Capítulo XI
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Genaro conocedor del comportamiento extravagante que la ingestión de licor ocasiona en Oscar, al verlo trastabillar y murmurar incoherencias, tiene el acierto de, casi en andas, llevarlo para el almacén y depositarlo en la colombina.
-Es mejor que duermas la mona y no formes líos con los invitados -el herrero le dice al amigo que despatarrado sobre la colchoneta de sábanas percudidas, víctima de un sueño narcotizante, ya no escucha.
Oscar parpadea en la penumbra del cuarto. El estupor alcohólico no le permite recordar qué hace allí ni qué sucedió anteriormente. Respira y una atmósfera que huele a sudor de bestia hace que se incorpore. Sin pensarlo, se despoja de las vestimentas hasta quedar en calzoncillos de tela blanca; elástico en la cintura y piernas anchas, a medio muslo que desamparan las extremidades entecas y velludas.
Abre la puerta del almacén y el aire, el sol, y la algarabía festiva le arrancan una sonrisa bobalicona y tierna. No piensa, solamente siente amor y una inmensa alegría etílica. Allí están todos… todos sus amigos. Entonces Oscar se adelanta conto-neando su flaca anatomía en saltos que pretenden ser pasos de baile. Canta a voz en cuello y con la mano derecha se oprime los genitales.
“La caringa se baila
con la mano en
la p…”
Repite una y otra vez y sin dejar de brincar se coloca en medio del patio.
Las mujeres gritan escandalizadas, los menores corren de un lado a otro y un hombre demanda.
-¡Atajen a la guasasa..!
La trifulca de los jugadores de gallos se desborda y como reguero de pólvora implica a la mayoría de los presentes.
Asientos, botellas y hasta herraduras, tomadas de la fragua, cruzan el aire e indiscriminadamente hieren y lastiman.
“Mujer si puedes
tú con Dios hablar…”
En un rincón, ajeno a la riña Benito Bemba canta. Un joven iracundo le arrebata la guitarra de las manos y la rompe contra la cabeza de Oscar Zaragoza que con sonrisa beatífica, hecho un ovillo, cae inconsciente.
“… pregúntale si yo
alguna vez…”
Impertérrito el trovador prosigue y pulsa las cuerdas de un instrumento imaginario.
-¡Me han desgraciado la fiesta!
-Candelaria se queja.
-¡Está bueno ya mujer y vamos para el carajo que aquí el sopapo, la galúa y el botellazo están satos! -Generoso la toma por una mano.
-¿Y ellos…? ¿Felipito y Juana no vieron este desastre…?
-Cuando empezó la bronca ya Cosita se los llevaba para la estación de trenes. ¡Y vamos que aquí nos joden en cualquier momento! -advierte. Sortea los enfrentamientos y tira de la mujer.
***
Juana y Felipito pasan la corta luna de miel en los lagos de Mayajigüa. Son dos días, pero dos días que los marcan para siempre y se tornan inolvidables porque a raíz de aquellas horas la vida de ambos se contiene en una cápsula de recuerdos que nutre el tiempo que les resta por vivir.
En Mayajigüa Juana entrega su virginidad anímica. Esa pureza inmaterial que celosamente ha reservado para el amor y que tanto deslumhra y halaga la vanidad masculina de Felipito que, por ende, apenas se acuerda de los años de babeo molesto y continuo.
Regresan en tren y al efectuar una escala en el poblado de Camajuaní, para dejar y tomar pasajeros, sufren un largo retraso: El joven abogado y político Salvador Lew parte para la capital en misión partidista. Lew es despedido por correligionarios fervorosos que, discurso tras discurso y muestras de amistad, llenan el andén; levantan escobas emblemáticas y bloquean la línea férrea.
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