Capítulo VI
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
A Aquilino no le resulta fácil librarse de la pasión de Zenaida. Hasta la saciedad le explica su fidelidad hacia el recuerdo de Susanita y la pequeña Patricia. Zenaida dice comprender, pero siempre se las ingenia para enconar el deseo masculino y terminar en el lecho donde, luego del orgasmo, las lágrimas femeninas salpican las oraciones exorcizantes que Aquilino recita y ella repite en súplica monótona y benévola.
Una noche en que el encuentro sexual resulta más apasionado que de costumbre. Aquilino se atonta en licor para olvidar su flaqueza carnal.
Zenaida para contribuir a disiparle la borrachera y el remordimiento, propone realizar una caminata nocturna. Aquilino accede, pero se obstina que sea en Susana Patricia, su bicicleta inseparable.
Zenaida arguye que montar bicicleta de noche y con tragos de más es peligroso. “O vienes o me voy solo”; Aquilino la conmina y ella, con tal de no enajenarse sus favores amorosos, acepta.
La joven, al sesgo frente al sillín, se acomoda en la barra metálica del cuadro que la voz popular reconoce por el nombre de “el caballo de la bicicleta”. Los pies le cuelgan y con las manos se aferra al medio del manubrio.
Aquilino pedalea fuerte y guiando descuidadamente toma la oscura carretera de luna nueva que circunvala la ciudad. La velocidad genera una brisa húmeda con olor a campo que hace que el cabello de Zenaida fustigue el rostro masculino. El resuello etílico y entrecortado de Aquilino calienta la nuca de la mujer.
Las llantas finas del vehículo friccionan la cinta de asfalto y mantienen un murmullo sostenido que penetra el canto de los grillos y otros insectos nocturnos.
Zenaida jamás pudo volver a recordar lo que sucedió. En su mente sólo hubo una luz repentina y cegadora que le impuso un pestañeo que se apagó con premura de sueño.
Cuando días más tarde, despierta en una cama del hospital San Juan de Dios, a su lado Aquilino, sosteniéndose con muletas, el rostro magullado y la pierna derecha envuelta en un yeso ortopédico que le cubre hasta la mitad del muslo, recita un versículo de la biblia en voz alta.
Zenaida, turulata, pronunciad consabido: “¿Qué pasó…?”. “Has nacido nuevamente”; él responde con lágrimas en los ojos. “¿Dónde estoy?”; sigue la interrogante. “En el hospital”; específica y con ternura infinita coloca la palma de su mano derecha sobre la frente de la joven.
La recuperación de Zenaida resulta lenta. Incapacitada de trabajar en el bar “Iris”, Aquilino cree ver un mensaje de índole divino en el accidente y desatendiendo su pierna, de la que al fin queda cojo por el resto de su vida, se consagra al cuidado de la joven. La lleva para su habitación; le rodea de atenciones y le cede el lecho para él ocupar un lugar en el piso. Conturbado por los daños físicos de Zenaida le promete al Altísimo que si ella recupera la salud total, él renunciará a los placeres del sexo tarifado para mantenerse casto hasta que convertido en espíritu puro, fluya al encuentro del hálito de Susanita.
También, y como parte de lo que considera su labor misionera, paulatinamente la convence de la carencia de amor entre ellos: “Regresa a tu lugar de origen. Abrete paso en la vida de manera honrada. Fomenta una familia junto a un hombre que se gane el pan con el sudor de su frente”; la sermonea una y otra vez hasta que Zenaida comprende y acepta las recomendaciones.
Semanas más tarde, ambos restablecidos y reparada la bicicleta Susana Patricia, con el auxilio de Felipito, Zenaida fija fecha para regresar al hogar paterno.
Una mañana de domingo, pletórica de sol, Aquilino en la bicicleta, con el equipaje de un pequeño atado de ropas, la conduce hasta el entronque formado por la avenida Paseo de la Paz y la Carretera a Manicaragua, sitio donde Zenaida tomará el ómnibus del retorno. Ese mismo día, en horas tempranas, ella visita la iglesia de La Divina Pastora y le ruega al Padre Chao que le obsequie una estampa con la imagen de San Aquilino. El sacerdote luego de buscar en cajones y gavetas se da por vencido. “No tengo ningún San Aquilino, pero rézale a este Corazón de Jesús y piensa en el santo de tu devoción”. “¿Usted cree Padre…?”; pide certeza. “Para el caso es lo mismo”, el cura certifica.
Mientras aguardan el ómnibus que une a los municipios, Zenaida comparte sus recuerdos con Aquilino: “Soy del caserío La Campana, eso está pegadito a Manicaragua. La noche en que me parieron allí, por ideas políticas, miedos y ambiciones, otros que fueron sus amigos mataron a tiros a un joven estudiante que se llamó Porfirio Remberto. Mi madre siempre dijo que mi nacimiento les trajo mala suerte. Por eso cuando fui mayorcita me puse a despalillar tabaco y reuní dinero. Cuando calculé que tenía bastante agarré una guagua y me vine para acá”; queda pensativa y con voz de inflexiones neutras llega a una conclusión. “Si mi madre nunca me quiso, yo creo que con la ausencia se tiene que haber olvidado hasta del día en que me parió”.
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