El Día del Abogado. SIN DERECHO TAMPOCO HAY PAÍS

Written by Libre Online

6 de junio de 2023

Por Andrés Valdespino (1957)

Cuando la Nación está de luto. — La protesta cívica de los abogados cubanos. — Vocación democrática de Ignacio Agramonte.— Cuando los gobiernos no se fundan en la justicia, sino en la fuerza.— Una revolución que se ordena jurídicamente.— Las Constituciones de la República en armas.— Los abogados en la manigua insurrecta. Cinco años de «desorden» jurídico. — De los cuerpos represivos a los Tribunales de Urgencia. — Los abogados también han rendido su cuota de sacrificio. — La ausencia de un Estado de Derecho. — La paz que Cuba necesita.

El 8 de junio, debía celebrarse el Día del Abogado en toda la República. Pero este año no habrá festejos. El Colegio Nacional acordó suspenderlos “dadas las circunstancias porque atraviesa el país”. Y ha hecho bien. No podemos los abogados andar de fiesta cuando la Nación está de luto. Ni proceden estas conmemoraciones jurídicas en momentos en que se atropellan los hechos, se desconoce la legalidad, se escarnece la justicia y se ofende la civilidad. El Día del Abogado pasará en silencio. Como cívica protesta de los hombres de toga» contra el estado de cosas que padecemos, capaz de destruir los cimientos mismos de la nacionalidad cubana. Porque podrá ser cierto que “sin azúcar no hay país”. Pero para un pueblo es tan necesario el bienestar económico como el orden jurídico. Y tampoco habrá país sin justicia y sin derecho.

No es posible olvidar que, entre nosotros, el Día del Abogado no es sólo tributo a la carrera de las leyes. Sino también evocación de tradiciones heroicas. Con raíces muy hondas en los principios de democracia y libertad. No por casualidad se escogió el 8 de junio para celebrarlo. En ese día del año 1865 recibía su título de Licenciado en Derecho, Ignacio Agramonte. Aún no había estallado la Revolución de Yara. Pero ya se perfilaban en los horizontes cubanos las rebeldías legítimas de un pueblo con dignidad suficiente para encararse a la opresión.

LA TESIS DE 

AGRAMONTE

Agramonte tenía entonces veinticuatro años. Terminaba sus estudios de Derecho. Ya para él la noción de la justicia no podría separarse de la idea de la libertad. Ante el Claustro de Profesores de la Universidad de La Habana, enclavada en el viejo Convento de Santo Domingo, desarrolló su tesis de grado. Y el joven camagüeyano convirtió lo que para muchos era expediente rutinario en vigoroso alegato contra el despotismo y a favor de los derechos humanos. Con razón diría más tarde Antonio Zambrana, testigo de aquel acto, que “aquello fue como un toque de clarín”. 

En su discurso Agramonte afirmó enérgicamente los fundamentos básicos de una nación civilizada: la democracia representativa, el respeto a los derechos individuales, el imperio de la justicia sobre la fuerza. Declaró que “había que favorecer el régimen de división de poderes, para evitar que, por un abuso de autoridad, uno de esos poderes se revistiera de facultades omnímodas absorbiendo las públicas libertades”. 

Proclamó que “bajo ningún pretexto puede privarse a nadie de los derechos individuales, inalienables e imprescriptibles, sin hacerse criminal ante los ojos de la Divina Providencia, sin cometer un atentado contra ella hollando y despreciando sus eternas leyes”. Recordó que “la ignorancia, el olvido y el desprecio de los derechos del hombre son las únicas causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos”. 

Y concluyó con aquellas palabras que obligaron al Presidencial del Tribunal a confesar que de haber conocido el contenido del discurso hubiese prohibido su lectura: “El Gobierno que no se funda en la justicia y en la razón, sino en la fuerza, podrá en un momento de energía anunciarse al mundo como estable e imperecedero, pero tarde o temprano, cuando los hombres, conociendo sus derechos violados, se propongan reivindicarlos, ira el estruendo del cañón a anunciarle que cesó su letal dominación”.

Al bisoño abogado parecía reservársele un futuro prometedor. Primero en La Habana, y luego en Camagüey, inició el ejercicio profesional con habilidad y fortuna. Hombre de aspecto arrogante, modales atractivos, palabra fácil, claro talento y profunda cultura. Agramonte estaba destinado al triunfo en la carrera de las leyes. Pero se ventilaba entonces un pleito de mayor importancia: el de la Patria esclavizada. Y el rebelde camagüeyano habría de cambiar las ventajas del lucrativo bufete por las inclemencias de la manigua agreste. 

Céspedes se levantó en armas contra España el 10 de octubre de 1868. Y un mes más tarde, el 11 de noviembre, Agramonte llegaba al campo insurrecto. El hombre de leyes trocaba la elocuencia por la espada. Y la demanda civil por la orden militar. Pero en el mismo campo de batalla, al fragor del combate, Agramonte seguiría siendo siempre el abogado, formado en el Derecho y en la Justicia. Con vocación democrática. Y profundos sentimientos civilistas. Fue un gran combatiente y un heroico guerrero. De él diría Máximo Gómez: “Sólo, por sus propios recursos, sin nociones militares de ningún género, se había colocado en primera línea entre todos los generales que aquí combatimos”.  Pero su mayor gloria, aunque haya sido la menos destacada, fue la de haber dado a la Revolución cubana contenido jurídico y ordenamiento constitucional. Forjando con su clara visión de jurista una República en armas democráticamente configurada. 

Las constituciones de la Revolución 

Agramonte quiso construir la naciente República sobre los mismos principios proclamados en su tesis de grado: la democracia representativa, el respeto a los derechos individuales, el imperio de la justicia sobre la fuerza. Y lo logró. La Constitución de Guáimaro fue la culminación de su ideario democrático. 

Temía, con razón, a los peligros del caudillismo militar y a los excesos de regímenes unipersonales. Para él era básico configurar la Revolución sobre las bases en que más tarde se estructuraría la República. Sobre la ley, sobre el respeto a las mayorías, sobre el régimen de división de poderes. En Guáimaro quedó plasmado todo eso. No se actuó en aquella Asamblea con resentimientos localistas o ambiciones regionales. 

Céspedes fue designado Presidente de la República en armas. Pero sin las omnímodas facultades que podrían conducirlo a la dictadura. Se evitó en esa forma el exceso en el poder. Se unificó el gobierno revolucionario sobre postulados democráticos. Y se formuló una vigorosa declaración de los derechos del hombre. El respeto a la voluntad popular aparecía como elemento fundamental para la nueva república.  En esa forma se producía el hecho insólito de un país que marchaba a la guerra con su propio ordenamiento jurídico. De una revolución que se señalaba, por disposición constitucional, sus propias normas legales.

La guerra del 95 continuaría la tradición iniciada en Guáimaro. También esta nueva jornada tendría como ideólogo a un abogado: José Martí. No ejerció la profesión. pero era hombre de cabal formación civilista y democrática. Como para Agramonte, para Martí  lo esencial no era sólo derrocar el poder español sino fundar una República en la que no fuera fácil caer en gobiernos tíránicos y despóticos. 

También la Guerra del 95 tuvo sus Constitución. Como antes en Guáimaro, ahora los insurrectos se reunirían en Asamblea Constituyente. Esta vez en Jimaguayú,  como homenaje a Agramonte, el civilista de la primera guerra, abatido en combate en el histórico potrero camagüeyano.  Y como en Guáimaro, se redactaría en Jimaguayú una Constitución sobre bases democráticas, capaz de impedir los excesos del poder y la dictadura militar. Siendo tan celosos de la legalidad aquellos nombres en armas, que al vencer el término de dos años que se había fijado como máxima vigencia del texto Constitucional, se reunieron nuevamente en La Yaya, en 1897. para modificar la Constitución y elegir nuevo Consejo de Gobierno.

Así se forjó la independencia cubana.  Un abogado, Jose María Heredia,  la cantó en versos inmortales:  “Cuba, al fin, te verás libre y pura, como el aire de luz que respiras”.  Otro abogado, Perucho Figueredo, le improvisó su himno heroico: “Que morir por la Patria es vivir”. Abogados fueron los que prendieron la llama revolucionaria: Céspedes, el caudillo, en el 88: Martí, el apóstol, en el 95. Un abogado, Ignacio Agramonte, llevó las normas del Derecho a los campos de la insurrección. Y en Guáimaro primero, en Jimaguayú y La Yaya después, se afirmó la vocación democrática y civilista de la República en armas.

LA SITUACIÓN ACTUAL

Un pueblo con esas tradiciones y esos antecedentes no puede conformarse a que se le gobierne de espaldas a la Ley y a la Justicia. Y a que una minoría impopular sin más razón que la fuerza, trastorne de la noche a la mañana el ritmo normal de sus instituciones ciudadanas y altere injustificadamente el ordenamiento constitucional en que descansa la nacionalidad. Prueba de eso, y elocuente en extremo, es el momento dramático que estamos viviendo los cubanos. 

Hace años que se desarticuló el régimen democrático. Y las cosas, en lugar de mejorar, andan de mal en peor. A pesar de la prosperidad económica. A pesar del precio del azúcar. Porque hay cosas que valen más para un pueblo que su misma economía. Como son la Libertad, la Justicia y el Derecho. Y cuando se las ignora y atropella se produce un estado intolerable de desorden jurídico que precipita al país al caos, la anarquía y la guerra civil. No es posible detener de un frenazo la marcha institucional de una nación sin que sobrevengan trágicas consecuencias. 

Cuando el camino de la democracia se pierde resulta costoso volverlo a encontrar. Se fomentan rencores, se atizan odios, se crean enconos, y poco a poco se va   encaminando el ambiente del tóxico fatal de la violencia.

Como pocos, saben bien estas cosas los abogados cubanos. Que en estos años han tenido que recorrer, en doloroso peregrinaje, estaciones de policía, cuerpos represivos, Tribunales de Urgencia, salas de cárceles. Protestando diariamente de los abusos del poder público. De los atropellos a los derechos individuales. Del desconocimiento a los principios constitucionales. Constatando en el ejercicio de su profesión como se allanan domicilios sin  mandamiento judicial, como se detiene arbitrariamente a los ciudadanos, como se maltrata a los presos políticos, como se practica la tortura para arrancar confesiones, como se coacciona al Poder Judicial, como se pretende estorbar a los mismos abogados el libre ejercicio de su sagrado ministerio. Y en esta pavorosa etapa de nuestro proceso republicano, la clase togada ha llegado también a rendir su cuota de sacrificios en prisiones, exilios y muertes.

En el fondo de todo esto no hay más que un mal. El mal de origen. La ausencia de un Estado de Derecho. Y mientras no se reconozca esta realidad, y no se la rectifique, seguirán ensombreciéndose los horizontes nacionales. La solución no está, como algunos pretenden, en exterminar a sangre y fuego a los grupos rebeldes. La insurrección no es una causa, sino una -consecuencia. Y no se tranquilizará el país por el hecho de acabar con determinados focos de descontento colectivo. La paz que Cuba necesita no puede ser impuesta por la fuerza. Tiene que estar basada en la Ley. Tampoco es solución ese “remiendo” electorero que se confecciona entre unos cuantos políticos sin tener para nada en cuenta las grandes demandas ciudadanas. 

La solución está en restablecer el orden democrático que injustificadamente se quebró hace años. Para eso hace falta, primero, que se detenga por parte de la fuerza pública la ola de atropellos a los derechos individuales y se respete efectivamente la norma constitucional. Y después, que los gobernantes depongan una actitud de intransigencia que a nada conduce, y estén dispuestos a “ceder” de verdad. Y “ceder” en este caso, no significa otorgar unas cuantas concesiones de tipo electoral que a nadie interesan, sino llegar, inclusive, al sacrificio de posiciones y cargos, propiciando de buena fe una fórmula que pueda ser satisfactoria para que en ella crean todos los cubanos. Resulta una terquedad absurda abroquelarse ahora en lo que dice la Constitución, para no acceder siquiera al acortamiento de los mandatos. Cuando tampoco tan poco caso se hizo de ella a la hora de alzarse contra los poderes legítimos de la nación.

Esa vuelta al Estado de Derecho, al orden jurídico, al imperio de la Ley, la primacía de la Justicia sobre la fuerza, es lo único que puede detener la frenética carrera hacia el abismo.  Y eso es lo que demandan los abogados cubanos en la muda protesta de su Día en silencio. Sin festejo ni celebraciones, porque la patria está de luto. Y el derecho anda ultrajado.

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