El entierro del enterrador

Written by Libre Online

12 de marzo de 2024

Capítulo VII

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Corroborando los presagios de Generoso las celebraciones navideñas de aquel año resultan sangrientas. La ciudad es sitiada por fuerzas revolucionarias y el primero de enero del nuevo año las tropas gubernamentales rinden la plaza. A continuación los vencedores desatan lo que consideran justicia. Muchos militares, políticos y colaboradores del gobierno depuesto son juzgados sumariamente y condenados a morir por fusilamiento, colocados contra los muros interiores del cementerio.

El capitán insurgente René Rodríguez, desaliñado, flaco y de cabellera revuelta es el responsable de dirigir las escuadras de ejecuciones.

Momentos antes de ser ultimado el comandante del régimen anterior, Alejandro García Olayón, proclama: “Yo no maté a Arsenio Escalona. Fue otro el asesino”. El capitán Rodríguez ordena la descarga. Luego se aproxima al moribundo y lo remata con un disparo de pistola en la sien. Enfunda el arma; se rasca la cabeza de pelo enmarañado y con voz cansada dispone la próxima muerte.

Celedonio González que por aquellos días organiza en el municipio La Esperanza un partido político de fundamentos ortodoxos, por un azar del destino es testigo involuntario de una de las ejecuciones conducidas por el capitán René Rodríguez. Conturbado por el continuo y metódico derramamiento de sangre se vuelve hacia su amigo el abogado Rolando Espinosa y manifiesta con certidumbre de augur: “En este país nosotros jamás volveremos a ejercer el derecho al voto libre”. Acto seguido abandonan los terrenos del camposanto. Y para dejar atrás, lo más rápido posible, el aire saturado de violencia, abordan un vehículo de la compañía de ómnibus “La Ranchuelera”, cuya consigna es: “La ruta de la cortesía”. De esa manera, inician una travesía de exilio que en el presente se prolonga por la obstinación de Rolando Espinosa y Celedonio González en llegar al horizonte que Eduardo Chibás le prometió a sus partidarios antes de fallecer trágicamente.

Celedonio González, siempre dentro del ómnibus, ya carente de pasajeros y guía, que a veces se trasluce en noches de luna llena, inicia la profesión de novelista trashumante. Con una escritura presurosa, que delinea personajes y situaciones descarnadas, colma envoltorios de papel, el forro de los asientos y pedazos de tableros que van desamparando los flancos del automotor hasta dejarlo en una metálica y esquelética armazón que se nutre devorando distancias. A medida que las emborrona, Celedonio avienta las disímiles cuartillas.

Javier Jaramillo amigo y biógrafo del novelista, mientras vive, cabalgando meses y años en una jaca de color bayo, rastrea las huellas del ómnibus mítico y recolecta casi toda la obra. Así ven la luz editorial cuentos y novelas que hablan de las magulladuras espirituales que ocasionan en un pueblo isleño y sedentario el nomadismo involuntario, allende los mares, impuesto por una voluntad estéril de frutos.

Generoso y Felipito, tal como lo presintiera el primero, pasan la mayor parte de las noches cavando fosas, escuchando descargas de fusilerías y enterrando muertos anónimos, carentes de cortejos.

Los pelotones de fusilamiento del capitán René Rodríguez lo integran campesinos jóvenes, que por primera vez disfrutan de la ciudad, sus comodidades y el poder casi sobrenatural de tronchar vidas.

Un enjambre de prostitutas callejeras, a la caza de estos jóvenes, hambrientos de sexo, merodean el camposanto en horas de ajusticiamientos.

Un comercio en monedas, trueque por cigarrillos, prendas de vestir y perfumes baratos se instituye como paso previo al disfrute carnal.

Algunas, para economizar tiempo y rendir una jornada provechosa, realizan los encuentros sexuales en los terrenos del cementerio, detrás de panteones o laureles de troncos añosos.

La mayoría, campesinas huérfanas o viudas, desplazadas por la contienda civil han seguido al contingente revolucionario desde los inicios de la lucha guerrillera y servido, eventualmente, en tareas de retaguardia, ajenas al sexo. Por esa razón el capitán René Rodríguez es condescendiente con ellas y sus hombres.

Una, en especial, capta el interés de Felipito. Entre los soldados y colegas de profesión la llaman Juana Regimiento. Juana es adolescente, delgada, cabello corto y tieso; teñido de un rubio casi blanco. Habla en voz baja, nunca sonríe y sus ojos recuerdan la mirada inexpresiva de un ave de corral. Viste ropa holgada que disimula el físico poco atractivo y aunque su aspecto no es sucio sí trasmite desaliño. Juana en contadas ocasiones pide dinero a cambio de sus favores sexuales. Fuma sin tregua y muchas veces acepta que se le pague con cigarrillos mentolados, preferentemente norteamericanos.

Lo asequible de sus honorarios la convierten en una de las más solicitadas por los soldados que fusilan y duermen en el cuartel Leoncio Vidal. Por ese motivo, competidoras envidiosas, le endilgan el sobrenombre de Regimiento. Juana Regimiento para todos.

(Continuará la semana próxima)

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