Capítulo VIII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Juana en el umbral de la habitación se detiene y lo encara.
-¡Qué va! -profiere-. Me voy junto contigo. No me conoces y si se pierde algo no quiero que pienses que soy una ladrona.
-No lo pienso. Confío en ti.
-Gracias, pero no. Muchas de mis compañeras son rateras; no me gusta que me confundan.
-Como quieras… Hasta mañana.
-Si me quedo dormida, llámame cuando te levantes
-le pide antes de introducirse a la habitación.
-Lo haré -responde y se retira a la suya.
En tinieblas, sin encender la luz, se despoja del pantalón. Desnudo se acuesta en el lecho estrecho. Se cubre con una sábana ligera y las imágenes del goce carnal que disfrutó con Juana lo acometen, al extremo que el roce de la sábana en los genitales lo excita.
De forma obsesiva e inconexa lo conturba Juana, la letra del son montuno «El huerfanito» y el climax sexual. Una y otra vez cambia de posición en el lecho hasta que lo atrapa una duermevela saturada de fantasías… «Enterrador, enterrador»; el eco de una voz femenina crece en el sueño y lo espabila con brusco abrir de ojos.
-Enterrador, enterrador -Juana, tal como vino al mundo, lámpara en mano lo llama y se inclina sobre la cama.
-¡Qué! ¿Qué pasa…? -grita impensado. Se sienta en la colchoneta y los alambres del bastidor rechinan.
-Quiero pagarte por dejarme pasar la noche aquí
-dice y se yergue.
Felipito parpadea. La visión se le aclara y el cuerpo desnudo de Juana se impone. Mira el rostro de la joven y la luz de la lámpara muestra una serenidad aburrida. Reconoce los senos pequeños; tan pequeños que si no fuese por los pezones, grandes y rosáceos, pasarían por las tetillas de un adolescente. Después, observa el pubis discreto de vellosidad rala y castaña.
-No tienes que pagarme… -articula.
-Lo hago por eso mismo. Es la primera vez, en mucho tiempo, que me dan albergue a cambio de nada. ¿O es que no quieres?
-Querer sí quiero… -dice con voz temblequeante.
Juana coloca la lámpara encima de una silla. Retira la sábana que arropa a Felipito y descubre la virilidad inquieta. Sin pronunciar palabra entra al lecho. El bastidor se hunde aún más y emite un sonido metálico. Coloca rodillas y manos a ambos lados del cuerpo masculino y despacio, con movimientos sabios y precisos del bajo vientre, atrapa en la vagina el símbolo diseminador.
-¡Qué sabroso…! -Felipito borbotea, precipitándose en las entrañas femeninas.
En la cama estrecha, yacen uno junto al otro. Felipito jadea y Juana respira sosegadamente.
-Enterrador, todavía no sé tu gracia.
-Felipe Dopico Corujo, pero me dicen Felipito. No soy enterrador. El enterrador es Generoso. Soy el ayudante.
-Es lo mismo. Los dos abren huecos.
-¿Y el tuyo…? ¿Cuál es tu nombre?
No contesta de inmediato. Se estira en el lecho y se tapa con la sábana hasta la barbilla.
-Tú lo sabes, es Juana -dice áspera-. También sabes que me llaman Regimiento. Juana Regimiento.
-Eso ya lo sé. Pero digo tu nombre de verdad… tu apellido.
-Quieres averiguar demasiado. Eso no te importa -responde airada.
-Te dije el mío. No veo nada de malo en que sepa el tuyo -argumenta. Ladea la cabeza y a la luz de la lámpara la contempla de perfil.
-Un apellido es una cosa seria. Mi padre vivía orgulloso del suyo. No tengo por qué decirlo.
-Como quieras; pero para mí eres importante
-Felipito confiesa.
-Eso lo dices porque soy la primera mujer con que te ha acostado. Todos repiten lo mismo -calla y segundos después acota-. Se está haciendo de día.
-¿Cómo lo sabes…?
-La claridad está entrando por las rendijas de las tablas. Felipito, impetuoso, se sienta en la cama y mira alrededor de la pieza.
-¡Coño, es verdad! Generoso me insulta si llego tarde -exclama y se lanza al piso-. Juana lo imita y él trata de frenarla-. Quédate y duerme un poco más.
-Te dije que me iba junto contigo.
Felipito se coloca el pantalón y reitera. -Cada vez que quieras ven a pasar la noche.
-¿Pagando?
-Soy yo quien va a pagar. Esta noche, después de los fusilamientos, quiero volver a verte.
Juana lo contempla de hito en hito. Desvía la vista y confiesa con reserva.
-Bucarano es mi primer apellido. Juana Bucarano Veitía porque tuve padre y madre. Pero no se lo digas a nadie -endurece el tono- ni nunca me preguntes por mi familia ni el lugar exacto donde nací. De eso no quiero hablar nunca… nunca.
En la habitación la luz de la lámpara pierde vigencias afuera, en los límites del Barrio del Cementerio con Llega y Pon, cantan los gallos.
(Continuará la semana próxima)
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