Hacía dos años que se había casado y hacía años que su marido se proponía aniquilarla. Yo creo en un principio, que se trataba solamente de una especie de opresión intelectual y moral. Pero ella precisó su marido quería matarla.
Con respecto a esto, me contó una historia me pareció embrollada. Esta princesa de leyenda conoció a maravilla los rincones de la ley concernientes a las herencias. Su relato no tardó en darme la certeza de que me encontraba en presencia de un ser que el destino perseguía, que su familia había siempre educado con un rigor fiero, y que no había encontrado en mi antiguo camarada más que un amo más implacable todavía mientras tanto llegaba a convertirse en su verdugo.
Yo estaba trastornado por esta inocente víctima, casi resignada al destino, que me contaba plácidamente su angustia en aquella nocturna soledad, sin ni siquiera esforzarse para solicitar mi apoyo.
Ella concluyó:
—Qué quiere usted. . . Es espantoso. . . Pero, ¿cómo hacer? Yo sé muy bien que un día me suprimirá. Es suficiente un paso en falso al borde de uno de esos acantilados a donde él me conduce ahora. No espero ya nada de la vida. Ella es para mí un infierno. No me importa morir.
***
Al día siguiente, de mañana, acompañé a mi camarada hasta el auto. La avería era más grave de lo que él pensaba. Era necesaria una pieza de recambio. Y había que enviar a buscarla a la ciudad, a casa del mecánico. Imposible reanudar el viaje antes de cuarenta y ocho horas.
Al volver hacia mi casa, pasamos cerca de una pequeña caleta, por donde un arroyuelo desembocaba en el mar. Franqueamos un puente improvisado y costeamos el sendero de la playa. De repente, mi compañero divisó, del otro lado de aquella escotadura de arena, que penetraba por entre las rocas como un estuario, unos altísimos y hermosos cardos azulados que habían brotado allí a pesar del viento .
—¡Oh!—dijo—, ¡cómo le gustan a ella esas flores! |Voy a cortarlas y se las llevaré.
Confieso que me indigné ante tal rasgo de cinismo. ¿Qué necesidad tenía él, aquel torturador cauteloso, aquel hombre implacable, de fingir de aquella manera el sentimentalismo? Había allí un exceso de hipocresía que me inspiró una especie de disgusto.
Descendió el escarpado sendero y posó el pie sobre la arena, para ganar la orilla de aquel golfo minúsculo.
En aquel instante, mi corazón se puso a latir violentamente. Aquella arena era conocida en todo el contorno como uno de los lugares más peligrosos de la costa. Firme por las orillas, se hacía de repente falsa y movediza, hasta el punto de engullir, de absorber sin remisión al imprudente extraviado sobre aquella playa aparentemente inocente. Miré a mi alrededor. Ni un solo testigo. Y la idea me vino tenaz: que si yo no hablaba, si yo no advertía nada, el hombre iba a continuar su marcha y desaparecería, de repente, tragado por aquel disimulado abismo de traidora arena… Tuve una horrible duda. ¿Debía gritar, prevenir y salvar al aventurado? ¿Debía callar y salvar a la desgraciada? Puse la mano sobre mis ojos, prolongando la disputa de mi conciencia.
Cuando miré de nuevo, vi que mi compañero levantaba las piernas, alcanzado ya hasta las rodillas por el lodo mortal. Gesticulando, perdió el equilibrio. Lentamente, fue englutido. Su rostro se volvió de mi lado. Gritó. Pero su voz inútil fue tragada por la landa.
La arena llegó hasta su boca. Una mano, durante algún tiempo, se crispó por encima de la tranquila superficie. Después . . . nada . . .
Cuando regresé a mi morada, fue preciso anunciar el drama. La joven mujer recibió la noticia sin emoción. Y, confieso que esa falta de reacción me causó sorpresa.
Esa misma tarde me apresté a llevarla al lado de los suyos.
Y fue allí donde conocí la horrible verdad . . . Ella estaba loca, de una dulce locura de persecución. Su marido, lleno de ternura, había hecho todo lo posible para sustraerla del encierro del asilo.
Yo me había creído un justiciero. Pero no había sido más que un asesino.
FIN
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