Capítulo IV
Por J. A. Albertini, especial para LIBRE
Aquilino, a punto de cerrar la verja del cementerio, llega con el refuerzo de una botella de ron. Felipito completamente borracho estalla en llanto e insultos contra: “Eloina y la mula que la parió”.
Anochece cuando entre Generoso y Aquilino llevan a un desfallecido Felipito hasta su casa.
Eufemia, al ver el estado del hijo, confronta a los dos amigos.
—¡Pena deberían sentir! Felipito todavía no es un hombre hecho y derecho para que borrachos como ustedes lo estén maleando.
-Eufemia, tu hijo es un macho que tuvo un desengaño amoroso y se dio cuatro tragos -Generoso arguye con lengua estropajosa.
-Déjate de hablar mierda y tráiganlo para la cama. ¡Mira que hinchada tiene esa quijá! -la madre observa.
—Hielo, hay que ponerle mucho hielo -Aquilino recomienda.
Desde la sala Balbino se asoma a la puerta del cuarto. Una expresión de benevolencia risueña brilla en sus ojos.
-¿Cuál es la gracia? -Eufemia se incomoda.
-Nada mujer. Son cosas de macho, como dijo Generoso. Mañana estará mejor. Esto le servirá de experiencia. ¡Las mujeres son del carajo!
-No te quedes ahí parado. Por lo menos vete a buscar hielo a la tienda de don Pío antes que la cierren -le ordena al marido.
-¡Qué va mi vida! Ya va a empezar el episodio de “Chan Li Po, el detective chino” y no me lo pierdo por nada ni nadie. Manda a uno de los muchachos.
-¡Ya va a empezar! -Generoso salta con lucidez repentina-. ¡Qué tarde es! ¡Y tan bueno que quedó anoche! ¿Lo puedo oír aquí?
-Claro que sí. Arrima una silla para el lado del radio -Balbino lo invita.
– También yo me quedo -Aquilino se añade.
—Hay espacio para todos -Balbino dice y abarca la reducida sala con un amplio movimiento de brazos.
-Y el hielo. ¿Quién busca el hielo? -Eufemia los interpela.
-Ya te dije que mandaras a uno de los muchachos -Balbino exclama cortante y fija su interés en las voces que brotan del radiorreceptor.
-¡Le zumba el clarinete! -Eufemia protesta. Se para en la puerta de la calle y a gritos llama a los hijos menores- ¡Tiburcio, Liduvina, vengan que los necesito! ¡Tiburcio, Liduvina…! ¿Dónde recoño se han metido…?
Felipito en la modesta habitación, aún con la sucia ropa de labor, se agita en el lecho. Un hilo de baba le moja la barbilla y se encharca en la almohada, donde se diluye la ilusión de Eloina.
La casa pequeña se abarrota con el reclamo de Eufemia: “¡Tiburcio, Liduvina…!” y las cautas palabras del detective chino que, amparado en el anonimato incorpóreo de las ondas hertzianas, repite sosegadamente con marcado acento asiático: “Hay que tener paciencia…mucha paciencia”.
0 comentarios