El entierro del enterrador

Written by Libre Online

9 de mayo de 2023

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Uno de los momentos más felices en la vida de Felipito Dopico sucede el día que sepultan a su mentor y compadre, Generoso Tacoronte. Por supuesto, lo llora como todos los presentes y se conmueve hasta las lágrimas cuando el administrador del cementerio despide el duelo. Al compás del ditirambo mortuorio no puede sortear el recuerdo del jefe. Generoso fue quien, siendo él muy joven, lo adiestra en el oficio de sepulturero.

Felipito resulta tardo para memorizar el abecedario y las tablas de multiplicar y su padre Balbino, que Dios tenga en la gloria, habla con Generoso, amigo de siempre para que emplee al muchacho.

-Generoso, dice la maestra que Felipito es un animal con ropa. Además, es muy jodedor y no lo quieren en la escuela. Tiene quince años y lleva cinco en cuarto grado.

-¿Por qué no lo pones en tu venta de flores? -desconfía el enterrador.

-Para vender flores a la entrada del cementerio hay que tener paciencia y saber de números. Antes de venir a verte lo pensé y hasta lo comenté con mi mujer. Pero ella me dijo que Felipito con su intranquilidad podría chivarnos el negocito.

Generoso contempla de hito en hito a Balbino y con voz socarrona cuestiona.

-Si tú, que eres el padre, no lo quieres contigo; ¿por qué yo debo cargar con él?

-Sé que hace una semana botaste al Tuerto…

-¡Ese era un vago borrachín!

-Ahora estás solo. Felipito es duro como un jiquí y te respeta. Pruébalo, sin darle paga, por unos días. Si al final no te conviene lo sacas… Es un favor…

– ¿Y si tú y Eufemia se encabronan conmigo?

-Ya dije que si no te conviene lo botas. De todas formas, mi vieja y yo quedaremos agradecidos.

Generoso se despoja del gastado sombrero de yarey. Con el dorso de la mano izquierda enjuga el sudor de la frente. Mira en dirección al sol; engurruña los ojos y comenta.

-¡Le zumba el mango este calor! Y eso que agosto acaba de empezar. Todavía tengo que abrir un hueco y limpiar un panteón. Esta tarde, a las cuatro, hay un entierro grande. Pero si da por llover, entonces si estoy frito.

-¿Te mando a Felipito…? -Balbino propone.

A través de las rendijas, gastadas de sol, que protegen los ojos de color pardo, Generoso destapa un brillo de inteligencia.

-¿Qué me dices…? -Balbino insiste.

***

Ambos hombres están parados en medio de la avenida matriz que cruza el cementerio y lo corta en mitades gemelas. Calles angostas, flanqueadas de panteones y tumbas donde los monumentos fúnebres, más antiguos y hermosos, quedan próximos a la verja de acceso y corren paralelos al muro frontal, conspiran por su parecido arquitectónico contra la eficacia del trazado vial.

Laureles añosos, de cuando se construyó la hoy parte vieja; por la época de «las vacas gordas», con sus raíces llenas de tiempo, irrumpen en secciones de tapia; levantan protuberancias de piedra y laceran el repello. Lozas y rejas de algunos panteones, tampoco escapan al empecinamiento de los laureles. Un constante susurro de follaje y hojas, que la brisa desprende, resalta el método caprichoso con que fueron plantados los primeros árboles que el camposanto tuvo.

Con el decursar de los años la villa crece. Alcanza categoría de pueblo importante y después de capital provincial.

Al compás del ritmo demográfico el cementerio también se amplía. El municipio adquiere nuevos terrenos y los límites laterales y traseros se prolongan en varias oportunidades. Calles más amplias, bordeadas de pinos enanos y arbolitos de raíces breves, conservan un patrón de funcionalidad ornamental que no daña o interfiere a los panteones y tumbas de líneas modernas. Infinidad de santos y ángeles de yeso, mármol o piedra llegan para quedarse con miradas de bondad perpetua, oraciones congeladas en labios duros y batir de alas enmudecidas.

El símbolo de la cruz se nutre y las paredes del camposanto se apelotonan de nichos que chismorrean una historia tan larga, individual, semejante y cotidiana que a pocos interesa.

Parejo a esto, al fondo, detrás de la oficina del administrador y en los flancos más alejados, un enjambre de sepulturas pobres da testimonio de una mortuoria división social. Son tumbas con humildes cruces de madera; muchas rodeadas de piedras coloreadas en blanco, azul y verde. En otras, la hierba crece a su antojo. No existen señales demarcadoras y sólo la cruz o un pedazo de ella testifica la presencia de restos humanos. Faltan jardineras de mármol con nombres, fechas y mensajes grabados. Sin embargo, abundan búcaros de cristales baratos; vacíos, rotos o con flores secas y agua corrompida. Las menos muestran flores frescas y una tierra libre de plantas silvestres, que proclaman un sepelio reciente o el amor de un deudo testarudo; ajeno al egoísmo de la muerte.

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