POR ARMANDO SUAREZ LOMBA (†) Julio 1954. (Decano del Colegio Nacional de Periodistas)
Juan Gualberto Gómez tiene veinte años. Está en París. Para entonces ha visto ya de cerca como se hace la historia. Ha vivido los tiempos del desastre de Sedan, el nacimiento de la Tercera República, el asedio de París, la paz del Hotel del Cisne, el frenesí sangriento de los communards. Ha respirado profundamente los brisotes liberales que renuevan la atmósfera de Francia. A la caida del Segundo Imperio, escucha -estremecido el viejo clamor de libertad igualdad, fraternidad.
Piensa en Cuba. En la negrada de Sabanilla, en la colonia subyugada. El encuentro con Francisco Vicente Aguilera aviva en el la pasión impetuosa por La Antilla.
La penuria bate al lucido estudiante que renuncia de golpe a sus estudios. Anda sin norte, a tientas, sin saber hacia dónde dirigir la vida. Y súbitamente, la sugerencia de una voz amorosa despierta en el una vocación hasta entonces latente. Juan Gualberto Gómez se hace periodista. Ya está —ahora sí— en el sendero de su destino. Jamás se apartará de el.
En lo adelante, a la voluntad inexpugnable de servir a la patria irá indivisiblemente unida su fidelidad acrisolada, perpetua, sin una sola flaqueza, a la más genuina vocación de periodista. Patriotismo y periodismo, cubanía y bravura para proclamar en todo tiempo las verdades mas peligrosas, van a ser las cualidades representativas de su proceridad. «Soy sobre todo y antes que otra cosa —nos dirá él mismo— un cubano que nunca ha dejado de serlo y que no ha soñado con ser otra cosa, y que se cree por esto con el pertecto derecho de emitir sus opiniones sobre las cosas y los, hombres que quieran influir en el destino de su patria».
Un cubano que nunca ha dejado de serlo. Esto es, un patriota vitalicio. Un cubano que se cree por esto con el perfecto derecho de emitir sus opiniones sobre las cosas y los hombres que quieran influir en el destino de su patria. Es decir, un periodista de cuerpo entero, insobornable, erguido, resuelto siempre a la contienda por las propias opiniones.
Juan Gualberto Gómez, en París, a los veinte años, se ha hecho periodista. O por mejor decir pues en realidad, nació periodista ha comenzado a ejercer una aptitud connatural. Se le abren primero las puertas de un periódico; y luego las de otro, y otro y otro, de Europa y de Cuba. Se le hallará siempre pluma en mano, a la sombra de una redacción cualquiera. Un papel impreso es todo lo que necesita, en Madrid o en La Habana, para pelear por la independencia de Cuba, la soberanía de la República, la dignidad del hombre. Sube su crédito a medida que en la prensa va ganando —y a veces, triste, perdiendo— sus formidables batallas por la abolición total de la esclavitud, por la libertad nacional, por la conservación de la democracia y de la concordia republicana.
Que se le deje nada más escribir y publicar y Juan Gualberto Gómez sacudirá a las masas, aplastará injusticias, descubrirá a los farsantes y hará temblar a los tiranos. Servir a la patria con la pluma es su obsesión, a veces lacerante. En un minuto de quebranto, escribe desde la cárcel estas palabras, íntimas, sencillas y llenas de grandeza «Si puedes, cómprame un real de papel español y mándamelo, que no tengo una cuartilla para hacer esta noche el artículo de mañana».
En esta cruzada de toda la vida, sin un desmayo, lo alienta su doble amor a la patria y al periodismo. Si idolatra a Cuba, se enamora también de sus periódicos y a ellos se entrega como amante apasionado. Cuando su firme profesión de fe separatista hace inminente una vez más la prisión, se preocupa, primero, de pedir ayuda para que «La Fraternidad» siga publicándose en su ausencia. «No demos a la reacción —escribe— el gusto inmenso de que desaparezca un papel que sólo se inspira en móviles honrados y patrióticos». Primero, su periódico. Porque es un periodista grande de verdad.
Desde sus tiempos juveniles de Paris, sus tiempos de iniciación, Juan Gualberto va sembrando por las más diversas publicaciones una producción copiosísima. Ha comenzado —anota en su inconcluso apunte autobiográfico— «como repórter de periódico, o auxiliar de corresponsalías de diario de Bélgica y Suiza». Con los años, crece la relación de órganos de prensa a los que presta servicios con uno u otro carácter. Hay en la lista títulos significativos, como «La Fraternidad”, “El Abolicionista”, «La Libertad”, “El Pueblo”, «El RadicaL”, «La Igualdad». “El Liberal», «El Progreso», nombres inequívocamente proyectados hacia el ideal de un mundo mejor. Figuran también en el frondoso índice, entre muchos. «La Discusión». «La Lucha», «La Tribuna», la «Revista de las Antillas», «El País» de Madrid, la «Revista Cubana», «La República Cubana», “Patria”… Son hojas de doctrina —de la Isla, de la Península—. Periódicos anteriores a la integración de la moderna industria de la prensa; papeles con sentimiento y pensamiento.
Alternativamente, Juan Gualberto es articulista, corresponsal, redactor, cronista parlamentario, jefe de redacción. A veces, fundador, editor, director. Con el periodismo se procura el sustento. Pero una y otra vez renuncia sin vacilar a periódico y sustento por preservar sus convicciones. Como cuando «La Discusión» de Adolfo Márquez Sterling le hace la afrenta de suspender, sin consultarle, una de sus recias polémicas. Como cuando el periódico que ha fundado en cooperación con Manuel María Coronado, Saturnino Lastra y Manuel Sanguily se pliega a la ignominia de la Enmienda Platt.
Limpia es el alma de Juan Gualberto, limpio es el estilo. Alta su conducta en el debate y en la prédica. Sencilla es su prosa, espontánea, clara, sobria; prosa periodística que la multitud alcanza sin esfuerzo. No rebusca giros, ni injerta voces altisonantes, ni disipa las palabras. «La lógica es su fuerte», suele decirse de él. Suavemente, comedidamente, con sin igual urbanidad retórica, va tejiendo transparentes silogismos que dejan atado al adversario. No hay sarcasmo en sus artículos. Mucho menos injuria. A lo sumo, de trecho en trecho la ironía asoma en levísima sonrisa.
Defiende ideas, conductas, situaciones. O las combate y las impugna. No personaliza. No le interesan, salvo que sea absolutamente indispensable, los nombres y apellidos. No ofende, no zahiere, no calumnia. No es intransigente, pues siempre está dispuesto a escuchar. Pero no cede un ápice de sus principios si no se le prueba que no los acompaña la razón.
Es — se ha dicho— el hombre de la concordia. Por tanto, lo más distante de un radical. Huye de las soluciones extremas que provocan violencias innecesarias. No. No es un radical. Pero tampoco es hombre de medias tintas, ni de equívocos, ni de titubeos. Su conducta es invariablemente diáfana, categóricamente definida en pro o en contra. Sólo que sabe esperar y, si el bien de Cuba lo aconseja, transigir.
El nos confiesa, rotundo, la razón de esta actitud: «Tengo más amor patrio que amor propio». Por eso, siendo separatista convencido, no se precipita a propugnar soluciones de fuerza, sino que. paciente, espera a que la fórmula autonomista se deshaga en su propia falsedad. Y aún se mantiene en el separatismo doctrinal y pacífico, antes de abogar por la revolución, para dar tiempo a que el testimonio de los hechos haga incuestionable la ineptitud, del gobierno metropolitano para la libertad.
Y por eso no rehuye discutir públicamente con la siniestra dictadura de Machado la posibilidad imposible de una solución cubana. Pero cuando ya no queda esperanza de paz, cuando hoy que conspirar o alzarse en armas, Juan Gualberto no vacila. Y conspira y se alza, en la colonia o en la República.
No es temerario Juan Gualberto Gómez, ni hace alardes. Ni frente al poder peninsular, ni frente a la tiranía republicana. A la pobreza crónica se sobrepone sin despecho; y a los halagos del dinero y a la movediza lisonja de las masas. Y vence a la amargura: «Yo siempre flotaré por encima de las pequeñeces de los hombres».
Y vence al dolor. «No lloremos siquiera a nuestros muertos —dice cuando la sangre caliente del General Antonio riega la tierra de San Pedro—. Lleven el luto por dentro, para que todos vean que no desesperamos del porvenir y que tenemos la firme confianza de que, caigan los que caigan, así sean los más grandes, la patria se hará. ¿Quiere esto decir que no sufro? Sería impiedad pensarlo. Pero ahora no caben flaquezas. Arriba, arriba el ánimo. Ya lloraremos cuando la patria esté libre. Yo lloraré a un hijo, o a mi padre, o a mi madre, o a un amigo muerto en el lecho del hogar. No lloraré a nadie que caiga, con gloria en el campo de batalla. Adelante.»
No ha habido un cubano que proclamara ideas tan audaces en momentos de tanto peligro, como Juan Gualberto Gómez. Ni antes ni después de él. Serenísimo, sin estridencia, postula en las columnas de “La Fraternidad” su inapelable ideal separatista. Y ante la reacción de Polavieja prosigue impávido su demoledor alegato contra la dominación peninsular, amparado sólo en «la conciencia de su derecho». Más de cuarenta años después, Orestes Ferrara, imprudente, invita a Juan Gualberto a un intercambio público de opiniones sobre la crisis política cubana.
El patriota no abandona su inmutable cortesía, pero sin cuidarse de los sicarios que ahogan en sangre todo afán de libertad, responde ratificando su vieja a convicción de que “el gobierno más funesto es el que, no contando con el consentimiento de los gobernados, busca la fuera para imponerse a los que se rebelan contra su predominio accidental”.
Alude Juan Gualberto a las tremendas violaciones de la Constitución, a los derechos individuales arrasados. Y plantea como solución al drama nacional que se establezca “un gobierno transitorio, que no sea de los gobiernistas, ni de las oposiciones , encargado de reconstruir el país, devolviendo la paz moral a los espíritus , la seguridad a alas personas, la confianza al mundo de los negocios, y al pueblo la fe en los propios destinos”. Asustado de su propia imprudencia Ferrara pone brusco fin la la polémica.
En un momento sombrío de la historia de Cuba, Don Juan cierra los ojos par siempre. Muere de angustia por la Patria. “El surco que deja —dice aquel díaEnrique José Varona— es profundo y será duradero”.
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