Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Callan. El ruido bajo del pico que desgarra y la pala que recoge se combinan con el resuello humano. El sudor profuso se ampolla sobre la piel y revienta en gotas cálidas que salpican los terrones del fondo.
Generoso, súbitamente, ladea el rostro y efectúa una mueca de disgusto.
-¿Te bañas todos los días?
El muchacho, sorprendido por la pregunta, deja el pico en vilo y con mirada turulata busca respuesta.
-¿Si te bañas, y usas desodorante? -reitera.
-Bueno… Todas las tardes, antes de comer, agarro un cubo con agua, lo tibio un poco en el fogón de petróleo y me baño en el excusado que está detrás de la casa. ¡En mi familia todos nos bañamos! -protesta, empezando a intuir la intención del sepulturero. -El desodorante se lo untan papá y mamá, que son las personas mayores.
-En cuanto el trabajo te hizo sudar, se te destapó tremenda peste a grajo. Ya eres un grandulón y necesitas desodorante.
-¡Me baño tarde por tarde! -se obstina. Enrojece de vergüenza y para disimular, se concentra en la faena.
-No voy a discutir contigo. ¡Apestas a grajo! -Generoso machaca de mal talante-. Todavía no sé si te dejo trabajando conmigo. ¡Pero con ese tufo a chivo macho que botas sudas no te quiero ni a mil millas de distancia!
—¡Coño! Es que papá y mamá no me prestan el desodorante. Dicen que cuesta dinero y que yo no tengo a quien lucirle -confiesa de un tirón.
-Tú me perdonas, ¡Pero qué tacaños son tus padres! -Generoso exclama-. Llevan años vendiendo flores a la entrada del cementerio. ¡Y ni cuando me junté con Candelaria, Balbino y Eufemia, fueron capaces de regalarnos una florecita! Y eso que ese día los invité a una botella de aguardiente.
-Ahora mismo no tengo dinero, pero cuando vuelva a cazar y vender tomeguines paso por la quincalla de Elías y compro un desodorante.
-No hace falta que gastes tanto -Generoso estima-. Estoy seguro que los desodorantes normales no pueden con tu olor. Mejor te llegas a la botica de Arturito y compras un medio de bicarbonato. Después buscas un pomo vacío que tenga tapa de rosca. Echas el bicarbonato en el fondo del pomo; le exprimes un limón, con mucho jugo, y lo unes todo hasta que se forme una pasta. Un poco de esa pasta te la untas en los sobacos cada vez que te bañes y cada vez que te levantes por las mañanas. ¡Y adiós grajo! Es posible -previene- que como no estás acostumbrado a la combinación de bicarbonato y limón, los primeros días, mudes el pellejo de abajo de los brazos. ¡Ah!, el pomo siempre tiene que estar bien cerrado. Si no la pasta se pone dura y deja de servir.
Felipito desecha el recelo anterior. Adivina en las palabras de Generoso el deseo de ayudarlo. Levanta la cara sudorosa; sonríe y la saliva le burbujea en los labios.
-¡Otra cosa chico! -Generoso adopta un tono sentencioso-. Siempre tienes esa boca llena de baba. Trágatela, que eso se ve feo. Además, a las mujeres no le gustan los hombres que babean como mocosos. ¿Tienes novia…?
-¡Caramba!; no paras de criticarme -Felipito retoma la suspicacia.
-¿Tienes o no tienes novia? -el enterrador desatiende la protesta y persevera.
-No tengo -afirma lacónico y el acné del rostro se arrebola de vergüenza.
-Bueno; hay que buscarte novia o mujer. Ya tienes tamaño para eso. A lo mejor el día que te acuestes con una se te corta la baba.
Felipito suelta una carcajada cómplice y el rubor aumenta. Generoso le dedica una mirada paternalista; lanza el pico a un lado. Sale de la tumba y dice.
-El hueco está bien así. Saca con la pala la tierra suelta del fondo y vamos a esperar por el entierro-. Un viento suave y húmedo le dilata las fosas nasales. Mira al cielo y sopesa -. Hoy no llueve aquí. El agua se fue rumbo a La Esperanza y se llevó el aurero -. Desliza la mano derecha junto a la faja del pantalón, donde cuelga un manojo de llaves y extrae un viejo reloj de bolsillo de color plateado; esfera blanca con motas de tiempo y números romanos. Una cadena corta, del mismo metal, lo asegura a una de las trabillas de la cintura. Consulta la hora. No conforme verifica la posición del disco solar e indica -. Son más de las tres de la tarde. Antes de las cuatro llega el muerto -. Guarda el reloj. Desprende las llaves del cinto; se las extiende a Felipito y le ordena -. Ve a la casita de las herramientas y trae dos trozos de madera redonda que están en el piso. Detrás de la puerta cuando abras.
El muchacho toma las llaves.
-¿Para qué los quieres? -muestra interés.
-A las cinco es el último entierro del día. Será en un panteón. Los troncos son para hacer que la tapa corra. Es muy pesada para levantarla a pulso. ¡Y no vuelvas a preguntarme cuando te mande! Lo haces sin chistar o te vas. ¿Queda claro? -lo conmina.
-¡Ya voy…! ¡Ya voy…! Nada más quería saber… Yo te hago caso -aduce apocado -. ¿Cuál es la llave? -se anima.
-Pruébalas todas para que aprendas -responde agrio.
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