El Sentido Político de Martí

Written by Libre Online

19 de enero de 2022

Por Francisco Ichaso (1953)

Política perenne y política transitoria. -El cínico desnudo y el catón de pacotilla.- Martí: libertador y político.- Varona y el realismo político del Apóstol.- El armonizador y el organizador.- El Manifiesto de Montecristi, ejemplo sumo de política coordinadora.- Contra todos los movimientos prematuros e improvisados.- Martí y Lincoln.- La ausencia de su voz y de su ejemplo en los días del estreno republicano.

Dos políticas

Puede hablarse de una “política perenne” como se ha hablado de una “filosofía perenne”, entendiendo por tales conceptos la permanencia de la sustancia por encima de la transitoriedad de los accidentes. En la política hay principios, aspiraciones y objetivos que han de defenderse y perseguirse con infatigable tesón. Ceder en ellos, es claudicar, hacerlos objeto de componendas vergonzosas, es olvidar que la política es un instrumento de creación histórica y comporta, por lo tanto, preocupaciones cívicas y escrúpulos morales que están muy por encima de los intereses personales de los hombres.

Pero hay en la política una porción contingente, una zona secundaria en la que se apela más por las ambiciones individuales y por hegemonías de grupo que por las altas creencias e ideales. En esta política, al contrario de la otra, todo es relativo, circunstancial y pasajero. Es en este campo donde tienen lugar, sin que nadie pueda asombrarse de ellos, los trasiegos, los cambios de dirección, las transacciones, los reajustes.

La acción política es apasionante porque se mueve en esos dos planos: el de los grandes ideales y el de las ínfimas realidades. Lo que más admira en lo político de talla  es ver cómo coloca ahora la cabeza sobre las montañas y cómo la baja luego al ras de la tierra para atender con igual diligencia a los dos polos entre los cuales ha de moverse necesariamente su voluntad.

El cruce de la “política perenne” con la “política transitoria” ha tenido lugar en todas las grandes figuras de la historia. Quienes sólo cultivan el primer campo dejan de ser políticos propiamente para convertirse en doctrinarios o en visionarios. Los que sólo cultivan el segundo campo degeneran en politicastros.

La materia cotidiana de nuestra política es casi toda ella de esta segunda e inferior extracción. Todo se reduce a un conflicto de intereses menudos, a un regateo de facciones codiciosas, a un juego o rejuego de apariencias ideológicas, incluso de simuladas actitudes morales, detrás del cual se oculta fatalmente una vergonzante ambición. Muy rara vez surge en este mezquino panorama no ya el héroe, que es floración excepcional, pero ni siquiera el guía sensato, el patriota sincero, el hombre con vocación de bien público que procura por lo menos la coincidencia honorable entre sus aspiraciones y la salud de la República.

El comentarista político se cansa a veces de manejar figuras de barro y reseñar escenas de sainete. Y se cansa todavía más de ser indulgente con las unas y las otras. Provoca el mismo asco el cínico en su desnudez moral que el pretendido catón en su santuario de pacotilla. Y llega uno a la conclusión de que entre unos y otros naufraga la oportunidad de construir una discreta armazón política en que no prevalezcan ni la chabacanería y la rapacidad del manengue encumbrado ni la hipocresía y la estolidez del seudoidealista que desea encumbrarse.

Una observación de Varona

Ahora que estamos en el “Mes de Martí” nos parece que un buen tributo al Apóstol es poner entre paréntesis los tejemanejes de nuestra política pequeña, de nuestra política de todos los días, y evocar la política grande que hizo posible la fundación de la República.

Eje de esa política grande fue el propio Martí. La política no tuvo nunca en aquel previsor, en aquel vinculador por excelencia, ninguno de esos rasgos torvos o fieros que la hacen antipática al hombre de escrúpulos. Y, sin embargo, no hubo en Martí la más remota sombra de apoliticismo. Jamás pensó que el problema doble, pues había que ganar la independencia primero y la verdadera libertad después, construyendo a un tiempo la patria y la nación, pudiese resolverse sino se planteaba en términos estrictamente políticos, es decir, penetrando resueltamente en la realidad isleña, ponderando los factores de que se componía el complejo colonial y tratando de conjugar las fuerzas antagónicas, insulares e internacionales, que constituían en su época la dramática circunstancia cubana. El libertador en Martí anduvo siempre del brazo del político.

En la tribuna enardecía; fuera de la tribuna ligaba voluntades secretamente, conciliando, sumando, diciendo a cada cual la palabra oportuna, callando lo que había que callar, soportando con paciencia la injusticia, la burla, el desaire, la intemperancia, manejando en fin, todos los resortes del político realista.

No vacilamos en calificar de realista la política de Martí. Realista tiene que ser toda política, por muy elevados que sean sus designios. El político de fibra, acaricia un ideal; pero no se desazona cuando las dos terceras partes de ese ideal se le escapan de las manos. Con estas fugas se integra también el proceso histórico, porque cada parte del ideal que vuela sirve de incentivo a las almas voluntariosas para continuar la búsqueda. La tierra es el reino de lo perfectible, no el de lo perfecto.

Enrique José Varona, con su lucidez, percibió muy bien los atributos del político práctico que había en Martí y, sobre todo, lo que él llama su “cualidad maestra: el don de armonizar, de organizar”, que es virtud cardinal de los “directores del pueblo”. En la médula de aquella completa humanidad había un idealismo que pugnaba constantemente por salir a chorros, entero, irrefrenable. Pero, como señala Varona, el “temperamento artístico lo hacía encarnar abstracciones y teorías en hombres y pueblos”.

He ahí una observación muy sagaz. Martí hubiera sido un político especulativo si no hubiese habitado un artista dentro de él. El arte es, contra lo que la mayoría de las personas suponen, la actividad real por excelencia. Las puras abstracciones son propias del matemático, filósofo, no del artista. El artista busca siempre el “contorno y la figura”. Para el artista las ideas carecen de validez si no toman cuerpo y habitan entre los hombres.

Armonizar y organizar

Pero Varona habla además de la capacidad para “armonizar y organizar”. Esta capacidad es definidora del político. Martí fue un genio en los dos aspectos de ella. Para juntar y concentrar a los patriotas que estaban en el exilio, para articular sus esfuerzos con las actividades que se desarrollaban en el interior de la isla, para frenar ímpetus entretener impaciencias, encauzar voluntades anárquicas y avivar voluntades enardecidas, Martí no rehusó poner en juego ninguna de las armas que la política en todos los tiempos ha empleado para vincular a los hombres y darles unidad y conciencia de equipo.

En su necesaria tarea de zurcidor de voluntades, Martí cuenta con las virtues de sus compatriotas, pero también con sus debilidades y hasta con sus defectos. A unos les halaga la dignidad, a otros la vanidad. A todos sonríe,  para todos tiene una palabra de elogio, de todos procura hacerse querer. Cuando algunos creen que es demasiado contemporizador, responde que “callarse es su manera de censurar”.

Esa tendencia armonizadora no lo practica sólo con los hombres que han de desatar la revolución. Sabe que no bastará con hacer la guerra ni siquiera con salir victorioso de ella. Teme, no sin razón, que los problemas de la paz serán más díficiles, más riesgosos para Cuba, que los problemas de la guerra. Y desde el primer momento trata de asegurar la armonía de la República en embrión con los residuos de la colonia que inevitablemente quedarán en ella. El Manifiesto de Montecristi es un insigne ejemplo de esa política coordinadora.  En él se justifica la guerra por el empecinamiento de la metrópoli, ante cuyas puertas habían llamado inútilmente los cubanos; pero se trata de la guerra “breve y necesaria”, una guerra que por su rapidez y eficacia permita instaurar sin dificultades la paz; una guerra en suma, que permita tanto a los cubanos como a los españoles y a los extranjeros residentes en el país seguir dedicándose a las actividades lícitas y constructivas de la vida. Su mismo lema de “la República cordial con todos y para el bien de todos” ¿qué es si no la forma feliz de ofrecer garantías a todos, de asegurar la convivencia pacífica y fecunda de todos los habitantes de la isla?

Por eso se opuso siempre a los movimientos improvisados, a las tentativas inmaduras que podían conmover al país, trastornarle, desequilibrarlo material y moralmente, pero no vencer a los ejércitos de España, que era lo primordial. En 1879 inicia con Calixto García, Juan Gualberto Gómez y otros patriotas la llamada Guerra Chiquita; pero abandona los planes cuando comprueba su inviabilidad y acaba exhortando a Emilio Núñez a que se retire del campo de batalla donde tiene más que probados su valor y abnegación, porque “un puñado de hombres, empujado por un pueblo logra lo que logró Bolívar; lo que con España y el azar mediante lograremos nosotros; pero abandonados por un pueblo, un puñado de héroes puede llegar a parecer, a los ojos de los indiferentes y de los infames, un puñado de bandidos”.

Años después la impaciencia, la desesperación cubana, estalla nuevamente en un movimiento encabezado por Antonio Maceo y Máximo Gómez. Martí se incorpora a él en los primeros momentos; mas, como muy bien ha señalado Félix Lizaso “tan pronto surge en su mente la idea de que la guerra que se quería taer a Cuba tomaba caminos que estaban en contradicción con su criterio, se separa de Gómez para no contribuir a implantar en Cuba “un régimen de despotismo personal que será más vergonzoso y funesto que el despotismo funesto que soportaba”, como le dice en la célebre carta de ruptura.

Una vez más el político previsor, reflexivo, se antepone al revolucionario ardoroso. Martí no quería llevar a los cubanos al suicidio. Tampoco quería dar lugar a que se produjese en el país un simple clima de algarada, de revuelta incontrolable que tal vez daría lugar a que Cuba pasase de colonia española a colonia norteamericana, idea que no pocos cubanos acariciaban todavía, pero que a Martí le parecía, como era lógico, un remedio peor que la enfermedad.

La independencia sólo podía conseguirse por medio de una guerra seriamente organizada, una guerra hecha con visión política, una guerra que llevase en su propia eficacia, en su propia fuerza, el gérmen de todas las seguridades.

Un político de cuerpo entero

La calidad del político se prueba tanto con la firmeza con que sostiene sus principios como con la flexibilidad que muestra para todo lo que en su tarea resulta circunstancial o contingente.

No se puede poner en duda el denso contenido moral de la política martiana. No solamente creía que la “política virtuosa” era un deber de conciencia, sino que la consideraba, ya en el orden práctico, como la única útil y perdurable. Pero él mismo reconocía que en la política la virtud “triunfa de lado”, nunca “de un modo directo y absoluto”. Esta aceptación de la moral pública como un estado de aproximación, como un avance seguro, pero lento, explica la comprensión de Martí cuando examina y comenta un episodio, al parecer desconcertante, de la gestión presidencial de Lincoln. Emeterio S. Santovenia lo ha referido, transcribiendo expresiones muy significativas del Apóstol, en el libro “Lincoln en Martí”. Electo presidente de los Estados Unidos el paladín del antiesclavismo, designa para la Secretaría de la Guerra a Simón Camerón, politician de celebredidad un poco escandalosa que le había asegurado a Lincoln los votos decisivos del Estados de Pennsylvania.

Los hombres austeros que estaban con el régimen y los austeros y no austeros que estaban contra él, se rasgaron las vestiduras en señal de indignación. Lincoln, con generosidad incomprensible, metía al demonio en su Gabinete.

Como era de esperarse, Cameron muy pronto empezó a hacer de las suyas en el puesto que se le había confiado. Lincoln no cedió por eso. Sagazmente acota Martí: “¿Abandonaría Lincoln a quien lo ayudó? ¿Pondría en peligro, en la hora crucial de la nación, la amistad del Estado más rico e influyente, la unión del Norte frente al Sur unido?”.

Cuando no quedó más remedio, Cameron fue sacado de la Secretaría de la Guerra; pero el Presidente, para quien la honestidad no estaba reñida con el tacto político, lo designó embajador de Rusia. Martí observa al respecto:”En época de guerra y creación importa sujetar con la bondad a los amigos peligrosos a quienes no se puede vencer”. Hubiera sido absurdo echar por la borda la unidad del Norte sólo por el deseo de sancionar al hombre fuerte de Pennsylvania. Apunta Martí: “Ese es el hombre de Estado; sagacidad e indulgencia”. Y para rematar su pensamiento en materia tan delicada escribe este magnífico resumen de moral política: “En plegar y moldear está el arte político. Sólo en las ideas esenciales de dignidad y libertad se debe ser espinudo como un erizo y recto como un pino”.

Se equivocan los que pintan a Martí como un idealista encandilado, que habría dado grandes traspiés durante la República en caso de haber sobrevivivo a la gesta del 95. Martí era un político de cuerpo entero, además de un revolucionario. Lo sensible es que no faltase su voz  y su ejemplo en los críticos instantes del estreno republicano. Ya lo intuyó la copla popular cuando dijo:

Martí no debió de morir;

si fuese el maestro del día,

otro gallo cantaría,

y la patria se salvaría

y Cuba sería feliz.

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