El entierro del enterrador

Written by Libre Online

24 de octubre de 2023

Capítulo IV

Por J. A. Albertini

-Quiero invitar a su hija Eloina a ir al circo el domingo por la tarde -suelta de un tirón que lo deja exhausto.

-¡Eloina…! -alza la voz, para hacerse oír por sobre la charla de los parroquianos.

La joven cargando una bandeja llena de platos, con restos de comida, interrumpe su camino a la cocina y se acerca al mostrador de la cafetería.

-¿Me llamó mamá?

-Felipito desea invitarte al circo.

-¿Cuándo? -inquiere con aplomo y picardía femenina que señala que la propuesta no la toma por sorpresa.

Felipito escarrancha los ojos; la sangre le vitaliza el color del rostro y abre la boca en inútil ejercicio fonético.

-¡Ni que te hubieras comido la lengua! -María Viña exclama.

-Eloina… el… el… -la voz le surge ajena y vacilante. -¿El qué? -la joven se muestra impaciente y con una pizca de altanería.

-El domingo… que me acompañes el domingo por la tarde al circo -al fin articula.

-Está bien -acepta fríamente-. Pero mi hermana Teresita y su novio Pepe tienen que acompañarnos, y tú también pagas las entradas de ellos -condiciona.

-¡Lo que digas… lo que digas…! -transige y caminando de espaldas comienza a retirarse.

-¿Hoy no vas a comprar frituras de bacalao? -María Viña, zumbona, le recuerda.

***

Eloina lleva un vestido ligero de colores claros que resalta la belleza y feminidad de su cuerpo. La tarde soleada se limpia en una brisa que simula descender del cielo azul, maculado por una que otra inofensiva nube blanca.

Bajo la carpa del circo se respira olor a serrín, humanidad y esfuerzo animal que lastima el olfato.

Las hermanas, paladeando un cucurucho de algodón, golosina clásica del circo, toman asiento entre los dos acompañantes.

Las gradas se colman tanto que los espectadores se apretujan para brindar espacio a los rezagados. El flanco derecho de Felipito roza a Eloina. El contacto con la piel tibia de la joven le causa un vacío en el estómago que se transmuta en húmedo apremio sexual.

En el ínterin de la espera, las conversaciones y exclamaciones de grandes y chicos crean una barahúnda uniforme que es rota por el pregón de un vendedor de globos multicolores que tienta a los pequeños y dos jóvenes agraciadas que, en ropas ligeras, proponen goma de mascar, caramelos y gaseosas.

El calor agobia a Felipito; la respiración se le densa en los pulmones y la camisa blanca pierde la compostura del almidón en manchas de sudor.

La proximidad de Eloina, no le permite a Felipito disfrutar del desfile que da inicio al espectáculo. Un corpulento y otoñal maestro de ceremonias, enfundado en un traje llamativo y anacrónico, con botas y polainas lustrosas, sopla un silbato e impone silencio. Luego, valiéndose de un altavoz saluda al gentío y con epítetos rebuscados y halagadores va presentando a los artistas que brazos en alto, cargados de maquillaje y lentejuelas, recorren la pista circular al compás de una música apropiada que interpreta una orquesta, profusa en instrumentos de viento y percusión. Ilusionistas, equilibristas, trapecistas, danzarinas exóticas, domadores y animales cautivan, por adelantado, la imaginación de los presentes, mientras los payasos, con Polidor a la cabeza, ponen una nota de humor y revoltijo, bajo los ojos atentos de un grupo de tramoyistas, listos para montar, variar y retirar decorados, escenarios y utensilios.

Cuando la función termina el sol se ha ido y una claridad versátil se repliega en las tinieblas de la noche inminente.

Las personas que abandonan la carpa comentan entusiasmadas las habilidades de funámbulos y animales. Eloina, Teresita y Pepe no son ajenos al sentir colectivo. Sin embargo, Felipito apenas reparó en el espectáculo. Todo el tiempo estuvo procurando el contacto, aparentemente casual, con el cuerpo de Eloina; empeño que le produce una prolongada y acuciante reacción priápica que se alimenta de fantasías eróticas.

Eloina, dueña del deseo carnal que despierta, goza con los apuros de Felipito. Por lo tanto no es remisa a pegar su brazo y pierna contra las del atribulado galán quien, ocasionalmente, al entreabrir la boca para suspirar de amor, salpica la camisa de saliva nerviosa que se fuga del control del pañuelo que aprieta entre sus manos frías y temblorosas.

La noche se insinúa fresca. Teresita y Pepe, agarrados de las manos se adelantan e intercambian miradas de pasión.

-Si atravesamos el plan de Cardoso ahorramos camino -Teresita propone. Voltea el rostro y le fulguran los ojos verdes.

-Me da lo mismo -Eloina comenta- ¿Y tú Felipito?

El aludido traga en seco. Contempla el dilatado pedazo de solar yermo y se fija en un carromato del circo que solitario se alza en medio del trayecto que planean cruzar.

-A mí también me da igual -responde.

Las dos parejas se adentran en la oscuridad. Al pasar junto al carromato, Teresita y Pepe tuercen el rumbo y se pegan a la estructura de madera y lona. Voraces de amor se prodigan besos y caricias. La cabellera negra de Teresita se prolonga en la noche y sus ojos, verdes gatunos, resplandecen con intermitencia de cocuyo.

(Continuará la semana próxima)

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