Capítulo V
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
El enterrador reflexiona por un instante.
-Esta noche después de comida pasa por mi casa. Iremos a ver a Román el zapatero -accede a la petición.
Román González, el zapatero, cuyo apellido pocos conocen, desde hace años vive en los límites del Barrio del Cementerio con el de Llega y Pon.
De él se cuenta que en su juventud poseyó una próspera fábrica de calzado fino. Pero en una de las frecuentes caídas de los precios del azúcar en el mercado mundial el negocio quiebra por falta de pedidos. Fue a raíz de aquello que junto a su esposa, Charito, se instala en la comunidad cementerial y se convierte en un simple zapatero remendón.
Muy pronto, el costo módico y la calidad de su trabajo le granjean el respeto y la estimación de los vecinos. Además, Román es un hombre culto y autodidacta que practica, sin fines de lucro, lo que denomina como: “espiritismo científico”.
Es noche cerrada cuando el enterrador y su ayudante arriban a la modesta vivienda del zapatero.
Román es un mulato delgado y alto que frisa los sesenta años de edad. Su pelo es grueso, ceniciento, copioso y abultado en la parte superior de la cabeza. Tiene la cara larga y las mejillas cuidadosamente rasuradas.
Los labios voluminosos, cuando sonríen muestran una hilera de dientes grandes, amarillentos e irregulares, salpicados de nicotina. Viste pantalón oscuro y camisa blanca gastada por el uso y con algunas manchas de tinta, producto de su trabajo.
Luego de los saludos de rigor y la ingestión de un café aromático que Charito brinda, Román y los visitantes pasan a la habitación que dentro de la morada funge de taller. Allí, entre pedazos de cuero, olor a pegamento, tinta y betún, el zapatero se acomoda en un banco rústico. De espaldas a un librero pequeño, adosado a la pared, que muestra el lomo de algunas obras, en ediciones populares, de Alian Kardec y Camilo Flamarión.
-Pero tomen asiento -sonríe y frente a él señala para dos sillas maltrechas.
Generoso y Felipito se acomodan. Sobreviene un silencio corto que el enterrador rompe con una pregunta formal.
-¿Cómo va el trabajo?
-No puedo quejarme -el zapatero responde y acentúa la sonrisa.
-Tengo que traerte un par de botas para que les pongas medias suelas y tacones -Generoso apunta.
-Cuando quieras. Pero tú no has venido para hablar de arreglos de botas. ¿Me equivoco? -indaga suspicaz.
Generoso carraspea. Mira para Felipito que permanece taciturno y levantando el mentón dice.
—El tiene una preocupación.
-¿Es por la salud de Balbino? -Román adelanta.
-Más o menos -Felipito murmura.
-Tu padre se está muriendo. Mis conocimientos espirituales no pueden salvarle la vida. Su tiempo se termina -el zapatero explica con voz pausada.
-Eso ya lo sabemos… la cuestión es que Felipito tiene la misma gracia que yo para ver a los muertos -el enterrador precisa.
-Nunca me lo comentaste -Román dice un poco asombrado.
-Lo fui dejando de un día para otro -Generoso se disculpa. -¿Y bien? -el zapatero concreta. -Tiene miedo de ver el fantasma de Balbino. -Comprendo -Román asiente.
-No es tanto miedo como que me daría sentimiento. Yo quiero mucho a mi papá -Felipito argumenta cohibido.
Román se levanta del asiento. Bordea la mesa de trabajo llena de zapatos viejos y materiales de reparación y pone su mano larga y rugosa sobre la cabeza de Felipito.
-¿Qué pasa…? -el joven se azora.
-No hables. Voy a concentrarme -el zapatero es autoritario.
Por unos minutos la mano del médium presiona, suavemente, la cabeza de Felipito. Entrecierra los ojos; musita una plegaria ininteligible y parece tomar distancia de la realidad. A la postre abre los ojos; con aspaviento mueve la cabeza de un lado a otro y emitiendo un suspiro profundo retorna del éxtasis.
-Jamás verás a un familiar muerto -asegura con el sosiego habitual.
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