Por Sylvestre Bonnard (1934)
Un clínico de Inglaterra, Lawrence Thomas Kennet, acaba de expresar esta idea en un estudio sobre el mecanismo de las secreciones internas: Los médicos deben pagar el sepelio de sus clientes. Si eso se lograra, mediante una legislación adecuada, el arte exquisito de curar daría un formidable paso de avance y la gripe más modesta dejaría de ser un misterio para nuestra terapéutica.
Yo no sé una palabra de medicina. Jamás llegué a la gruta de Asclepios con un gallo negro entre las manos trémulas. Jamás esparcí sus plumas sobre la piedra oracular, blanca y pisa, mientras del desierto llegaba el largo ululeo de los chacales ávidos. Pero, bajo mis costras espesas de dramática ignorancia, comprendo turbiamente que ese consejo del clínico inglés está lleno de sabiduría. El médico que se viera obligado a aderezarle la sepultura a su cliente, se convertiría inmediatamente en un macizo tratado y timonearía la ciencia con su recetario.
En Cuba, donde el Gobierno Provisional se ha preocupado de todo—desde el reparto de tierras hasta la estructuración ideológica de la sopa de fideos—podría acometerse esa labor en la seguridad que con ella se obtendrían resultados positivos y tangibles, para la comunidad. Dentro del mismo decreto de colegiación médica podría interpolarse ese precepto y de esa suerte el áspero debate en que toman parte Gustavo Aldereguía, Pedro Herrera Sotolongo y Jesús María Bouza, bifurcaría francamente hacia la seriedad, eludiendo de paso posibles tragedias.
El médico que se viera constreñido por un decreto-ley a pagar el entierro del cliente putrefacto—al cual él asistió, por ejemplo, de cálculos en el riñón y se le fugó hacia el cementerio, rompiendo todos los cálculos, a remolque de un ántrax avieso o de una fluxión inverecunda—inmediatamente frotaría su Terapéutica con nuevas experiencias científicas y a partir de aquel instante lúgubre, recordando que el funeral le costó muy caro, afilaría el diagnóstico con objeto de evitar en el futuro una nueva quiebra científica y presupuestal.
Los chinos, maestros en todo,—en la pólvora, en la brújula, en el chicharrón dilecto, en el paco pío erudito—hace muchos siglos inventaron un excelente método para avivar las investigaciones científicas del Instituto Clínico de Peking. El facultativo asiático, por un restricto imperial, cada vez que le fallecía un cliente, tenía que incorporar a la fachada de su domicilio un farolillo rojo. Había médicos chinos, que tenían la fachada de su casa convertida en una iluminación brillante y deslumbradora. De esta manera el Imperio lograba, sin costo de ninguna clase, un doble beneficio: el alumbrado de la capital y la llamada previsora al enfermo para que supiera a qué manos confiaba su intestino desarbolado. Y fue tan sabia esa pragmática del Imperio que Sun-Yat-Son mantuvo ese apostolado en su programa y la República adoptó esa legislación precautoria v sabia.
En Cuba, desde luego, podría implantarse el procedimiento chino. Se procuraría espaciar las residencias de los médicos y de esta manera, al cumplirse los preceptos de la ley, cada noche, con sus múltiples farolillos rojos, tendidos en forma de guirnaldas vistosas, La Habana asumiría un carácter luminoso y festivo. Y de seguro que ese sería un sedante para apaciguar el debate ideológico en que cada día contiendan con furia los doctores Gustavo Aldereguía y Jesús María Bouza.
Pero no. Hoy el kilowatt está barato y la medida perdería gran parte de su eficacia. Es mejor aprobar la recomendación del clínico inglés.
¡Oh, sí! Los médicos deben pagar el sepelio de sus clientes. Este consejo de un gran clínico de Inglaterra debe convertirse en un decreto ley del Gobierno Revolucionario, con objeto de propiciar aguzadamente-el estímulo de las investigaciones médicas.
Yo, que soy un hombre prudente —porque en el tratamiento de la gripe continúo siéndole fiel al cloruro de amoníaco y al jarabe de codeína—, antes de proponer que sea aceptado ese consejo y transformado en ley de la República, he querido asesorarme con la Facultad.
Acudí junto a un médico ilustre cuya ciencia y cuyo saber admiro desde hace mucho tiempo. Me recibió como siempre, cordial y afable. Resumió para mi contento un episodio inédito de la vida de Máximo Gómez sobre el cual adiestra su erudición, Me recitó, de paso, para imbuirme de ritmos eternos, una estrofa de las “Fiestas Galantes” de Verlaine. Me explicó los síndromes esenciales del cáncer en la cabeza del páncreas. Me contó sus éxitos crecientes en el dominó y evocó una partida lejana en que él y yo, de compañero: demoliéramos a un académico y a un colono.
Y me dijo finalmente: —Creo los médicos deben pagar el sepelio de sus clientes. Es el rescate obligatorio de una terapéutica que falla. Pero en el decreto-ley del gobierno Revolucionario donde eso se establezca, debe hacerse una aclaración: el médico escogerá el tipo de entierro. Porque de los contrario el beneficio podría perderse.
Solicité un esclarecimiento de estas palabras y mi ilustre amigo añadió: —Hombre, sí. Yo tengo un espíritu inclinado a lo decorativo. Sé que mis servicios fúnebres estarían llenos de majestad y de brillantez. Los sepelios de hoy son chatos y vulgares como una chancleta de baño. Y lo primero que yo haría – cuando me llegara la hora de pagar los funerales de un cliente, sería restablecer el zacateca de antaño, con su casaca vistosa, con su tricornio solemne, para lograr de una manera que la terapéutica, al fin se convirtiera nuevamente en una bella cosa.
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