El inventor de SHERLOCK HOLMES

Written by Libre Online

5 de septiembre de 2023

Por Esteban Salazar Chapela (1954)

Las figuras de ficción literarias que todos los ingleses-incluso los más apartados de las letras, los obreros, el granjero- conocen y nombran alguna vez cuando viene a cuento son cuatro nada más: Romeo, Shylock, Robinson Crusoe y Sherlock Holmes. Otros personajes literarios universales, ingleses y de otras partes, como Hamlet, Don Juan, Don Quijote, ya son nombrados únicamente por britanos de cierta cultura. De los cuatro más populares mencionados el más famoso es el último: Sherlock Holmes. 

Nombrar aquí Baker Street es nombrar la calle del gran detective; un topógrafo muy escrupuloso, Ernest Short, nos demostró hace tiempo con sus diagramas correspondientes que Holmes vivió justamente en el número 119 actual de aquella calle; en un mews cercano al 119 (mews: antiguos patios de caballerizas convertidos hoy en breves callejas, algunas de ellas muy distinguidas) se le ha puesto el nombre de Sherlock; últimamente se reconstruyó en una habitación de Baker Street, a modo de museo, el despacho del personaje… ¿Qué ente de ficción de la literatura universal ha llegado a tanto? ¿Existe en Buenos Aires la avenida Martin Fierro? ¿Existe en Madrid la glorieta de Don Quijote? ¿Existe en París el bulevar Tartufo?

Conan Doyle dijo más de una vez que su afortunado personaje le había sido inspirado por el doctor Joseph Bell, cirujano y profesor en un hospital de Edimburgo. Durante sus estudios de medicina Doyle fue una temporada algo así como secretario de aquel profesor extraño y pintoresco, cuya estampa física anticipaba ya la del detective: delgado, moreno, de nariz aquilina, los ojos grises 

penetrantes y una voz más bien alta y un tanto estridente.

Pero no sólo la estampa: en el doctor Bell encontró también el novelista aquel poder deductivo que había de ser después una de las prendas más maravillosas de Holmes.

“Señores-explica el doctor Bell a sus alumnos delante de un enfermo. Yo no estoy seguro si este hombre es un taponero o un pizarrero. He observado ciertas durezas o callosidades en sus dedos índice y pulgar, lo cual es signo indubitable de ser una cosa u otra”. Entraba otro enfermo, el doctor Bell lo miraba de arriba abajo, se informaba de su dolencia y luego le decía: 

-Bien, hombre bien: usted ha servido en el Ejército…

-Si, señor.

-Y ha sido licenciado hace poco…

-Si señor.

-Ha estado usted en un regimiento escocés…

-Si, señor

-De suboficial…

-Si, señor.

-Estacionada en Barbados…

-Si, señor

-Ahí tienen ustedes-explicaba Bell volviéndose a sus alumnos. Este es un hombre respetable pero no se ha quitado el sombrero. En el ejército no se lo quitan. Hubiera podido aprender los modos civiles, pero tengan ustedes en cuenta que ha sido licenciado hace poco. Posee aire de autoridad, de suboficial; indubitablemente es un escocés. Y por lo que hace a Barbados la deducción era fácil desde que sabemos que el sujeto padece elefantiasis, dolencia que no es británica sino de la India Occidental.

El doctor Bell describía su método clínico en estilo de Sherlock Holmes: “La precisa inteligente percepción y apreciación de las diferencias menores constituye el factor real y esencial de todo buen diagnóstico”.

Como siempre ocurre en la literatura novelesca, Bell fue sólo para Arthur Conan Doyle un punto de partida en la invención de su personaje. Casi todos los novelistas del mundo han operado y siguen operando de la misma manera: sobre un dato o varios datos de una persona real (que muchas veces en los novelistas muy subjetivos, como fue el caso de Lawrence, son datos del propio novelista) el autor monta su personaje como si vistiera un armazón. Turgwenev decía a este propósito que el novelista no podía dar vida y plasticidad a su personaje si no tenía ante sus ojos una figura semejante del mundo real. 

En cuanto al nombre – Sherlock Holmes- del detective, Conan Doyle no lo fijó del todo sin antes examinar y rechazar otros varios: Herringford Holmes, Herrington Hope…

Al fin Doyle se decidió por Sherlock Holmes, elección que no podemos por menos de agradecerle, porque ¿Cómo hubiera podido Sherlock Holmes llamarse de otra manera que Sherlock Holmes? Casi estamos seguro de que con otro nombre de pila y con otro apellido Sherlock Holmes no habría sido el mismo ni habría tenido la misma extraordinaria fortuna.

Muchas veces la carrera del literato estuvo determinada por un fracaso en otra profesión distinta a las letras. Si Conan Doyle hubiese sido un médico de buen éxito, con una clínica llena o con muchos enfermos que visitar a domicilio, es lo más probable que el escritor no habría tenido mucho tiempo para escribir ni habría tenido tampoco el estímulo poderoso –la necesidad perentoria – de ganar dinero. Por fortuna para la novela de aventuras Doyle era un médico de escasísima clientela.

“Tengo en Devonshireb Place (escribía el fracasado galeno) dos habitaciones, la de consulta y la de espera. Yo estoy siempre esperando en la sala de consulta y no hay nunca ni un enfermo que espere en la sala de espera”. En esa sala de consulta Doyle no estaba mano sobre mano; antes bien escribía interminablemente. Contaba entonces el escritor con 31 años; había nacido en Edimburgo en 1859.

Hasta su instalación en aquella solitaria consulta londinense (1890) Doyle había intentado repetidas veces “colocar” sus retratos en revistas y editoriales, siempre con poco éxito; de seis historias que enviaba a las revistas solían devolverle cinco. En 1883 consiguió al fin que James Payn le publicara una novela breve en su revista Cornhill. Un crítico saludó esta salida de Conan Doyle con las siguientes palabras: “Este mes publica “Cornhill” un relato que habrá estremecido a Thackeray en su tumba…” Pero otros críticos no fueron tan intransigentes y consideraron la pieza “digna de R.L Stevenson”. Peor fortuna tenía entonces Doyle con las editoriales. En 1884 escribió el novelista The Firm of Girdlestone, novela que no logró publicar hasta mucho tiempo después, cuando ya el escritor disfrutaba de grande fama. 

Esta novela era una mezcla abigarrada de muchas cosas – de muchas cosas innecesarias en el curso de la novela – pero su enredo y sus episodios de acción revelaban ya la inventiva que había de singularizar a Doyle. En 1886 el novelista escribió “A Study in Scarlet”, relato donde aparecía por primera vez Sherlock Holmes.

Doyle estaba tan ilusionado con esta novela y su protagonista que su desencanto no tuvo límites cuando vio que el preciado manuscrito comenzaba a correr con la misma triste suerte que el anterior.

Por fin la casa Ward Lock and Company le tomó la novela histórica, Micah Clarke, que asimismo pasó por las manos de muchos editores antes de que la aceptaran. En esos días Doyle estaba muy aburrido de su mala estrella de escritor. 

“En diez años de labor intensa (se quejaba el novelista) no he ganado cada año más que cincuenta libras escasas…” Pero la fama le esperaba ahora a la vuelta de la esquina. Su Study in Scarlet fue ya muy leído en Inglaterra (pirateado) extraordinariamente en los Estados Unidos. 

Poco después, la casa americana Lippincott enviaba un representante a Londres para contratar obras nuevas y James Payne, director de Cornhill como ya hemos dicho, tenía la generosidad de recomendarle el nombre de Conan Doyle. En la cena a que le invitara aquel representante Doyle tuvo ocasión de conocer a Oscar Wilde. “Esta ha sido una noche estupenda (escribía Conan Doyle en su diario) Con gran sorpresa para mí me encontré con que Wilde había leído mi novela Micah Clarke y la elogiaba con entusiasmo, de modo que no me he sentido allí un intruso. Su conversación (de Wilde) ha dejado en mi mente una impresión imborrable, Wilde sobresalía por encima de todos nosotros y sin embargo tenía el arte de parecer interesado en todo lo que nosotros nos aventurábamos a decir”.

Como consecuencia de aquella cena Wilde escribió para Lippincott The Picture of Dorian Grey, y Doyle The Sing of Four, novela en que Sherlock Holmes aparecía por segunda vez.

Estas dos salidas del celebérrimo detective en novelas extensas le dieron a su autor cierto nombre, pero no la popularidad todavía, La popularidad no vino hasta un año después, cuando Doyle comenzó a publicar sus novelas breves, con Sherlock Holmes de protagonista, en The Strand Magazine. La primera de estas novelas breves fue A Scandal in Bohemia; a ella siguieron A Case of Identity, The Red-Headed League, The Boscombe Valley Mystery. Enseguida el perfil del detective captó el interés público y Sherlock Holmes devino algo así como una persona más de la familia inglesa. 

Doyle comenzó a recibir centenares de cartas –muchas de ellas dirigidas al propio Sherlock Holmes – en las cuales se le pedía consejos sobre algún misterioso crimen, sobre una persona desaparecida o sobre algún problema personal enrevesado, Doyle no tardaba más allá en escribir una de estas novelas, por las notas de su diario podemos seguir perfectamente el ritmo de su labor. El diez de Abril (1890), una semana después de enviar A Scandal in Bohemia, Doyle anotaba: “He enviado A Caso of identity”. El 20 del mismo mes: “He enviado The Red-Headed League”. El 27: “He enviado The Roscombe valley Mystery”.

Un éxito tan considerable y una facundia tan asombrosa representaron enseguida para el autor cuantiosos ingresos, Doyle no perdió tiempo en abandonar su antigua – y para él ingrata – profesión de médico. 

En la primavera de 1891 Doyle ya escribía en su diario: “Al fin voy a ser mi propio dueño, nunca más voy a tener que vestir el hábito profesional ni tener que agradar a nadie” y ese mismo día con singular contento, Doyle arrancaba de su puerta la placa metálica de doctor. Sherlock Holmes seguía, mientras tanto, ganando popularidad en todos los continentes. Al fin, un poco cansado del personaje, el escritor le dio muerte en el número de diciembre (1893) del Strand Magazine. Pero ante este “asesinato” inició para Doyle una etapa de mucho desasosiego. 

Le llovían las cartas particulares pidiéndole la resurrección del Sherlock Holmes. Recibía a diario ofertas de editores, de agentes, de directores de revistas. Algunas personas hasta se atrevieron, anónimamente, a amenazarle. Durante varios años, Doyle no hizo caso de todo esto, pero al fin, en 1901 cedió al clamor popular y Sherlock Holmes volvió a este mundo en la nueva serie titulada The Hound of the Baskerville. Hesketh Pearson, biógrafo de Conan Doyle y asimismo de Bernard Shaw y Oscar Wilde, nos dice que la atracción del gran detective residía en que Sherlock Holmes como Don Quijote, “era el caballero andante que salvaba a los desdichados y luchaba a brazo partido contra las fuerzas negras”. También como Don Quijote, dice Pearson: “Sherlock Holmes tenía su Sancho Panza en la persona del doctor Watson”.

Conan Doyle era físicamente y temperamentalmente todo lo contrario de la idea que tenemos del escritor. Físicamente, Doyle fue siempre un hombre atlético y como tal, aficionado a los deportes (boxeo, cricket, tenis, etc.) 

Temperamentalmente Doyle era un hombre de acción. De esto último deduce Pearson, (aunque, a decir verdad, su deducción no la veo yo muy lógica), el éxito literario de Doyle en todo lo que era acción y su fracaso cuando se proponía dar profundidad a sus escritos. 

Lo que no cabe duda es que el fuerte de Doyle era la inventiva, facultad que muchas veces se da independientemente de las facultades creadoras artísticas (caso de tantos comediógrafos; Muñoz Seca por ejemplo), y que muchas veces también ha sido negada a grandes creadores (caso de Shakespeare). A mí no me parece casualidad que todos los asuntos de Shakespeare menos uno, no fueran de él. 

Es evidente que las actividades de Doyle –deportivas, políticas, etc.– revelaban a un hombre de acción. Asimismo, revelaban a un hombre bien intencionado pero corto, sano, de cuerpo ideal. Muy patriota, leal y amable. Era el hombre medio, dice Pearson. Un crítico de la época afirmaba que Doyle constituía el individuo común británico cuyas opiniones armonizaban con la de la mayoría del país. 

La misma afición final de Doyle por el Espiritismo revela la simplicidad de su alma. Esa afición llegó en los últimos años del novelista a pasión, a locura. Por el Espiritismo, Conan Doyle perdió al fin muchos admiradores y amigos. Perdió el título nobiliario que sin duda le habrían otorgado. Solo le concedieron el “sir”, en 1903 por su defensa de la guerra de los Boers. Perdió mucho dinero, perdió salud y precipitó su propia muerte.

 Justo será decir que ese fanatismo espiritista no privó nunca al novelista de su natural placentero ni de su buen humor. Un día en una de sus conferencias de propaganda Espiritista, Doyle volcó sin querer el vaso que tenía delante y derramó el agua sobre los periodistas que estaban abajo. Cuando terminó la disertación, Doyle escribió a lápiz esta nota que arrojó después a los todavía húmedos: “Bien, sé que no les he convertido a ustedes, pero al menos les he bautizado. 

Londres, abril 1954.

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