El entierro del enterrador

Written by Libre Online

6 de febrero de 2024

Capítulo VI

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

Aquilino la consuela. Le habla del valor de la fe y le asegura que a partir de su nueva forma de pensar todo le saldrá mejor. Entonces, como prueba de amistad le ofrece cierta cantidad de dinero que al principio ella rechaza, pero termina aceptando cuando él argumenta. “Tómalo; este dinero lo he ganado con el contrabando de bebidas”. “¿Le robas a la fábrica Cuadrado?”; Zenaida se preocupa. “No exactamente. La licorería bota los sedimentos que quedan en los barriles de añejamiento. Limpiar el fondo de los toneles de roble no es agradable y quienes lo hacen ganan poco. A escondidas yo les doy algún dinero y ellos, también a escondidas, me entregan los residuos. Luego en casa de mi amigo Venenito, que vive con más amplitud que yo, enriquecemos, aumentamos la mezcla y la destilamos. Te digo que hacemos mejor ron y aguardiente que Cuadrado y los vendemos, en algunos comercios, a mejores precios que los de la fábrica”. La admiración brilla en los ojos de Zenaida y Aquilino se siente impulsado a opinar. “En esta isla el contrabando, desde épocas coloniales, ha sido fuente de prosperidad, sanas inquietudes y libertad individual”. “No entiendo mucho, pero sé que eres muy inteligente”; el encomio se materializa en los labios de la joven y exaltada efectúa el último intento por no perder el amor de Aquilino. “¡Acompáñame a La Campana! Sé tú mi compañero de toda la vida”. Aquilino la mira con dulce tristeza y persuasivo le dice. “Si no existiera el recuerdo y la constante presencia de Susanita ten por seguro que te tomaría por esposa y madre de mis hijos”. Ella suelta un sollozo de agradecimiento y a través de una cortina de lágrimas que distorsiona la visión percibe la proximidad del ómnibus.

Zenaida parte para jamás volver y Aquilino cumple su promesa de guardar la castidad, a contrapelo de las fantasías eróticas que perturban su reposo nocturno. “¡El Demonio me tienta, pero no cederé!”; afirma cada vez que despierta en medio de un brusco y placentero drenaje prostático.

***

En el cementerio, con el advenimiento de los meses invernales, el trabajo se redobla. Fue como si los pobladores más viejos de la ciudad se hubiesen puesto de acuerdo para comenzar a morir. Maximino Fernández, último veterano de la guerra de independencia, encabeza la racha de fallecimientos. En el sepelio del anciano guerrero una banda de músicos militares interpreta marchas marciales y el himno nacional. Al final, una escuadra de soldados disparan sus fusiles al aire.

Generoso y Felipito apenas alcanzan para cavar fosas, preparar panteones y complacer los caprichos de algunos dolientes. Por eso, de acuerdo con el administrador del camposanto, por una paga ínfima, que no se refleja en la nómina oficial, a diario contratan a jóvenes del barrio para que los auxilien en las faenas más agobiantes.

Con el paso del invierno y la llegada de una nueva primavera los decesos menguan y la vida vegetal y animal cobra impulso. El follaje de los árboles reverdece y se alegra con el vuelo y trino de múltiples aves. Una pareja de carpinteros reales anida en el tronco añoso de un laurel y su canto de sonoridad de consonantes no inmuta el rostro de las estatuas de santos ni anima a los ángeles a batir sus alas pétreas; remontar vuelo y dejar la frialdad de los panteones para ganar el azul del cielo.

Felipito admira la fidelidad conyugal de la pareja de pájaros carpinteros. Ambos tienen el plumaje blanco, las mejillas negras y el pico de color marfil. Cuando vuelan, bajo las alas despliegan un plumaje blanco y negro que al confundir los colores brindan una visión gris. La hembra es de cresta negra y el macho la posee roja. En las tardes, con sus picos y lenguas filosas taladran el tronco de los laureles y buena parte del cementerio se llena con el eco del tac, tac, tac que origina el trabajo tenaz sobre la madera.

Generoso que ha visto en el rostro de Felipito el embeleso de amor envidioso que le produce la contemplación de los carpinteros reales, en más de una oportunidad lo embroma despiadadamente.

-Si no acabas de encontrar mujer, mejor te vuelves pájaro carpintero. Ellos siempre tienen pareja.

La mayoría de las veces el joven se hace el desatendido, pero cuando la mofa es repetitiva se defiende.

-¡Déjame tranquilo! Cuando coges una pejiguera no hay quien te pare.

Entonces Generoso se da por satisfecho y riendo pacta una paz hipócrita que regularmente estriba en la promesa de pagar el aguardiente del día.

En la mente sana y sin muchas complicaciones de Felipito aquel periodo, de manera no del todo consciente, queda registrado como los últimos días de un tiempo que, aunque a veces injusto y violento, nada o poco había variado el desarrollo de su vida diaria; salvo su amor frustrado por Eloina y la pérdida de los padres.

Los primeros indicios del cambio que se avecina lo brindan el auge radial que obtienen las aventuras de “Yaky el Pecoso” y su joven intérprete, Néstor Molina. La mayoría de los niños juegan a ser “Yaky el Pecoso” y los padres alaban la conducta ejemplar del personaje de quimera. Luego viene la muerte del pordiosero José López Llíridi, para algunos loco sublime o genio incomprendido, que desde su aparición en la ciudad adopta el nombre pomposo de “El Caballero de París”. Pronto su espectro recorre el camposanto y con su verbo elocuente y disperso, disminuye la parlanchinería de Susanita.

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