Capítulo VIII
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Juana ríe y apunta.
-De tanto levantarme el vestido estoy vacunada contra la frialdad del cementerio. ¡Pero vamos! -insiste.
Felipito blande el manojo de llaves y con un gesto la invita a que lo siga. En silencio caminan hacia el fondo del camposanto. La luna menguante se disimula en una nube y la oscuridad se densa.
Llegan junto a la construcción. Felipito se inclina sobre el candado que asegura la puerta. Las llaves tintinean y Juana con cansada indiferencia prende un cigarrillo. El joven pugna por identificar la llave conveniente y ella se impacienta.
-¡Mira que nos agarra el día!
-Ya… ¡Ya está…! -y la exclamación se funde con el chasquido que hace el candado al abrirse-. Pasa… pasa… -sugiere y empuja la puerta que chilla en las bisagras.
-¡Qué oscuridad! ¡No se ve nada! -Juana señala al trasponer el dintel.
-Por aquí hay un mocho de vela… En cuanto lo encuentre veremos mejor -Felipito susurra y trastea en las tablas de madera que fungen de anaqueles.
-¡Qué mal huele! -ella olfatea.
-Es que está llena de materiales y herramientas. La puerta se abre poco y no entra claridad ni mucho aire -Felipito justifica y al tacto prosigue la búsqueda de la vela-. ¡Ya…! ¡Ya la encontré!
-prorrumpe triunfal. Se escucha el frotar de un fósforo y surge una pequeña explosión luminosa que destila un suave olor a pólvora. El joven aplica la flama al pabilo de la vela y una claridad opaca se filtra en las tinieblas.
-¡Y qué sucio está todo…! -Juana consolida la percepción.
-Por lo menos no estamos al sereno… -alega indeciso.
-No me acuesto en este suelo lleno de churre y polvo -ella advierte.
-Como quieras -Felipito congenia.
Juana mira en derredor y se fija en la tonga de bolsas de cemento que se apilan junto a la pared del fondo.
-Voy a pararme contra aquellos sacos de cemento. Tú, te pones frente a mí.
Felipito parpadea irresoluto. A la escasa luz de la vela observa como ella pega la espalda a las bolsas de cemento y con la mano izquierda se levanta la falda ancha que descubre las extremidades delgadas que trepan hasta el pubis desnudo.
-¿No usas bloomer…? -balbucea.
-Para trabajar son un estorbo. Pero arrímate y bájate los pantalones que esto está matao.
El cuerpo del hombre tiembla y la piel le arde en los poros.
-Me… ¿me los quito…?
-Bájatelos nada más -prácticamente le ordena. Él se aproxima; la mujer estira la diestra. Le aprisiona la camisa y lo atrae-. Déjame ayudarte -dice y con dedos hábiles le afloja el cinto.
Felipito respira grueso y experimenta el despertar del sexo que golpea contra la tela que lo limita.
-Tengo calor… -murmura sibilante.
-En cuanto acabemos vas a sentir frío. Desabróchate la cintura… la portañuela -lo apremia.
Con manos torpes cumple las instrucciones. El pantalón y el calzoncillo, blanco, de piernas a medio muslo, resbalan y se arrollan en los tobillos, por encima del calzado.
El símbolo viril, emancipado de ataduras, desafía la gravedad. Juana con ojos expertos valora la dimensión. Adelanta la mano derecha y las yemas de los dedos acarician el glande duro y palpitante.
-Ven.. . —susurra—. La mano envuelve el órgano masculino y lo guía al encuentro-. Dobla las rodillas para que puedas entrar. Eres más alto que yo -le aconseja en el mismo tono susurrante que ahora suena más íntimo-. Despacio… despacito -con la siniestra mantiene la falda en alto y adelanta la pelvis.
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