El fusilamiento de los estudiantes de Medicina. OCHO ESTUDIANTES Y LA HISTORIA de un Consejo de Guerra

Written by Libre Online

21 de noviembre de 2022

Triste, lamentable y esencialmente repugnante es el acto que me concede la honra de comparecer y elevar mi humilde voz ante este respetable tribunal.

La figura delgada y noble, pero firme y erecta de Federico Capdevila, se alzaba frente aquel Consejo de Guerra formado por jefes y oficiales del Ejército español, que juzgaba a cuarenta y cinco estudiantes de Medicina. Su palabra se hacía más honda y emocionada a medida que avanzaba el careo entre el ilustre capitán en calidad de defensor y el fiscal, más sin dejar de fustigar como látigo de justicia y verdad a los que pedían ver correr la sangre de aquellos inocentes.

—Reunido por primera vez este tribunal en esta fidelísima Antilla, por la fuerza, por la violencia y por el frenesí de un puñado de revoltosos (pues ni aun de fanáticos puede conceptuárseles), que hollando la equidad y la justicia y pisoteando el principio de autoridad, abusando de la fuerza, quieren sobreponerse a la sana razón, a la ley. Nunca, jamás en mi vida, podré conformarme con la petición de un caballero fiscal que ha sido impulsado, impelido a condenar involuntariamente, sin convicción, sin prueba alguna, sin fecha, sin el más leve indicio sobre el ilusorio delito que únicamente de voz pública se ha propalado.

—No hay tal falta de convicción, de prueba y de fecha como dice el señor defensor. ¿Es que para usted no cuentan las declaraciones que contiene el sumario de esta causa, emitidas aquí? -Interrumpe a Capdevila el fiscal. Para después, ya tomada la palabra, continuar:

—En la mañana del día 25 el Gobernador de La Habana, Dionisio López Robert, acompañado del agente policíaco Araujo, se presentó en el Cementerio indagando lo hecho allí por los estudiantes dos días antes, o sea, el 23.

—Y ¿a qué se debió la presencia del señor Gobernador en el Cementerio de Espada el 35, cuando el supuesto delito se produjo dos días antes? ¿Por qué no acudió el mismo día, ya que según se sabe los estudiantes estuvieron en el Cementerio en la mañana del 23?

—Porque hasta entonces no se produjo la denuncia por parte del celador de la Necrópolis, Vicente Cobas, quien declaró por escrito y verbalmente aquí con posterioridad, que los estudiantes habían rayado el cristal del nicho donde reposan los restos de don Gonzalo Castañón, cuya denuncia consta en acta judicial y en el sumario de esta causa. Debía resultar suficiente para esta sala, así debía reconocerlo el señor defensor, éste y el hecho cierto de que el profesor de la cátedra de primer año, doctor Valencia, no se opuso a que el curso todo fuera reducido a prisión, como si en verdad tuviera conocimiento del grave sacrilegio cometido.

—Señores —dice Capdevila— desde la apertura del sumario he presenciado, he oído la lectura del parte, declaraciones y cargos verbales hechos, y, o yo soy muy ignorante, o nada absolutamente encuentro de culpabilidad. El hecho de la denuncia del celador del cementerio no prueba nada, y sí, en cambio, se encuentra el carácter de venganza que quiere darse al simple hecho de unos muchachos jugando con un carro para la conducción de cadáveres. Si la muerte de don Gonzalo Castañón se hubiera producido en forma distinta, o sea que no fuera muerto en cuestión personal con el cubano Mateo Orozco en Cayo Hueso, este Consejo de Guerra no estaría reunido aquí hoy, ya que la denuncia del celador Cobas no se hubiera producido. El señor fiscal pregunta si esa denuncia y el consentimiento del profesor Valencia que fuera encarcelado todo su curso no es suficiente para comprobar el delito. Yo le digo que NO. No lo es, porque se han recogido esas versiones y en cambio nada de la enérgica y cívica actitud del catedrático doctor Manuel Sánchez Bustamante, que supo, valiente y noblemente, defender a sus discípulos, negándose a que fuera reducidos a prisión, cuando López Robert se presentó en la cátedra y acusó a los alumnos de ese segundo curso de Medicina de profanadores. Además, señores, está la respuesta dada por el propio Robert por el capellán del cementerio, presbítero Rodríguez, cuando se le interrogó. El padre Rodríguez lo declaró personalmente que esas rayas, cubiertas por el polvo y la humedad, las había visto hacía mucho tiempo y, por lo tanto, no podían suponerse hechas en esos días por los estudiantes. Y ahora soy yo, como defensor de estos niños, así los llamo porque para mí lo son, el que pregunto: ¿no bastan estos argumentos más que suficientes para la absolución de mis defendidos? Sí que bastan.

CAPDEVILA FIRME

Quedó Capdevila firme ante aquel Consejo, demasiado emocionado para continuar su brillante oración y, además, porque el fiscal en ese momento se levantó para concluir su turno en aquella sala.

—Después de escuchar las manifestaciones del defensor y ya que a éste aún le queda el derecho de ocupar el último turno en este Consejo, como no quiere cansar la atención de los señores oficiales y jefes, voy a referir, dando por terminada mi intervención, cómo se produjeron los hechos el citado día 23 próximo pasado. Que sea el Tribunal quien dé contestación a la pregunta lanzada por el capitán defensor Capdevila. Los estudiantes Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos Medina y Pascual Rodríguez llegaron en la mañana del repetido día 23 al anfiteatro San Dionisio donde tendría lugar la clase de disección, con otro grupo de alumnos del primer curso de Medicina. Viendo que aún no había llegado el catedrático encargado de esa clase, decidieron los antes citados buscar un motivo de entretenimiento y éste fue encaminarse al Cementerio de Espada por una galería que separa el anfiteatro del Cementerio. 

Allí utilizaron un carro para la conducción de cadáveres en el cual recorrieron todo el camposanto. Alonso Álvarez de la Campa, de diecisiete años, tomó una flor y dicen que de una tumba cualquiera. Ahora yo digo, ¿cómo afirmar que ellos no rayaron el cristal de la tumba de Castañón si recorrieron todo el Cementerio con ese carro? No, ellos rayaron ese cristal y la flor fue seguramente tomada de la tumba de Castañón, en lugar de una cualquiera como se quiere hacer ver. 

Además, porque no esperaron la llegada del profesor en el propio anfiteatro como hicieron muchos de sus compañeros de curso en lugar de ir al Cementerio Fue, sin discusión, un hecho premeditado y de franca ofensa a la memoria de un muerto y a España. Que sean ustedes, señores del tribunal, los que digan la última palabra en este hecho sacrilegio y cuya palabra no puede ser otra que ¡culpables!

—Voy a referir un hecho que se produjo ayer mismo para probar que todo esto no es más que una bochornosa venganza y de cuyo incidente debe tener conocimiento este tribunal —empezó diciendo Federico Capdevila serenamente al hacer uso de su turno final en la sesión histórica de aquel Consejo de Guerra de 1871, que juzgaba a cuarenta y cinco estudiantes de un supuesto delito de profanación-.

DESFILE DE VOLUNTARIOS

En la mañana de ayer, día 26, los voluntarios de La Habana en número de doce mil desfilaron ante el general segundo cabo, don Romualdo Crespo, gritando: «iViva España y mueran los traidores!» Para demostrar el carácter de venganza que quiere darse a esta acusación diré que los primeros gritos salieron del quinto batallón y de la compañía de Felipe Alonso, compañero de Castañón en su viaje a Cayo Hueso y de López Robert en su investigación en el anfiteatro de   San Dionisio. Significativo, ¿verdad, señores? Si que lo es y mucho, agrego yo. Pero hay más. 

Terminada la parada y en lugar de retirarse, los voluntarios recorrieron, ellos sí que recorrieron y no los estudiantes el Cementerio en el carro, como dice el fiscal, las calles en manifestación, y llegada la noche se presentaron frente al edificio donde sus futuras víctimas esperaban y padecían un encierro injusto y criminal. Alaridos de muerte salían de la garganta de esos voluntarios, sonando clarines y doblando tambores continuaron después a la Plaza de Armas, donde pidieron a Crespo la cabeza de los presos. Pedían la cabeza de unos niños, señores, y aún la siguen pidiendo en este momento. 

Doloroso y altamente sensible me es que los que se llaman voluntarios de La Habana hayan resuelto ayer y hoy dar su mano a los sediciosos de la Comuna de París, pues pretenden irreflexivamente   convertirse en asesinos, y lo conseguirán si el tribunal, a quien suplico e imploro, no obra con la justicia, con la equidad y la imparcialidad de que está revestido. 

Si es necesario que nuestros compatriotas, nuestros hermanos, bajo el pseudónimo de voluntarios, nos inmolen, será una gloria, una corona por parte nuestra para la nación española; seamos inmolados, sacrificados; pero débiles, injustos, asesinos, ¡jamás! De lo contrario será un borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer. ¿Saben ustedes, señores, con qué alimentaban su entusiasmo criminal esos hombres? Pues con libaciones de alcohol. Estaban ebrios, borrachos de odio.

Federico Capdevila, el defensor de los estudiantes, tuvo que detenerse. Su rostro, a pesar de ser un frío día de noviembre, se hallaba cubierto de sudor. El calor de la oración que elevaba para que llegara más al conocimiento divino que a los oídos de los miembros del tribunal, el cual sabía era sordo a cuanta defensa se hiciera de los estudiantes, lo había ahogado. Después de unos minutos concluyó:

—Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra como caballero y mi pundonor como oficial es amparar y proteger al inocente, y lo son mis cuarenta y cinco defendidos; defender s esos niños que apenas han salido de la pubertad y entrado en esa edad juvenil en que no hay odios, no hay venganzas, no hay pasiones, que es una edad en que, como las pobres e inocentes mariposas, revolotean de flor en flor, aspirando su esencia, su aroma, su perfume, viviendo sólo de quiméricas ilusiones. ¿Qué van ustedes a esperar de un niño? ¿Puede llamárseles, juzgárseles como a hombres a los catorce, diecisiete y dieciocho años, poco más o menos? No; pero en la admisible suposición de que se les juzgue como hombres, ¿dónde está la acusación? ¿Dónde el delito que se les acrimina y supone?

—Antes de entrar en la sala había oído infinitos rumores sobre que los estudiantes de Medicina habían cometido desacatos y sacrilegios en el Cementerio; pero en honor a la verdad, nada aparece en las diligencias sumarias. ¿Dónde consta el delito, ese desacato sacrilegio? Creo y…

La oración de Capdevila es interrumpida por un grito cobarde, falto de razón y respeto a la clase que él representaba, emitido por uno de los oficiales del Consejo:

—¡Traidor!

La figura delgada de Capdevila, con su rostro pálido y contraído, pero sereno, se adelantó hacia la mesa del tribunal y su mano cruzó el rostro del oficial que lo había insultado. Una gran conmoción siguió a la acción del defensor y ambos hombres se llevaron la mano a sus revólveres de reglamento.

La rápida intervención de los demás miembros de la sala evitó que corriera la sangre, como horas después correría la de los ocho estudiantes.

Ya Capdevila no tenía dudas: los estudiantes no serían absueltos. Pero con la misma fe de quien se sabe maneja los hilos de la verdad, concluyó su noble defensa con estas palabras:

-Como decía, estoy completamente convencido de la inocencia de mis defendidos y lo contrario sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos señores: ante todo somos honrados militares, somos caballeros; el honor es nuestro patrimonio, nuestro orgullo, nuestra divisa; y con España siempre honra, siempre nobleza, siempre hidalguía; pero jamás pasiones, bajezas al miedo. 

El militar pundonoroso muere en su puesto; pues bien, que nos asesinen, más los hombres de orden, de sociedad, las naciones, nos dedicarán un opúsculo, una inmortal memoria. He dicho.

Salió Capdevila de aquella sala sin volver el rostro, sin esperar el fallo, que, por demás, ya sabía él cual era: 

«¡Culpables!»

Un como silencio de algo trágico rodeaba a la ciudad de La Habana la tarde de ese día 27 de noviembre de 1871, poco más de las cuatro de la tarde. Un viento frío de finales de otoño alejaba a las gentes de las aceras sin resguardo en el Paseo del Prado y las hacía buscar los portales amplios de la Acera del Louvre. Un militar de graduación. Nicolás Estévanez, paseaba en esos momentos por ese lugar, cuando el eco de una descarga de fusiles atronó el espacio. Se detuvo en seco éste y sorprendido inquirió el motivo de aquellas detonaciones:

– ¿Qué sucede? ¿Por qué esos disparos?

-Están fusilando a los estudiantes, señor.

—¿Cómo a los estudiantes? Pero si esta mañana el Consejo de Guerra que los juzgó los condenó a años de prisión, no a ser fusilados. ¿Quién ordenó la revocación de ese fallo?

-Fue a presión de los voluntarios.

hacía mucho tiempo y, por lo tanto, no podían suponerse hechas en esos días por los estudiantes. Y ahora soy yo, como defensor de estos niños, así los llamo porque para mí lo son, el que pregunto: ¿no bastan estos argumentos más que suficientes para la absolución de mis defendidos? Sí que bastan.

CAPDEVILA FIRME

Quedó Capdevila firme ante aquel Consejo, demasiado emocionado para continuar su brillante oración y, además, porque el fiscal en ese momento se levantó para concluir su turno en aquella sala.

—Después de escuchar las manifestaciones del defensor y ya que a éste aún le queda el derecho de ocupar el último turno en este Consejo, como no quiere cansar la atención de los señores oficiales y jefes, voy a referir, dando por terminada mi intervención, cómo se produjeron los hechos el citado día 23 próximo pasado. Que sea el Tribunal quien dé contestación a la pregunta lanzada por el capitán defensor Capdevila. Los estudiantes Bermúdez, Ángel Laborde, José de Marcos Medina y Pascual Rodríguez llegaron en la mañana del repetido día 23 al anfiteatro San Dionisio donde tendría lugar la clase de disección, con otro grupo de alumnos del primer curso de Medicina. Viendo que aún no había llegado el catedrático encargado de esa clase, decidieron los antes citados buscar un motivo de entretenimiento y éste fue encaminarse al Cementerio de Espada por una galería que separa el anfiteatro del Cementerio. 

Allí utilizaron un carro para la conducción de cadáveres en el cual recorrieron todo el camposanto. Alonso Álvarez de la Campa, de diecisiete años, tomó una flor y dicen que de una tumba cualquiera. Ahora yo digo, ¿cómo afirmar que ellos no rayaron el cristal de la tumba de Castañón si recorrieron todo el Cementerio con ese carro? No, ellos rayaron ese cristal y la flor fue seguramente tomada de la tumba de Castañón, en lugar de una cualquiera como se quiere hacer ver. 

Además, porque no esperaron la llegada del profesor en el propio anfiteatro como hicieron muchos de sus compañeros de curso en lugar de ir al Cementerio Fue, sin discusión, un hecho premeditado y de franca ofensa a la memoria de un muerto y a España. Que sean ustedes, señores del tribunal, los que digan la última palabra en este hecho sacrilegio y cuya palabra no puede ser otra que ¡culpables!

—Voy a referir un hecho que se produjo ayer mismo para probar que todo esto no es más que una bochornosa venganza y de cuyo incidente debe tener conocimiento este tribunal —empezó diciendo Federico Capdevila serenamente al hacer uso de su turno final en la sesión histórica de aquel Consejo de Guerra de 1871, que juzgaba a cuarenta y cinco estudiantes de un supuesto delito de profanación-.

DESFILE DE VOLUNTARIOS

En la mañana de ayer, día 26, los voluntarios de La Habana en número de doce mil desfilaron ante el general segundo cabo, don Romualdo Crespo, gritando: «iViva España y mueran los traidores!» Para demostrar el carácter de venganza que quiere darse a esta acusación diré que los primeros gritos salieron del quinto batallón y de la compañía de Felipe Alonso, compañero de Castañón en su viaje a Cayo Hueso y de López Robert en su investigación en el anfiteatro de   San Dionisio. Significativo, ¿verdad, señores? Si que lo es y mucho, agrego yo. Pero hay más. 

Terminada la parada y en lugar de retirarse, los voluntarios recorrieron, ellos sí que recorrieron y no los estudiantes el Cementerio en el carro, como dice el fiscal, las calles en manifestación, y llegada la noche se presentaron frente al edificio donde sus futuras víctimas esperaban y padecían un encierro injusto y criminal. Alaridos de muerte salían de la garganta de esos voluntarios, sonando clarines y doblando tambores continuaron después a la Plaza de Armas, donde pidieron a Crespo la cabeza de los presos. Pedían la cabeza de unos niños, señores, y aún la siguen pidiendo en este momento. 

Doloroso y altamente sensible me es que los que se llaman voluntarios de La Habana hayan resuelto ayer y hoy dar su mano a los sediciosos de la Comuna de París, pues pretenden irreflexivamente   convertirse en asesinos, y lo conseguirán si el tribunal, a quien suplico e imploro, no obra con la justicia, con la equidad y la imparcialidad de que está revestido. 

Si es necesario que nuestros compatriotas, nuestros hermanos, bajo el pseudónimo de voluntarios, nos inmolen, será una gloria, una corona por parte nuestra para la nación española; seamos inmolados, sacrificados; pero débiles, injustos, asesinos, ¡jamás! De lo contrario será un borrón que no habrá mano hábil que lo haga desaparecer. ¿Saben ustedes, señores, con qué alimentaban su entusiasmo criminal esos hombres? Pues con libaciones de alcohol. Estaban ebrios, borrachos de odio.

Federico Capdevila, el defensor de los estudiantes, tuvo que detenerse. Su rostro, a pesar de ser un frío día de noviembre, se hallaba cubierto de sudor. El calor de la oración que elevaba para que llegara más al conocimiento divino que a los oídos de los miembros del tribunal, el cual sabía era sordo a cuanta defensa se hiciera de los estudiantes, lo había ahogado. Después de unos minutos concluyó:

—Mi obligación como español, mi sagrado deber como defensor, mi honra como caballero y mi pundonor como oficial es amparar y proteger al inocente, y lo son mis cuarenta y cinco defendidos; defender s esos niños que apenas han salido de la pubertad y entrado en esa edad juvenil en que no hay odios, no hay venganzas, no hay pasiones, que es una edad en que, como las pobres e inocentes mariposas, revolotean de flor en flor, aspirando su esencia, su aroma, su perfume, viviendo sólo de quiméricas ilusiones. ¿Qué van ustedes a esperar de un niño? ¿Puede llamárseles, juzgárseles como a hombres a los catorce, diecisiete y dieciocho años, poco más o menos? No; pero en la admisible suposición de que se les juzgue como hombres, ¿dónde está la acusación? ¿Dónde el delito que se les acrimina y supone?

—Antes de entrar en la sala había oído infinitos rumores sobre que los estudiantes de Medicina habían cometido desacatos y sacrilegios en el Cementerio; pero en honor a la verdad, nada aparece en las diligencias sumarias. ¿Dónde consta el delito, ese desacato sacrilegio? Creo y…

La oración de Capdevila es interrumpida por un grito cobarde, falto de razón y respeto a la clase que él representaba, emitido por uno de los oficiales del Consejo:

—¡Traidor!

La figura delgada de Capdevila, con su rostro pálido y contraído, pero sereno, se adelantó hacia la mesa del tribunal y su mano cruzó el rostro del oficial que lo había insultado. Una gran conmoción siguió a la acción del defensor y ambos hombres se llevaron la mano a sus revólveres de reglamento.

La rápida intervención de los demás miembros de la sala evitó que corriera la sangre, como horas después correría la de los ocho estudiantes.

Ya Capdevila no tenía dudas: los estudiantes no serían absueltos. Pero con la misma fe de quien se sabe maneja los hilos de la verdad, concluyó su noble defensa con estas palabras:

-Como decía, estoy completamente convencido de la inocencia de mis defendidos y lo contrario sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos señores: ante todo somos honrados militares, somos caballeros; el honor es nuestro patrimonio, nuestro orgullo, nuestra divisa; y con España siempre honra, siempre nobleza, siempre hidalguía; pero jamás pasiones, bajezas al miedo. 

El militar pundonoroso muere en su puesto; pues bien, que nos asesinen, más los hombres de orden, de sociedad, las naciones, nos dedicarán un opúsculo, una inmortal memoria. He dicho.

Salió Capdevila de aquella sala sin volver el rostro, sin esperar el fallo, que, por demás, ya sabía él cual era: 

«¡Culpables!»

Un como silencio de algo trágico rodeaba a la ciudad de La Habana la tarde de ese día 27 de noviembre de 1871, poco más de las cuatro de la tarde. Un viento frío de finales de otoño alejaba a las gentes de las aceras sin resguardo en el Paseo del Prado y las hacía buscar los portales amplios de la Acera del Louvre. Un militar de graduación. Nicolás Estévanez, paseaba en esos momentos por ese lugar, cuando el eco de una descarga de fusiles atronó el espacio. Se detuvo en seco éste y sorprendido inquirió el motivo de aquellas detonaciones:

– ¿Qué sucede? ¿Por qué esos disparos?

-Están fusilando a los estudiantes, señor.

—¿Cómo a los estudiantes? Pero si esta mañana el Consejo de Guerra que los juzgó los condenó a años de prisión, no a ser fusilados. ¿Quién ordenó la revocación de ese fallo?

-Fue a presión de los voluntarios.

perfume, viviendo sólo de quiméricas ilusiones. ¿Qué van ustedes a esperar de un niño? ¿Puede llamárseles, juzgárseles como a hombres a los catorce, diecisiete y dieciocho años, poco más o menos? No; pero en la admisible suposición de que se les juzgue como hombres, ¿dónde está la acusación? ¿Dónde el delito que se les acrimina y supone?

—Antes de entrar en la sala había oído infinitos rumores sobre que los estudiantes de Medicina habían cometido desacatos y sacrilegios en el Cementerio; pero en honor a la verdad, nada aparece en las diligencias sumarias. ¿Dónde consta el delito, ese desacato sacrilegio? Creo y…

La oración de Capdevila es interrumpida por un grito cobarde, falto de razón y respeto a la clase que él representaba, emitido por uno de los oficiales del Consejo:

—¡Traidor!

La figura delgada de Capdevila, con su rostro pálido y contraído, pero sereno, se adelantó hacia la mesa del tribunal y su mano cruzó el rostro del oficial que lo había insultado. Una gran conmoción siguió a la acción del defensor y ambos hombres se llevaron la mano a sus revólveres de reglamento.

La rápida intervención de los demás miembros de la sala evitó que corriera la sangre, como horas después correría la de los ocho estudiantes.

Ya Capdevila no tenía dudas: los estudiantes no serían absueltos. Pero con la misma fe de quien se sabe maneja los hilos de la verdad, concluyó su noble defensa con estas palabras:

-Como decía, estoy completamente convencido de la inocencia de mis defendidos y lo contrario sólo germina en la imaginación obtusa que fermenta en la embriaguez de un pequeño número de sediciosos señores: ante todo somos honrados militares, somos caballeros; el honor es nuestro patrimonio, nuestro orgullo, nuestra divisa; y con España siempre honra, siempre nobleza, siempre hidalguía; pero jamás pasiones, bajezas al miedo. 

El militar pundonoroso muere en su puesto; pues bien, que nos asesinen, más los hombres de orden, de sociedad, las naciones, nos dedicarán un opúsculo, una inmortal memoria. He dicho.

Salió Capdevila de aquella sala sin volver el rostro, sin esperar el fallo, que, por demás, ya sabía él cual era: 

«¡Culpables!»

Un como silencio de algo trágico rodeaba a la ciudad de La Habana la tarde de ese día 27 de noviembre de 1871, poco más de las cuatro de la tarde. Un viento frío de finales de otoño alejaba a las gentes de las aceras sin resguardo en el Paseo del Prado y las hacía buscar los portales amplios de la Acera del Louvre. Un militar de graduación. Nicolás Estévanez, paseaba en esos momentos por ese lugar, cuando el eco de una descarga de fusiles atronó el espacio. Se detuvo en seco éste y sorprendido inquirió el motivo de aquellas detonaciones:

– ¿Qué sucede? ¿Por qué esos disparos?

-Están fusilando a los estudiantes, señor.

—¿Cómo a los estudiantes? Pero si esta mañana el Consejo de Guerra que los juzgó los condenó a años de prisión, no a ser fusilados. ¿Quién ordenó la revocación de ese fallo?

-Fue a presión de los voluntarios.

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