El Retorno de “Bermejón” (II)

Written by Libre Online

6 de febrero de 2024

por  Marcelo Salinas

Dibujos de Marcelo

“La patria está donde se ama,

 la familia donde se es amado”.

Yendo en la dirección que le fuera dicha, pronto estuvo García en el taller: un portalón abierto, con una fragua al medio y, a la entrada un extraño armatoste de madera destinado a herrar bueyes. En aquel momento, Nicolás (un hombre fornido, de bigote cano y revuelta melena rizada) herraba las patas traseras a un hermoso caballo dorado. Mientras el ayudante cuidara de mantener inmóvil al animal, Nicolás emparejaba el casco sirviéndose del afilado pujante, clavara las herraduras sin herir la carne y alisara la cereza de los clavos, a golpes de escofina. Subía del casco chamuscado un acre tufo que agradara al visitante, recordándole su época de muchacho, cuando hizo de aguantapatas, y contemplara la escena complacido. El herrador no se preocupaba de su presencia, porque no eran pocos los que se detenían a verlo trabajar. Acabó su faena; desató la bestia y la entregó al ayudante para que la llevara al dueño. Entonces saludó al desconocido y, sin decirle más palabras que las del saludo, se quitó el mandil de cuero que sujetara de los hombros y fue a lavarse las manos en una tina donde enfriara las herraduras. García lo llamó desde donde estaba:

-Oiga, maestro.

Volvió la cabeza el herrador:

-¿Diga…? -Y vino, sacudiéndose el agua de las manos.

-¿Lleva mucho tiempo en este trabajo?

Nicolás pensó en sí sería un compañero de oficio; en seguida reparando en lo enteco de su cuerpo, en su traje elegante y sus manos cuidadas, desechó tal pensamiento:

-Unos treinta años -contestó.

El visitante esbozó una sonrisa.

-Porque, cuando yo lo conocí. Usted era pocero, como su padre.

Tuvo el negro un gesto de sorpresa:

-¿Qué usted me conoció…? Sí, efectivamente: yo fui pocero. Y… ¿quién es usted?

-Mire, a, ver si me recuerda…

Quedose Nicolás mirando con fijeza a su interlocutor, mientras movía la cabeza negativamente:

-No, la verdad…

-Domingo García…

-¿Domingo García…? Domi…

Hubo en los ojos del negro un fulgor de triunfo. Alzó los brazos y lanzó un grito.

-¡¡Bermejón!!

-Sí, “Bermejón”.

Por un momento quedaron ambos paralizados. Después se abrazaron efusivamente, mientras hablaban a la vez, queriendo decírselo todo de un tirón:

-Mira que tu… Tantos años!

-Cuarenta y dos.

Ya serenos y como llegara el ayudante de vuelta de su recado, Nicolás, propuso:

-Vamos hasta casa. Estamos solos mí mujer y yo, porque la hija está casada y el hijo no sé por donde anda. Vivo aquí mismo, al doblar la esquina…

Llegaron, según dijera Nicolás, en un saltico y después de las presentaciones, cuando bebieron un poco de café y el herrador se lavó y cambió de ropa, salieron a dar una vueltecita.

En la puerta, al ponerse en camino, Nicolás propuso:

-Desde luego, almorzarás con nosotros, ¿eh?

-No, más vale que almuerce en la fonda: ya va siendo tarde y sería darle trabajo a la mujer.

Nicolás no insistió:

-Bueno; pero a la noche cenas allá…

Y notando titubeo en Domingo, agregó:

-Seremos muy pocos. Tres: la mujer, tú y yo. Si acaso, se aparecerán luego dos o tres, a beber un trago…

Quedaron en ello: en cenar juntos, y emprendieron el paseo.

Recorriendo el pueblo, iba García confirmando su desilusión, su desencanto: casi nada existía ya de lo que dejara: en las cuatro décadas transcurridas, la transformación de San Luis del Pinar había sido completa crecido hasta comprender ahora lo que antes eran suburbios, barrios de guano, el viejo pueblecito tenía al presente, ínfulas de ciudad: establecimientos lujosos, casas de varios pisos, anuncios lumínicos, una plaza de mercado donde se amontonaran, para la fiesta pascual, las frutas y los turrones; donde las jaulas de aves y los corrales de cerdos llenaran el patio… Ni pregones de buñuelos por las calles ni mesitas de lechón en las esquinas.

Nicolás mostraba todo eso con orgullo. El repatriado le oía con una triste sonrisa.

-Sí, era verdad; pero yo venía buscando lo otro…

A eso de las dos se despidieron hasta la noche, en la puerta de la fonda. Nicolás quiso ir a su casa porque la vieja lo esperaba.

A las nueve habían terminado de cenar. La cena fue tranquila, casi triste, porque García, a quien las emociones de la jornada habían agravado su dispepsia, aparecía ensimismado, melancólico. Ni el embullo visto por las calles ni la perspectiva que le brindara Nicolás de ir a un pueblecito vecino, donde celebraban el nacimiento de Cristo con carrozas, fuegos artificiales y músicas en las plazas, bastaron a disipar su desabrimiento: hasta las atenciones de Nicolás y su esposa le molestaban, con saberlas sinceras.

Cuando estaban por el café, tocaron a la puerta. La mujer acudió a la llamada y entraron con grande alboroto, dejando ver su borrachera con manotazos y palabrotas, dos tipos estrafalarios: dos hombres bajetones, viejos y mal trajeados. Uno era blanco y pecoso, el otro cetrino y arrugado como un mono. Ambos pidieron de beber a grandes voces:

-¡Ey!, ¿qué pasa, Venemos a darnos unos cuantos palos…

-¡Vaya!, ¿dónde tienes el vino?

Adelantaron hasta la mesa. Se sirvieron sendos vasos y, luego de beber, chasqueando la lengua, el pecoso señaló a García:

-¿Y este figurín de donde salió?

Nicolás quiso evitar pasara aquello a mayores:

-¿Pero, tú no te acuerdas, “Colorao”, d’éste? ¿Ni tu tampoco, Merejo?

Los interpelados hicieron un ligero esfuerzo, como queriendo serenarse y se acercaron al extraño, mirándolo de arriba abajo:

-Bueno, -barbotó el “Colorao”, yo no veo sino un viejo flaco, que por el traje, parece que tiene guano.

-Y yo igual. No sé que pata puso ese güevo- completó Merejo.

García, visiblemente molesto, se echaba hacia atrás en el taburete, huyendo al vaho alcohólico que le soplaba casi en pleno rostro. Nuevamente intervino el herrador:

-Vamos, caballeros… apártense.

Fue García quien se apartó, poniéndose de pié. La mujer de Nicolás, irritada por la conducta de los intrusos, quiso despedirlos:

-Diles que se vayan de una vez: aquí estamos tranquilos…

Le cortó la palabra el marido.

-No, déjalos. Es que no lo han conocido.

Y agarrando por un brazo al “Colorao”, que era el más encimado al visitante, lo separó de un alón.

-Es un compañero de la infancia, Te tienes que acordar… Domingo García…

Vio que ninguno de los dos daba muestras de reconocerlo y hubo de agregar:

-Sí ha jugao con todos nosotros. Lo que, siempre, le decíamos el nombrete… “Bermejón”.

Merejo no pudo ni quiso recordar. El “Colorao” frunció los ojos, se hurgó el oído con la punta del meñique y, tras esas señales de perplejidad, pareció ir atando recuerdos:

-Hombre… éste.. sí… ¿Qué al padre le decían igual?

Repentinamente se hizo luz en su cerebro embotado:

-¿Cómo no, hombre? “Bermejón”, ¡lo más que conozco! Su hipando con ternura de borracho quiso abalanzarse sobre el antiguo camarada de correrías infantiles:

-¡Venga un abrazo ¡mira que…

“Bermejón”! Las veces que lo h’etrañao. García retrocedió, asqueado por el hedor de aquel cuerpo sucio, de aquel hálito alcohólico que le envolvía. Este movimiento defensivo fue para el borracho, un desprecio, un insulto:

-¿Cómo? ¿Te has vuelto orgulloso porque andas limpio? Acuérdate de las muchas sobras que recogiste… Te podrás dar tono allá, donde no te conocen…

Merejo sonreía, babeando, mientras aprobaba con signos afirmativos de cabeza aquella rociada insultante; Nicolás y su esposa quedaron atónitos ante la inesperada agresión, el insultado retrocedió un poco más y quiso decir algo, sin poder hacerlo. Se había puesto muy pálido y le temblaban las manos y los labios.

Su ofensor fue a proseguir, levantando la voz:

-Yo soy un borracho, cómo lo era tu padre… y tú no eres sino lo qu’eres: “Bermejón” ahora y “Bermejón”…

No pudo seguir: arrebatado por súbita cólera, Nicolás con un manotazo lo hizo apartarse de García, y a empujones lo llevó hasta afuera, volviendo para arrojar al otro:

-¡Borrachos! ¡Sinvergüenzas!… ¡Abusadores!

Cerró con un portazo y vino donde se hallaba como petrificado, su viejo amigo:

-Ya está, los boté… ¡Canallas! Ven siéntate y serénate.

García no le obedeció ni pareció oírle:

-¡Parece mentira! ¡Parece mentira! -pudo sólo murmurar con voz cortada por los sollozos.

El negro, conmovido, le pasó un brazo por la espalda.

-No les hagas caso. Son dos borrachos indecentes. Cálmate y después saldremos para donde te dije.

Tuvo el cuitado una dolorosa sonrisa:

-No, me voy. Por ahí, por donde sea, alquilaré un auto hasta La Habana.

Se arregló el saco y la corbata, cogió el sombrero y sacando de la cartera un grueso puñado de billetes, los puso sobre la mesa:

-Con esto puedes comprarte una casita.

Y viendo que Nicolás se disponía a acompañarlo, le detuvo con gesto decisivo:

-Déjame ir solo…; ¡solo! Adiós.

Salió precipitadamente a la calle bañada de luna, por donde pasaban escasos transeúntes y basta donde llegaban las risas y los cantos con que se celebraba, en las casas, la Navidad. El viento frío le hizo levantarse el cuello del saco y calarse el sombrero hasta los ojos mientras seguía adelante sin rumbo cierto, pensando sólo en irse, en escapar de allí lo más pronto posible…

Al otro día, en el primer avión, emprendía retorno al Norte: a ser de nuevo y hasta la muerte, el respetado “Mister García” de buenas costumbres y buenas amistades.

Al partir, mientras los demás pasajeros apretaban la cara contra los cristales de las ventanillas y agitaban los pañuelos despidiéndose de amigos y familiares, él abrió un libro y se puso a leer para hacer menos largo el viaje.

FIN

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