El desengaño es descubrir que la verdad en la que creíamos era una mentira, enfrentarnos a la frustración de que lo que recibimos no es lo que esperábamos, decepcionarnos de la persona en que confiábamos y vernos obligados a cambiar una sonrisa por una lágrima.
El desengaño, en el diccionario tiene varios sinónimos, decepción, desilusión, desencanto y podríamos añadir más, pero lo que queremos señalar es que se trata de una experiencia dolorosa y negativa. Sin embargo, sin pretender tomar atributos del diablo, creemos que la decepción tiene una faceta positiva que no podemos desdeñar.
Descubrir un engaño es liberarse de él, identificar a un enemigo solapado es quitarnos una sombra de encima y desenmascarar una traición es borrar de nuestro camino una amenaza.
Cuesta trabajo ajustarse y reponerse; pero tenemos que aprender que el pasado no está sujeto a cambios y no tenemos otra alternativa que superarlo si ha sido nocivo, y disfrutarlo si ha sido feliz. Cuando nos decepcionamos de alguien o de algo, tenemos que sacudirnos del corazón las amarguras que lo entristece y dedicarnos a la heroica tarea de rescatar nuestra herida dignidad.
Recuerdo una frase de Eleanor Roosevelt que me inspira: “El ayer es historia, el mañana un misterio, el día de hoy es un regalo, por eso le llaman presente”. Y ya que citamos a una dama de tanto valor, no queremos evadir la oportunidad de citar unas sabias palabras de Abraham Lincoln, nuestro presidente preferido: “Podéis engañar a todos durante algún tiempo; podéis incluso engañar a algunos siempre; pero no podéis engañar a todos siempre”. Los engaños de ayer no tienen ni remedio ni castigo, de los que hay que preocuparse es de los engaños de hoy. La ilusión es el primer paso hacia la felicidad, la decepción es el último hacia el olvido.
Estamos en medio de una intensa y extensa actividad de los políticos. Es lamentable que los aspirantes a puestos públicos hagan promesas que finalmente se descubren como engaños. Probablemente la apatía ante el deber de votar se ha convertido en pandemia, y usamos un término de actualidad, debido a la desconfianza de los electores. Recuerdo que hace años un cercano amigo mío aspirante a una posición electiva me pidió que le seleccionara una buena cita bíblica para usarla en algunas de sus presentaciones. Sin pensarlo le dije Eclesiastés 5:5, “vale más no hacer promesas que hacerlas y no cumplirlas”. Me miró fijamente y sonriendo me dijo, “no, ese no me gusta”. Claro, sería una enorme falla para un político abstenerse de prometer cielo y cimas. El problema es ganar, y después veremos.
En lo que nos atañe como cubanos estimo que se nos ha decepcionado en reiteradas ocasiones. Innegable es que hemos sufrido, y sufrimos graves desengaños por parte de nuestros poderosos aliados que han ignorado nuestra identidad política y patriótica. Nos acogemos a esta afirmación, cuyo autor desconocemos: “La vida es un reto, vívela, siente, ama, ríe, llora, juega, gana, pierde, tropieza, pero siempre levántate y sigue”. La decepción no mata, pero enseña. Las lecciones que hemos derivado a lo largo de más de seis décadas nos enseñan que no podemos ni desistir ni entregarnos, quizás hoy con otros métodos, pero siempre con el mismo objetivo.
Vamos a entrar a nuestro escenario y enfrentarnos a problemas inquietantes que nos afectan como seres humanos anhelantes de paz y felicidad.
Una de las más dolorosas ponzoñas del desengaño la descubrimos en las relaciones amorosas y románticas que se destruyen por la deslealtad y la traición. Es triste ver a una pareja de esposos que tras años de armoniosa unión conyugal rompen su compromiso debido a la intrusión del desengaño. El adulterio es una epidemia cotidiana que genera violencia, crímenes y abusos.
A lo largo de nuestra ya larga identidad pastoral hemos tenido que intervenir en casos de divorcios que implican a personas inocentes que son víctimas de una penosa angustia. Nos preguntamos qué hacer en este tipo de situación. Probablemente la más aceptable conclusión sería la de la reconciliación, palabra cuyo significado etimológico es éste: “reunir dos corazones que se habían separado”; pero tal camino no siempre queda abierto.
Cuando la crisis es desafiante, recordamos el pensamiento en el libro bíblico de Proverbios: “quien encubre su pecado jamás prospera; quien lo confiesa y lo deja, halla perdón”. Es difícil, por no decir imposible, perdonar determinadas ofensas; pero vivir con la carga de un agudo sentido de culpabilidad, es echar a perder el disfrute de la esperanza que puede ser restaurada.
En los procesos de consejería prematrimonial que conducimos los clérigos se suele instar a las parejas a que hagan un pacto de amor verdadero y firme, de fidelidad y de lealtad a los valores espirituales. Mi experiencia es que éste voto es una garantía de un matrimonio estable y feliz, en el que no tienen cabida los desengaños. Mi consejo es simple: “no pongamos nuestra cabeza sobre la almohada hasta que acomodemos al corazón en el puesto cimero que merece y necesita”.
Quiero insistir en que no hay felicidad mayor en la relación conyugal que la experiencia de la reconciliación. Hablemos ahora del penoso desengaño cotidiano que rompe amistades, compañerismo y lazos familiares.
Conocí, hace años, a dos jóvenes que estaban unidos por una estrecha amistad, jugaban aliados en el mismo equipo deportivo y ambos asistían puntualmente a la iglesia. Cierta mañana se me acercó uno de ellos para decirme que su amigo y compañero lo había traicionado y que el desengaño experimentado los llevó a un estado de violencia en el que tuvo que personarse un agente de la policía que detuvo a ambos, acusados de provocar un escándalo público. No voy a entrar en detalles del incidente, pero me decidí a organizar en la iglesia una confraternidad juvenil en la que orienté a los jóvenes sobre los deberes que implican una amistad verdadera y cristiana. Los desengaños entre amigos suelen producirse por cosas triviales y muy a menudo se disuelven en un mesurado reencuentro.
Leí recientemente estas sabias palabras de Mahatma Gandhi que las considero como una previsión para conservar positivamente nuestras relaciones sociales: “Cuida tus pensamientos porque se convertirán en tus palabras, cuida tus palabras porque se convertirán en tus actos, cuida tus actos porque se convertirán en tus hábitos, y cuida tus hábitos porque se convertirán en tu destino”.
Casos lamentables son los de carácter familiar. Padres disgustados con sus hijos, hermanos peleados entre ellos, litigios legales interfiriendo en la paz entre familiares.
Recuerdo al padre que expulsó de la casa a un hijo que le sustrajo una determinada cantidad de dinero del sitio en que lo guardaba. El muchacho durmió en bancos del parque, hizo trabajos innobles para librar su sustento, carecía de ropa para cambiarse y se pasaba las horas caminando cerca de lo que fuera su hogar hasta que decidió, tarde en una noche de frío, tocar a la puerta. El padre, adormilado, le abrió y al verlo sucio, demacrado, temblando de miedo y consumido por el hambre, le extendió sus brazos y lloró junto a él. Se convirtió en el padre de la parábola que pronunciara Jesús sobre “el hijo pródigo”. Reafirmé mi convicción de que entre padres e hijos siempre deben existir puentes y nunca abismos. Los desengaños familiares son heridas que deben sanarse. Lo dijo Marcel Proust: “Lo que une no es la identidad de opiniones, sino la consanguinidad de los caracteres”.
Muy interesante fue el caso de la joven que me confesó que se había peleado con Dios. Sus razones personales tenían que ver con un empleo que por méritos propios le correspondía y finalmente le fue negado. ¿Pelearse con Dios? Nunca había bregado con una semejante situación. Quise explicarme por qué hay ateos y renegados. En el caso del que hablo se me ocurrió preguntarle a la joven si no creía que Dios le habría cerrado una puerta para abrirle otra mejor. Y se produjo el milagro, pues así sucedió. Tratemos siempre de estar dispuestos a aceptar los designios de Dios. Él es el gran fabricante del futuro y el supremo creador de nuestras bendiciones.
Nuestro consejo final es que hagamos el más supremo de los esfuerzos en superar y vencer los dardos del desengaño. Me gusta este pensamiento que en cierta ocasión escuché: “el verdadero milagro no es andar sobre las aguas, volar por los aires; es andar sobre la tierra alcanzando el cielo”.
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