Capítulo X
Capítulo X
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Un rayo de sol se desliza en la fosa. Ilumina débilmente la tapa del ataúd, a medio cubrir, y destella en una porción del crucifijo metálico que contumaz esquiva el abrazo de la tierra.
Felipito respira hasta llenar los pulmones. Apoya la pala en la tierra y se asoma a la sepultura. Venas de sudor le cruzan el rostro; una represa en la punta de la nariz, se transforma en gota y guiada por la hebra de luz, revienta en el brillo maculado del crucifijo.
Con firmeza retoma la pala. “Ahorita termino, viejo”, al difunto Generoso le dedica un pensamiento de camaradería.
-¡Felipito! -Calendaria lo llama- ¿Ya tapaste la caja? -la pregunta brota con aplomo inusitado.
Extrañado levanta la vista y responde cauto.
-Casi…
-¿Cómo cuánto falta?
-Quedan pedazos de la tapa.
Las miradas curiosas de los presentes convergen en la viuda.
-Quiero tocar, por última vez, la madera que guarda su cuerpo -dice en tono ampuloso.
“Igual que en la novela “Palmolive”… Esto es un paripé de Candelaria”; en medio de la pena real, Juana tiene un pensamiento irónico.
-Estás muy floja. Bajar al fondo de la fosa no es fácil… Sería triste -Felipito trata que desista.
-¡No me importa! Él lo merece.
-¡Chica! por favor, tranquilízate -Juana le ruega y la presiona por un brazo.
-¡Tengo necesidad de hacerlo! -eleva la voz.
-Si eso la calma, es mejor dejarla. Yo la acompaño -Aquilino se ofrece.
Felipito, a punto de lanzar una paletada más, se detiene. Devuelve la tierra a la pila y coloca, por el mango, la pala sobre su hombro derecho. Suspira con resignación y sin ocultar la contrariedad le dice a Candelaria.
-Lo único que vas a lograr es sufrir más. El barrio entero lamenta la muerte de Generoso y es mejor para todos terminar pronto.
-¡No me importa! -se obstina. Los asistentes le abren paso y auxiliada por Aquilino se adelanta.
Felipito repara en su mujer. Juana en gesto de comprensión levanta las cejas y frunce los labios.
“Juana me entiende”; piensa aliviado. “Yo también quise mucho a Generoso y demorar el entierro me jode la vida”.
Entonces retorna a los recuerdos. A los recuerdos de los inicios de su relación con la mujer que le dio una hija. La hija de ambos. La malograda Inmaculada.
***
-¿Dime…? ¡Dime quién fue que le parto la vida! -Felipito exige. Juana solloza un poco más alto y con voz entrecortada le ruega.
-Tranquilízate que me pones nerviosa… Lo que pasó pasó. Ya no se puede hacer nada.
-Tienes que saber quién fue. ¡Por lo menos le viste la cara!
-No preguntes tanto y déjame entrar que me duele todo el cuerpo -la súplica llorosa merma la indignación de Felipito.
-Sí… sí… hay que entrar. Tengo que curarte -recapacita y abre la puerta. Acto seguido la toma en brazos; cruza el umbral y la sala en tinieblas hasta llegar a su habitación. La deposita en la cama estrecha y se dispone a accionar el interruptor de corriente.
-No… la luz eléctrica no. Prende el quinqué
-exclama y con los brazos se cubre la cara.
Sin hablar la complace. Sale de la pieza y se ocupa de asegurar la puerta de la calle. Luego penetra en la cocina y aviva el bombillo de luz amarillenta que cuelga del techo. De la alacena rudimentaria toma una palangana de peltre con algunas desconchaduras. La media de agua fresca y también busca una toalla, un frasco de alcohol, otro de mercurocromo y algodón suficiente.
Cuidando no derramar el agua de la palangana regresa al dormitorio y le dice a Juana que reposa de cara a la pared.
-Voy a limpiarte y curarte.
-No hace falta. Lo que quiero es dormir -responde en un murmullo.
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