Capítulo XIII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Generoso, pensativo, se rasca la cabeza. El lenguaje del zapatero lo confunde, pero el sentido común hace que argumente.
-Hubieran mandado otra alma.
-Imposible. Inmaculada vino a la vida con la misión de castigar nuestro egoísmo e indiferencia. Para eso se necesita un alma pura y elevada.
-¿Qué boberías estás hablando? -Generoso se irrita.
-Ninguna bobería. Aquí en el Barrio del Cementerio poco nos han importado las injusticias que producen dolor y el olvido no las cura.
Un escalofrío recorre el cuerpo del enterrador.
-Tú y tus brujerías… -simula desdén y moja los labios en el aguardiente.
Román aprieta las mandíbulas. Disculpa el tono del amigo y calmoso replica.
-No soy ningún brujero. Nací con facultades espirituales que no pedí y que realmente hubiese preferido no tener. Ver y conocer antes que los demás hace que sufras por adelantado.
-Es verdad -el sepulturero asiente-. Tampoco pedí ver muertos y los veo. Y eso lo único que me trae son jodederas continuas -por un instante permanece absorto-. ¿Quién convenció al alma para que entrara en el cuerpo de Inmaculada? -la curiosidad lo anima.
El zapatero sonríe ladino. La noche se apropia de la expresión y con acento confidencial dice.
-Los seres tutores me soplaron al oído que era un espíritu goloso. En la reencarnación anterior adoraba los dulces y la miel de abeja.
-Ahora entiendo tu afán por buscar miel y embarrar a Inmaculada. ¡Le jugaste sucio al espíritu! -Generoso exclama y suelta una risa nerviosa.
-No le jugué sucio, porque aunque ya era un alma en vías de elevación, una nueva vida en la tierra la beneficiará en la unión definitiva con la armonía universal.
La explicación turba al enterrador.
-La gente leída y escribida, como tú, cuando hablan enredan la pita -manifiesta y frunce los labios.
-Lo importante es sentir. El entendimiento viene después.
-Bueno… Eso lo puedo entender -Generoso dice inseguro—. Pero lo que si no me cabe en la cabeza es que Inmaculada vino a castigarnos. ¿Castigar qué…? Nunca me he metido con nadie -justifica-. Por la parte que me toca, vivo mi vida y ayudo a todo el que pueda. Siempre y cuando no quieran partirme la siquitrilla -hace la salvedad.
-Hemos sido egoístas e indiferentes -Román recalca.
– ¡ Y sigues con la misma pejiguera!, -el enterrador exclama y evasivo bate el aire nocturno con las manos.
El zapatero sonríe melancólico y la noche se apropia de la expresión.
-El cementerio está lleno de seres asesinados por la injusticia. Y la compasión, si es que en algún momento la llegamos a sentir, fue muy corta -expone con voz pausada-. Aquí fusilaron a ocho estudiantes de medicina. Incluso, algunos vecinos nuestros formaron parte de los voluntarios que pedían la muerte de los jóvenes para desagraviar la memoria de Gonzalo de Castañón. Después apareció Valeriano Weyler y los camiones rusos que, hasta el tope venían llenos con las víctimas de la reconcentración. Los muertos que descargaban los camiones KP3 de Weyler, apestaban a hambre, enfermedad, miseria y desespero. Y no hubo fosa ni tierra que por años, escondiese el mal olor. También hay que sumar el montón de negros que el ejército constitucional mató cuando aquel rollo de la guerra racial. Y, para ponerle la tapa al pomo, el capitán René Rodríguez, en nombre de una extraña revolución vomitó y defecó odio en cada rincón del cementerio hasta que sus propios huesos chocaron con la tierra.
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