El entierro del enterrador

Written by Libre Online

2 de enero de 2024

Capítulo V

Por J. A. Albertini, especial para LIBRE

La gravedad del suceso preocupa a los tres hermanos, pero como Liduvina y Tiburcio, al igual que Felipito, trabajan el día entero, cuidar a Eufemia se convierte en motivo de disputa. Cada cual piensa que el otro elude la obligación que le toca.

Felipito, que realmente, por vivir con la madre, es quien soporta la responsabilidad mayor, en mitad de una jornada de trabajo, se queja con el enterrador.

-De día, algunas veces Liduvina se la lleva para el taller del marmolero, pero dice que no la deja trabajar y que Marcelo Foyo ya le está poniendo mala cara.

-¿Y tu hermano Tiburcio?

-La trae a la venta de flores, pero mamá a veces se pone agresiva e insulta a los clientes. El dice que eso le jode el negocio.

-¿Y la mujer de Tiburcio?

-¿Marisela?

-Sí, ella misma.

-Esa es una papayúa que como es hija única piensa que se lo merece todo. Con ella no se puede contar.

Generoso calla. Se concentra en el trabajo y meditabundo arruga el entrecejo.

-Mira Felipito -a la postre habla sin descuidar la tarea -si quieres conversamos con Candelaria para que cuide a tu madre. Las dos son amigas de años. Claro que como Eufemia está enferma y necesita atención lo más práctico es que entre tus hermanos y tú, le den algún dinero a Candelaria. Unos pesitos semanales, para estimularla.

-¿Crees que quiera? -Felipito se aviva. -Es posible. Además, como las dos son mujeres viejas que tienen gustos y resabios parecidos, tu madre se podría sentir mejor acompañada.

-Plantéaselo a Candelaria -Felipito pide ilusionado. Candelaria, por obra de la amistad y el estímulo económico, acepta cuidarla durante las horas diurnas.

Pasar tanto rato en compañía de una mujer y ama de casa le hace bien a Eufemia, aunque no frena su deterioro mental. Candelaria la trata con la familiaridad habitual; carente de remilgos o lástima.

Temprano en las mañanas, y con el objetivo primordial de mantener a Eufemia útil y distraída, las dos, auxiliándose mutuamente, asean sus respectivas viviendas. A continuación cargan con la ropa sucia del día anterior y van a los lavaderos a orillas del río Bélico. Al llegar, a una vieja de piernas hinchadas y encías sin dientes, que fuma un mocho de tabaco apestoso, le compran por tres centavos algunas hojas de maguey; verdes, largas y carnosas. Charlando con otras lavanderas mojan la ropa en la corriente de agua. Con piedras del río machacan el maguey hasta obtener una savia blanca, resbaladiza y espumosa que sobre las telas actúa con la eficacia del jabón. Acto seguido, para limpiar y blanquear mejor, atizan prendas de vestir y sábanas con paletas de madera.

A lo largo del tramo de ribera el golpe acuoso de las paletas contra las telas, junto al ruido del caudal de agua; las voces y risas de mujeres, niños y vendedores callejeros, se alza en eco que gravita en la luminosidad de la mañana.

Al filo del mediodía regresan a casa de Candelaria. En los cordeles del patio, sujetas por horquillas de madera, al unísono cuelgan la ropa recién lavada para que el viento la seque. Después almuerzan frugalmente y cuando la emisora de radio local, C.M.H.W., anuncia un nuevo capítulo de “Pepe Cortés: El Romántico Bandido”, ambas toman asiento y prestan atención. En tanto discurren las aventuras, Candelaria, silenciosa y sin perder el hilo del episodio, aprovecha la ausencia de Generoso y labora en su vestido de novia. En algún momento a Eufemia le falla la memoria. Olvida quien es “Pepe Cortés” y se adormece al compás de un ronquido suave que se preña de imágenes idas.

Eufemia no mejora, pero las atenciones y la compañía de Candelaria, logran que no se altere demasiado y permiten que Felipito disfrute de un poco de sosiego.

Sin embargo, en el aspecto físico, Eufemia enflaquece. Su cuerpo anciano se resume y un silencio estólido, preludio del fin, la distancia de la realidad.

Una mañana, en que el sol alumbra más temprano que de costumbre, Felipito no logra despertarla. Eufemia había partido en pleno sueño nocturno. La manta raída con la que habitualmente se arrebujaba fue inhábil para contener la emanación de vida que por los poros del tejido y las junturas de las paredes de tablas, marchó al encuentro del espacio.

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