El hígado detesta la austeridad

Written by Libre Online

24 de agosto de 2022

Las enfermedades del hígado pueden ser infecciosas, tóxicas o alimenticias.

Las enfermedades infecciosas se deben a un virus.  Dan lugar a una ictericia epidémica que, en general, no presenta ninguna gravedad. La supresión de las grasas (incluyendo la leche) y la absorción por vía bucal de un desinfectante bastan para provocar su desaparición.

Las enfermedades tóxicas sí suelen ser más graves. Una dosis masiva de fósforo o de arsénico, por ejemplo, puede lesionar definitivamente el tejido hepático. Por el contrario, los venenos ingeridos en pequeñas cantidades no afectan al hígado, que los arroja intactos en la circulación sanguínea. Sus efectos nocivos se manifiestan entonces en los órganos más débiles.

Pero las enfermedades graves del hígado no se deben a los virus ni a los productos tóxicos. Las provoca un desequilibrio alimenticio, que altera no solamente las células hepáticas, sino también los tejidos conjuntivos que sostienen al órgano. El alcohol es el principal agente de esa enfermedad. Sin embargo, su acción no es tóxica. En apariencia es bien tolerado por el hígado. Pero, para ser transformado por el sometido a un régimen de sobrealimentación. Solo puede curar si pone a disposición de su hígado grandes cantidades de vitaminas, capaces de disolver las grasas que se han depositado en las células hepáticas, complicado laboratorio químico que es el hígado, es indispensable la presencia de grandes cantidades de vitaminas. Ahora bien, esas vitaminas sirven generalmente para la fabricación de los prótidos y los lípidos, es decir, los derivados de las carnes y las grasas. Al ser utilizadas para la combustión del alcohol, se apartan de su función normal, y el organismo deja de recibir los productos del trabajo del hígado que más necesarios le son.  Por otra parte, en espera de ser transformadas, las grasas se depositan en el interior de las células hepáticas, con lo que dan lugar a la esclerosis de los tejidos conjuntivos cercanos. Esos tejidos proliferan entonces, comprimiendo al hígado y a los vasos sanguíneos. Debido a eso, la sangre no penetra en cantidad suficiente en el hígado. Se estaciona en el intestino, y de ahí la formación de várices cuya perforación puede tener por consecuencia graves hemorragias.

Esta enfermedad se llama cirrosis hepática. En los países fríos se debe casi exclusivamente a un consumo excesivo de bebidas alcohólicas, pero en las regiones tropicales y en los climas malsanos puede tener también otras causas.

Para combatirla se precisa, en primer lugar, suprimir la causa, que casi siempre es el alcohol.

Hace veinte años los médicos creían poder curar el hígado disminuyendo su trabajo. Así, prescribían a los hepáticos  un régimen alimenticio muy ligero. En realidad hambreaban inútilmente al enfermo. En caso de indigestión, en medida favorece al estómago; el hígado, por el contrario, detesta la austeridad. Por supuesto, el régimen alimenticio debe estar desprovisto  de grasas en lo posible. Más como hemos dicho, el tratamiento del hígado consiste, en primer lugar, en crear una compensación de las sustancias de que ha sido privado el órgano (privación que es la causa del desequilibrio). Contrariamente a lo que muchos creen, los excesos alimenticios (a condición de que los alimentos sean variados y de buena calidad) nunca han provocado una enfermedad del hígado. Por el contrario: la obesidad es una prueba del buen funcionamiento del hígado.

Así, pues, son dos las maneras de crear dificultades al hígado: obligarlo a transformar grandes cantidades de alcohol y negarle los materiales que le son necesarios.

En relación con este órgano, es inútil esperar milagros de la medicina moderna. Para el hígado no hay más que una “droga milagrosa”: el régimen alimenticio equilibrado.

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