El entierro del enterrador

Written by Libre Online

27 de junio de 2023

Capítulo II

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

El cuerpo de Generoso es transportado en hombros. La casa queda detrás del cementerio y Candelaria, la viuda, prefiere no incurrir en gastos innecesarios. Vieja, llena de achaques y compenetrada con la idea de la muerte, opta por salvaguardar los ahorros que destina para su, no lejano, sepelio.

Muerto Generoso y carente de hijos u otros familiares, sólo confía en Felipito y Juana para realizar su más caro anhelo. Ser sepultada en un ataúd blanco y rodeada de flores blancas, como corresponde a toda novia decente.

Candelaria por desconocimiento, anteriormente, jamás se ocupa de pensar en esas cosas. Su existencia ha transitado por un cauce de maltrato, rudeza y analfabetismo que, de tarde en tarde, le permite contemplar fotografías en revistas y periódicos viejos o en estanquillos de venta, pero nunca leer los textos. Cuando se junta con Generoso aguanta el apogeo de la menopausia y aunque no es la primera vez que comparte cama y techo con un hombre, sí desea que la relación con el enterrador constituya el final de la búsqueda.

Las expectativas de un mundo menos hostil y la infalible cuota de felicidad que dioses y profetas prometen le llegan a Candelaria por dos arterias diferentes.

La primera sucede cuando un señor al que Generoso, por años, le ha cuidado el panteón familiar, en prueba de agradecimiento, le obsequia, en perfecto estado, un radio de uso. Candelaria recuerda que la marca del artefacto eléctrico era la del perro que curioso se asoma a la boca de una bocina enorme.

Allí en la caja de madera barnizada, cuyo interior está lleno de bombillos que se prenden y proyectan en el dial una pobre claridad azul, Candelaria abre “las páginas sonoras de La Novela del Aire” y acompaña al “príncipe Tamakún, El Vengador Errante” en una suerte de aventuras y lances amorosos que la hacen comprender la importancia del redimidor vestido nupcial.

La segunda se produce al escuchar los relatos históricos y leyendas religiosas que animan las conversaciones de Aquilino Álvarez Triana, el químico de la licorería «Cuadrado».

Por entonces, Aquilino aún no llega a los treinta años de edad. Es trigueño, delgado, pero de sólida estructura ósea y muscular. Su talla excede la mediana y de modo habitual viste pantalones ajustados, camisas anchas y calza botas altas, dentro de las que guarda una impresionante navaja de afeitar. Tiene mirada castaña; pelo negro y crespo que por falta de atención y corte le cae sobre la frente y la nuca. Es fumador contumaz con un leve temblor de manos y manchas de nicotina en los dientes. También disfruta leer y parafrasear versículos de su manoseada e inseparable biblia de bolsillo mientras paladea, con ánimo de catador, un ron o aguardiente añejado, bajo su dirección, en las bodegas «Cuadrado».

Generoso y Aquilino se conocen de forma inusual. Sucede un atardecer invernal, víspera de Nochebuena, en que una llovizna fría empapa el camposanto y la claridad se fragmenta en sensación lontánica. El enterrador, avivado por los aguardientes que ha tomado durante la jornada, se dispone a cerrar la verja de acceso. Pero antes, como es costumbre, realiza una inspección de rutina. Para su asombro, encima del mármol de un panteón, descubre a una pareja que, a medio vestir, realiza un apasionado encuentro sexual. Profiriendo insultos y amenazas se les abalanza. La joven grita espantada y con las bragas en las manos trata de huir. Esto envalentona a Generoso que apresura el paso y levanta, en gesto amenazador, los puños.

En tanto la joven escapa, el hombre, vuelto de espaldas, se mantiene silencioso y estático, con los brazos abiertos y pendientes, como si todavía retuviera, entre ellos, el cuerpo tibio de la mujer. El calzoncillo y el pantalón se le arrollan encima del calzado, descubriendo dos piernas flacas, peludas y atezadas. El faldón de la camisa blanca, de mangas largas y remangadas a medio brazo, llega hasta los muslos y cubre con desaire sus partes íntimas.

-¡Desorejado te voy a enseñar a respetar a los muertos! -Generoso exclama y se dispone a castigarlo.

A punto de recibir un puñetazo en mitad de la espalda el hombre, a pesar del estorbo que representa el pantalón caído, salta de flanco; esquiva el golpe y enfrenta a Generoso. El intruso, despacio, encoge el cuerpo hasta quedar en cuclillas. Con mirada criminal, que refrena el impulso del sepulturero, extiende el brazo izquierdo en gesto protector, mientras, subrepticio, escurre la mano derecha dentro de la bota que corresponde. Una mueca que recuerda la risa perpetua de las calaveras crispa su rostro cetrino en el instante que, ante los ojos de Generoso, despliega la hoja filosa de una navaja de afeitar.

-¡Juro por las Santas Escrituras que te desollaré vivo, infiel maldito! -clama con voz llena de resolución profética, en tanto se agiganta en su desnudez inferior.

Generoso, conocedor de las excentricidades de los espectros, por un momento piensa que se halla en presencia de uno. Pero no; rechaza la idea con un pestañar incrédulo. Los pocos fantasmas que deambulan por el camposanto desconocen a los seres vivos y, aún entre ellos, la incomunicación es total.

Por eso, frente al acero que lo amenaza vuelve a pestañear y mira directo a los ojos del desconocido. Generoso no es hombre de temores, pero el santo ímpetu homicida que brilla en las pupilas del otro le provoca un estremecimiento involuntario.

(Continuará la semana próxima)

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