba el tono de voz que había usado en ese momento. Ambos se miraron, sonrieron y se dieron un abrazo y se besaron.
Evidentemente la palabra es un verdadero valor, pero el silencio es un instrumento divino que nos ha regalado Dios para que sanemos nuestras heridas y consideremos la alternativa de hablarnos con respeto, ternura y amor. No olvidemos que el silencio es a menudo la mejor forma de hablar.
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