EL EMPEÑISTA

Written by Libre Online

18 de abril de 2023

por ELADIO SECADES (1957)

Las casas de empeño son los únicos museos que tienen un público permanente. Archivo de la miseria de uno. Y de las ganas de divertirse de otros. Con guitarras con polvos y sin cuerdas. Zapatos que dejaron de andar para solucionar un problema. Trajes que no fueron a fiesta para que pudiera ir el dueño. 

Nada más parecido a la casa de empeños que la utilería de un teatro. Donde los objetos envejecen por amontonamiento. Y las polillas convierten en menú el respeto que merece la eternidad. Es posible que en la casa de empeño al lado de un ventilador haya un libro de medicina. Se pasa por el filtro del empeñista que tiene un mostrador de ponerle precio al apuro de los demás. Y que va contra la lógica cuando dice que un brillante es viejo. Y contra la religión cuando le cuelga una etiqueta a una imagen de segunda mano. 

Las vidrieras de las casas de empeño brillan como los pechos de esos militares que no han ido a ninguna guerra. Es necesario ser muy cubano para comprender la tragedia del picúo que en un gesto heroico se desprende del sortijón. Y el alarde del negrito del solar que llega y arroja sobre el cristal la percha de tres botones. Y le pregunta al gallego cuánto le pueden dar por eso. El empeñista le da muy poco, porque sabe que es víspera de verbena en todos los jardines Y el andoba sacrifica la tela. Que es renunciar al plante. Para ir a acabarse la vida en guayabera. Nosotros somos felices con ron malo y con música buena. 

El dependiente de la casa de empeño no sabe ni le importa por dónde empieza la juventud de la mujer. Pero cuando le llevan un traje a empeñar, mira los pantalones al trasluz. Porque la vida le ha enseñado que el casimir envejece por los fondillos. Y que los que sacan el traje el sábado para volverlo a meter el lunes, han perdido la vergüenza. Pero no quieren perder el traje.

Las casas de empeño en Estados Unidos tienen en la puerta tres bolas. Es que el judío se considera hombre y medio cuando los demás necesitan su dinero. Los españoles le llaman monte de Piedad. Para recordar a la madrileña de novio de kermesse y novela corta. Aquellas novias que eran más manolas cuanto más engordaban. Y que curaban el hambre de la familia empeñando el mantón. 

El mantón es la primavera que termina en flecos. La consecuencia del mantón es el chocolate con churros. Y el personaje de género chico que amaba el cuplé. Casi siempre a la Cirila. Con una madre gorda. Y un padre haragán. Por lo mismo que era flamenco. Es verdad que el cubano tiene bastante de andaluz. Lo que pasa es que le sale cuando tiene necesidad de ir a la casa de empeño. Con la pena y el bulto. Hay el cubano que cuando compra una prenda, piensa en lo que le cuesta. Y en lo que le pueden dar de empeño.

Existe el elegante que usa reloj-pulsera hasta que a la novia se le antoja ir al cine. Entonces el reloj desaparece. Y él dice que no sabe lo que le pasa, que se ha parado. Y hasta habla mal de Suiza. Después de todo, la capital se ha llenado de relojes eléctricos. La trastienda de la casa de empeño es un pedazo de cada fatiga y de cada mundo. 

Abrigos que han dejado de dar calor. Neveras que han dejade de dar frío. ¿Cómo ha ido a parar allí el Cáliz de una iglesia? Se entra con una dificultad y se sale con una papeleta. Es decir, con otra dificultad. De repente se presenta una 

criada y deja caer sobre el mostrador un juego de servilletas y le dice al muchacho:

–Dice la señora que le mande uno veinte.

Los refugiados han llenado las casas de empeño de lentes de alemanes que han acabado con el prestigio de un peso de la cámara de cajón. Cámaras de retratar un árbol y una novia. Pero nada más.

Un técnico en fotografías es un animal de laboratorio. Las cámaras que quedan empeñadas son fuelles que le han dado vacaciones al paisaje. El bandoneón es el fuelle que no le dan descanso a nada. Un gaucho es un fotógrafo de estira y encoge. Sin acabar de disparar. El ciudadano de barrio que llega con su apuro a la casa de préstamos, al tiempo que tarda en decir lo que dan, le llama pugilateo. 

Después hay que declarar el domicilio. Y firmar una papeleta. Grande y complicada. Por lo mismo que es española. Y encima poner la cara hipócrita de la seguridad de que uno no quiere perderlo. Cuando el negocio del empeñista consiste en que lo pierda. 

Claro que las cosas han cambiado mucho y ya todos los que entran a una casa de empeño no llevan en el alma un drama de dinero. Hay también el personaje humilde que de repente se encuentra con el acontecimiento de que lo han nombrado padrino de una boda. Y necesita un frac. No hay padrino de boda que tome el honor tan en serio al grado de comprar un frac que solo va a usar una vez. 

En Cuba el frac es un fenómeno transitorio. Es la cámara negra del martirio que se alquila o se presta. Los fracs de las casas de empeño son como esos presos que tienen días de salida. En cualquier momento aparece el padrino de la boda que rescata el frac de la trastienda húmeda y con aroma de naftalina y lo lleva a dar un paseo a través de las arcadas maravillosas de la Marcha Nupcial. Después de la boda, el frac volverá a la casa de empeño. Envuelto en un papel de periódicos. Como el cadáver de un pobre padrino que ya salió de eso.

Todo lo que se empeña está viejo. Y todo lo que se compra en una casa de empeño está como nuevo. El empeñista lo es todo en una sola pieza: garrotero, sastre, peletero, experto en obras de arte. Y es que, conociendo bien la miseria del prójimo, ya se conoce lo demás. 

Medallas de campeones. Maletas que no han viajado. Violines que han largado el puente esperando días mejores. El banjo que ya no se usa. El banjo es la pandereta con cuerdas. Que asocia la mente a los esclavos del sur. Y a las plantaciones de algodón. Donde el negro es triste como un atardecer. Y los coros de agricultores se pierden en el crepúsculo, lo mismo que emigrasen en alas de papel de envolver chocolate. 

No se sabe cuánto daría un empeñista por un órgano que destile lágrimas de sacristía. El medallón de la abuela. La cuna blanca del niño. El smoking de verano. Que es la versión del odio criollo al smoking de invierno. Da lo mismo. Todo es la quiebra de la voluntad. Porque lo que perdemos, porque ya se venció el plazo, pensamos una vez que íbamos a sacarlo enseguida.

Si la fe no tuviese un precio, las casas de empeño no estarían llenas de imágenes. Medallitas de la Caridad que se arrancaron del cuello en un momento crítico. Y que pasaron a adornar la vidriera. Esperando a un creyente con dos pesos de más, para hacerle un regalo a la novia.

 Las personas salen de la casa de empeño con la cara de cuando se sale de una casa de citas. ¿Nos habrán visto? Dan gana de arrimarse a las paredes. Sobran las muchedumbres. Estorba la lechería de enfrente. Bajamos la vista. Apretamos el paso. Doblamos en la primera esquina. Y sentimos un poco de asco de nuestra propia timidez. 

Quisiéramos ser ese caretudo que llega a la casa de empeño, bromea con el dueño, invita al dependiente y se saca los zapatos viejos para ver si hay un par que le sirva. El cubano que tiene el anonimato de la popularidad. Y que llega y que se va sin fijarse en los vecinos que lo miran. Es como el sacristán que encendiera un cigarrillo en la vela del Santísimo. 

Se empeña todo. De la sortija tresillo a la camiseta pullover. Que en español quiere decir que hay que volverse a peinar. Yo he visto a un abogado gordo entrar a una casa de empeños a buscar un par de zapatos de charol para una conferencia. Y chillaba como si ya estuviese en la conferencia. El mozo del mostrador recibe a los desdichados del barrio. Y va aceptando prendas y dando recibos. El negro del ónix. Las iniciales del anillo de compromiso. Los aretes de la madre. 

En Cuba los prestamistas se llaman padrino. La casa de empeño es el museo de los personajes sin historia. Y que industrializan la necesidad de un peso. Y han inventado el padrino a contrapelo. Es decir, el padrino que vive del ahijado. Arrancándole pedazos de su amargura. Y dándole pellizcos a sus ansias cristianas de encender el fogón.

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