Una obra que reconoce la enorme contribución y el alto número de libertadores nacidos en otras geografías.
De la anexión a la independencia (I de III)
EL LARGO CAMINO HACIA LA INDEPENDENCIA
Podemos afirmar que la segunda mitad del siglo XIX la consumió el cubano luchando por obtener la independencia de su patria.
El espíritu de rebeldía comienza a manifestarse con la primera y segunda expedición del venezolano Narciso López. En la primera, arribando en Cárdenas en mayo de 1850 con la bandera que se convertiría en la insignia nacional; y con su segundo desembarco en Playitas que le costaría la vida exclamando en el patíbulo un vaticinio que habrá de cumplirse: «Mi muerte no cambiará los destinos de Cuba».
Formando parte del derrotado ejército español había partido Narciso López hacia Cuba en agosto de 1823. Diez años después viaja a España, sirviendo aún en las fuerzas armadas españolas solicitando en 1841 su traslado a Cuba donde sirvió como gobernador de Trinidad hasta 1845 en que, al abandonar el cargo, inició actividades personales y estableció contacto con la organización «La Mina de la Rosa Cubana» de tendencia anexionista y dentro de la cual organizó López un movimiento separatista que, descubierto, lo forzó a escapar hacia Nueva York en Julio de 1848 por lo que, en ausencia, fue condenado a muerte.
Prepara Narciso López su primera expedición a Cuba utilizando, para ello, el Vapor Creole que desembarcará en Cárdenas el 19 de mayo de 1850 enarbolando, por primera vez, la bandera nacional. Al no recibir el respaldo popular que esperaba tuvo que retirarse ese mismo día. No obstante, organiza una segunda intentona ese mismo año en el vapor Cleopatra que fue interceptado por las autoridades norteamericanas; pero no ceja en su empeño. El tercer día de agosto de 1851 zarpará en el vapor Pampero que desembarcará en Playitas, cerca de Bahía Honda, en Pinar del Río.
EL «PAMPERO»,
NARCISO LÓPEZ, CUBANOS Y
VENEZOLANOS PRECURSORES
No había partido solo Narciso López cuando, capituladas las fuerzas ibéricas en Maracaibo, embarcaba hacia Cuba. Junto a él, entre otros, vendrán algunos venezolanos poco conocidos y apenas recordados en nuestra historia. Los hermanos Ildefonso y Francisco Oberto Urdaneta quienes, con grandes dudas, habían servido en las fuerzas armadas españolas de las que, sólo meses antes, habían solicitado su retiro. Al descubrirse la primera conspiración de López, el venezolano Idelfonso se ve obligado a partir de Santiago a Jamaica y, de allí, a los Estados Unidos. Y tomará parte activa en la preparación de la expedición del Pampero. Su hermano Francisco sufrirá pena de cárcel.
Recién comenzaba su mandato el General José Gutiérrez de la Concha cuando Narciso López conoce de las conspiraciones de Joaquín de Agüero y de Isidoro Armenteros. Alentando las actividades de Idelfonso aparece otro venezolano, Manuel Muñoz, cónsul de su patria en La Habana, cuyo traslado inmediato exige la Capitanía General de la isla. Demanda que ocasiona acalorada disputa en el congreso venezolano, muchos de cuyos miembros simpatizan con la causa cubana. Se ve obligado Muñoz a dejar su posición; pero Narciso López continúa organizando su expedición del Pampero que parte de Nueva York el 3 de agosto de 1851. Vendrán en ella 400 hombres divididos en nueve compañías.
El Regimiento Número Uno estará dirigido por el Coronel William Logan Crittenden. Venían hombres de distintas nacionalidades: húngaros, norteamericanos, alemanes. Junto a ellos, cuarenta y nueve cubanos formando el Primer Regimiento de Patriotas Cubanos, bajo el mando del venezolano Idelfonso Oberto y, los tenientes Diego Flernando, y Miguel López, que había participado con los expedicionarios del Creóle, en Cárdenas, y Pedro López, sobrino del General Narciso López.
Desembarca el Pampero por el Morrillo, cerca de Bahía Honda, con la intención de López de avanzar hacia el interior para evitar ser acorralado en la costa. Terminado el desembarco, Narciso López se dispuso a marchar hacia Las Pozas, dejando a Crittenden cuidando los equipos y la retaguardia. Para muchos historiadores fue un error dividir así sus fuerzas.
El Capitán General Gutiérrez de la Concha, ordenó que una columna al mando del General Enna, vice-gobernador, saliera a bordo del Pizarro para combatir a los invasores. El 15 de agosto se enfrentaban las tropas en Las Pozas en violento ataque que forzó la retirada de las fuerzas españolas luego de ocasionar la muerte de 20 expedicionarios en varios encuentros, la del Capitán Oberto entre otros; pero los españoles recibieron refuerzos comandados por el Brigadier Rosales que impidió toda comunicación entre López y Crittenden mientras López avanzaba hacia el cafetal de Frías donde fue atacado por las fuerzas de Enna y Rosales en cuyo encuentro Enna es mortalmente herido al tiempo que, en la costa, Crittenden era atacado forzándolo a internarse en los bosques, de donde logra escapar con cincuenta hombres que de regreso a la costa, logran tomar cuatro equeños botes y llegar a Cayo Levisa donde cayeron prisioneros del barco español «El Habanero», que los estaba persiguiendo.
Orden de fusilamientos
Llega de La Habana la orden de fusilarlos a todos de inmediato. Les notifican la sentencia y los envían, por dos horas, a capilla. Ninguno pidió clemencia. Todos los prisioneros eran hombres religiosos, de coraje y de alta moral. Y escribirán extensas cartas a sus familiares. Extractamos tan sólo una frase de algunas de ellas:
Crittenden: «Moriré como un hombre. Mi corazón late afectuosamente por mi madre. Llegue mi amor a toda mi familia».
El Capitán Víctor Kerr, a su esposa: «Adiós mi querida esposa. Mi adiós a mis hermanas y hermanos. Muero como un soldado».
El Teniente Thomas C. James: «Mis queridas hermanas y hermanos. Dentro de una hora seré enviado a la eternidad. Confío en la bondad de Dios. Enfrentaré mi destino como todo un hombre».
El soldado Honoré Tacite Vienne: «Mis queridos hermanos y hermanas. Muero pecador arrepentido, habiendo sido bendecido por los ritos de nuestra sagrada religión. Recen por mi pobre alma».
Filman Cook escribe a sus amigos: «Nuestro galante Coronel Crittenden hizo todo lo que un hombre podía hacer. Explícale a mi familia que no he hecho nada que no estuviese inspirado por los más altos motivos, que muero con la conciencia limpia, como un hombre. Con el corazón entero. Adiós, Dios los bendiga a todos”.
R.C. Sanfords, el ayudante, escribe a otro amigo: «Fuimos condenados a morir esta mañana. Nos fusilarán dentro de una hora. Adiós y que Dios te bendiga».
Branda escribe a su madre
El Teniente James Branda escribió a su madre: «Mi querida madre. Sólo me quedan unos momentos de vida. No le doy valor a mi vida. Pero siento profundamente el dolor que va a causarle la noticia de mi muerte. Adiós, entonces, mi querida madre. Piense en mí a menudo. Adiós, madre querida».
Así describe el historiador Jorge Quintana el espectáculo que sigue a las nobles cartas de los prisioneros:
«El espectáculo fue sencillamente, canibalesco. Sobre los cadáveres inertes se arrojó la chusma para destrozarlos. Los cuerpos fríos fueron mutilados. En las puntas de los palos se ensartaban partes de los cadáveres y se exhibían, por la ciudad, como trofeos».
Pero dejemos que Juan Bellido de Luna, testigo excepcional de aquellos sucesos, nos lo relate. En una crónica firmada con el seudónimo «Guaycanamar» publicó Bellido de Luna, en La Verdad de Nueva York, edición del 30 de septiembre de 1851, unas semanas después de estos sucesos, un relato con el título «16 de agosto de 1851». Así dice:
«El General Concha dispuso que los agentes funerarios cediesen catorce carros y se encargaran de transportar los cadáveres mutilados, de las faldas de Atares al cementerio general en el extremo opuesto de la población extramuros. El camino que siguió el tren, una vez cargado, fue el de la Calzada del Monte, a tomar la de Belascoaín, hasta salir a la de San Lázaro, que conduce al cementerio; tras él siguió la procesión más numerosa y horrible de las que se formaron en aquel día compuesta de lo más soez y brutal que encierra La Habana en españoles y gente de color.
Unos iban a caballo, otros a pie, dando alaridos, tirando al aire este la bota, aquel la casucha, otro el jirón del vestido que habían arrancado a las víctimas y servía de estandarte. Los carros no cesaban de andar, aunque a paso lento; por cuyo motivo la procesión hacía alto en todas las tabernas, bebía cada cual a su satisfacción, alzaba la multitud su ronca voz el salvaje grito de» ¡Viva la Reina!, ¡Viva España! ¡mueran los yankes!, ¡mueran los filibusteros!». Y volvía a empezar la marcha y a alcanzar los carros. Dos capataces de las cuadrillas de carretones, montados en muías, con la bandera española enastada en una larga vara, recorrían frenéticos de un extremo a otro la procesión, actuando como bastoneros y dando gritos y vivas desaforados.
A las puertas del cementerio, el populacho se abalanzó a los carros, no hay duda que con la intención de sacar de ellos los cadáveres y llevarlos arrastrados hasta las fosas que se habían abierto para darles sepultura. Pero este nuevo bárbaro ultraje sólo pudo impedirlo la serenidad del cura. Sin intimidarse por los aullidos de la canalla, se acercó al oficial de la tropa que custodiaba los carros y en alta voz le recordó su deber como militar, como caballero y como cristiano. Colocada la tropa, con arma preparada, entre el populacho y los 49 cadáveres, estos pudieron recibir sepultura sin más indignidad de parte de unos hombres que por lo mismo que feroces se mostraban viéndolos sin vida, hubieran huido desalentados de su presencia si por un milagro de Dios hubieran resucitado en aquel momento»
(Continuará la semana próxima)
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