Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Generoso se cerciora que ha quedado solo. Del rostro desaparece la expresión mesurada. Sonríe ampliamente y codicioso introduce la diestra en la copa del sombrero. Varios billetes arrugados asoman por entre los dedos que ciñen el puño. En movimiento rápido embolsa el dinero; se coloca el sombrero de yarey y caminando deprisa se reúne con Felipito en un panteón contiguo al del ángel.
-Agarra los palos que voy a enseñarte como se destapa un panteón sin hacer mucha fuerza -exclama e imprime movimiento a sus palabras-. ¡No seas toletel -grita-. De esa forma vas a quebrarte un huevo.
-Si no levanto un poco no puedo meter el palo debajo -Felipito, desorientado, responde mientras pugna con una de las argollas de bronce que la tapa, para una mejor manipulación, destaca en cada esquina.
-Un poquito; nada más que un poquito hasta que yo ponga el palo -Generoso lo guía-. ¡Así, sin hacer mucha fuerza! -dice triunfal en medio del ruido seco que provoca el mármol que se desplaza.
El segundo y último sepelio de la tarde resulta ser el de una criatura que muere a las pocas horas de nacida. Unos padres jóvenes y atribulados, en compañía de familiares inmediatos, siguen a la carroza fúnebre.
El sacerdote Juan de Conyedo le imparte la bendición de rigor al pequeño difunto, y con palabras de fe trata de alentar a los deudos.
Después, Generoso desciende al interior del monumento funerario. Con voz que retumba en la cripta de concreto frío, instruye a Felipito para que lo asista. Levanta los brazos por sobre la cabeza y recibe la caja liviana.
Las paredes laterales del panteón, formadas por cavidades independientes, con amplitud para acomodar un cuerpo en cada una de ellas están casi llenas. Solamente resta un espacio en lo alto del muro izquierdo. En la pared frontal y en la del fondo, también horadados en el concreto, resaltan los nichos que contienen los restos de las generaciones antecesoras.
Generoso se empina en la punta de los pies y coloca, en la abertura desocupada, el féretro diminuto. Un trozo de cielo con hilachas de nubes asoma en el brocal del panteón y un rayo de sol, momentáneo, alumbra la faz del sepulturero. Generoso respira profundo; una bocanada de aire intemporal, carente de imágenes y olor, le colma los pulmones.
El rostro joven y conmovedor de la madre se recorta en la entrada. El eco de su gimoteo rebota en el agujero. Desmadejada dobla el torso y estira las manos que sostienen un ramillete de rosas blancas. Una petición patética brilla en sus ojos abotagados. Generoso en movimiento mecánico, sin pronunciar palabra ni permitir que las miradas coincidan, toma las flores y delicadamente, casi con amor, las coloca encima del ataúd. Los gritos de la mujer crecen, se tornan histéricos y en lo alto aparece un manojo de brazos y manos que la desprenden del sitio.
El enterrador, parsimonioso, sale. Por señas se comunica con el ayudante. Ambos, esta vez auxiliados por varios de los concurrentes, vuelven a colocar la pesada cubierta de mármol.
Generoso, en el momento de la partida, acepta las propinas que le ofrecen. Felipito instintivo se aparta, pero, de todas formas, dos personas lo buscan y ponen en su diestra sendos billetes que aprieta sin reparar en la denominación. Generoso le dedica una mirada rápida y centelleante que fomenta en el muchacho un sentimiento de culpabilidad.
Generoso, no bien quedan solos, con expresión huraña exige.
-¿Cuánto te dieron? -No sé…
-¡A ver!; enséñame.
El muchacho extiende el brazo y abre la mano.
-¡Dos pesos de mierda! -exclama con desdén. Pero al instante rectifica posesivo-. ¡ Dámelos! Son míos. Tú aquí estás a prueba.
Felipito entrega el dinero e interpone dócil.
-Yo sé que son tuyos. Iba a dártelos.
Generoso, mitigando la expresión adusta, toma el dinero. Contempla el sol que declina y comenta.
-Dentro de un rato cierro el cementerio.
-¿Ya no hay más trabajo?
-Por hoy se acabó -responde parco.
-¿Puedo venir mañana…?
El enterrador distiende los labios en un gesto parecido a una sonrisa. Escruta la expresión de Felipito y con lentitud estudiada manifiesta.
-Sí; mañana puedes venir.
-¡Qué bueno! Voy a regalarte una pareja de tomeguines del pinar; ¡con jaula y todo! -asevera emocionado.
-No me gustan los pájaros. Cagan mucho -rechaza el ofrecimiento. Mete la mano izquierda en uno de los bolsillos del pantalón y saca un peso con varias monedas-. Agarra este dinero y llégate a la licorería “Cuadrado”. Preguntas por Aquilino, el químico; le das este dinero y dile que me mande una botella de aguardiente. También le dices que si quiere puede venir a tomarse un trago con nosotros.
-La licorería “Cuadrado” queda un poco lejos. Caminando voy a demorarme. Ahorita oscurece. ¿Por qué no la encargas a la tienda de don Pío Otero que está más cerca?
-Comprarla directamente en la licorería sale más barato. Además, Aquilino es mi amigo -cavila un momento y reconoce-. Es verdad, dentro de un rato se va el sol. Dile a Balbino que te preste la bicicleta para que andes más rápido.
-Papá no me presta su bicicleta. Dice que yo no la cuido.
-Dile a Balbino que, si no te la presta para que me busques la botella de aguardiente, mañana no trabajas conmigo. ¡Dícelo así mismo!
Felipito sonríe abiertamente. Se guarda el dinero y exclama.
-Ahora sí creo que me la presta -a punto de salir corriendo se para en seco y confiesa-. Papá y mamá no me dejan beber nada más que en Noche Buena, y para eso una sola copita de vino de fruta bomba.
-Yo soy el jefe y quien trabaja conmigo tiene que compartir. Es bueno que tu padre sepa eso -afirma desafiante-. Y coge -lo detiene. Vuelve a introducir la mano en el bolsillo y extrae una moneda-. Esta peseta es para ti. Para que compres el bicarbonato y los limones y todavía te sobra dinero. Vamos a ver si matas el grajo.
(Continuará la semana próxima)
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