EL COMUNISMO CHINO VIVE DEL CAPITALISMO CÓMPLICE

Written by Adalberto Sardiñas

12 de diciembre de 2023

Confesémoslo: hay que explicar esta vergüenza. El Summit sostenido en la ostentosa mansión Filoli, en las afueras de San Francisco, entre el mandatario chino Xi Jinping y el presidente Joe Biden, para limar asperezas entre las dos potencias, tuvo, per se, clara y justificada legitimidad. El encuentro fue civilizado. Correcto. Se discutieron acuerdos y desacuerdos. Se fijaron posiciones, y al final, China se comprometió a parar la producción de la fatal droga Fentanilo que tanto daño ha hecho, y sigue haciendo, a nuestra sociedad, y mantener recíproca comunicación militar con el Pentágono. Hasta ahí, el script funcionó de acuerdo a lo planeado. Pero lo humillante, lo reprobable, lo vergonzoso, vino después.

En un despliegue de inoportuno apoyo político, varias docenas de líderes empresariales, desde gigantescos conglomerados, hasta empresas de mediano calibre, ofrecieron una gran cena a Xi Jinping; le aplaudieron todos de pie, como se les hace a las estrellas deportivas, hasta llegar a pagar $40,000 por plato. Fue un acto de repulsiva sumisión de la crema del capitalismo americano a un dictador comunista que, por años, los ha acosado, robado de sus propiedades intelectuales, sometiéndolos a una competencia injusta y desleal con las empresas nacionales, todas sometidas al Partido Comunista.

China, en esta coyuntura de su historia, navega entre la malsana violencia comunista y la solapada complicidad capitalista.

Esta es una vergüenza que necesita ser explicada, teniendo en cuenta que el Partido Comunista chino, que no es otra cosa que el propio gobierno, se ha cansado de repetir, en una narrativa vocinglera, que el capitalismo liberal y la democracia están en una crisis terminal, que no son viables, que ya no dan más, como si no fueron éstas, en realidad, las exitosas formas reales de relacionarse los seres humanos económica y socialmente.

Y, en efecto, lo que jamás ha sido viable, ni ha dejado de existir en perenne crisis, es el comunismo en todas sus variantes, incluyendo a su primo cercano, el socialismo, porque no responden, ni a las necesidades, ni a los anhelos de los seres humanos. Sin embargo, irónicamente, esos representantes del capitalismo, decidieron, en la noche del pasado miércoles, honrar a Xi Jinping, quien aspira a la destrucción del presente orden mundial establecido, en lo que es un inexplicable absurdo, una tácita complicidad con el enemigo, con la esperanza de seguir operando en un mercado chino, que, dicho sea de paso, ha devenido en incontrolable declive en los últimos dos años, con inequívocos indicios de un profundo agravamiento en el futuro cercano, al extremo de una pérdida equivalente a 955 billones  de dólares en su valor bursátil en lo que va de este año. En su máxima expresión, esta ostentosa etiqueta de agasajo no fue más que un golpe de propaganda en favor de China y su dictador, y en su mínima concordancia, sólo significó un motivo de bochornosa verecundia para sus anfitriones.

La economía china no está ni siquiera cercana a sus mejores tiempos. La acosan serios factores negativos que harían casi imposible un crecimiento apreciable en el resto de esta década. Su producción disminuye. El desempleo de la juventud pasa del 20%. La población entró en un descenso espiral al extremo de haber perdido más de 150 millones desde el 2021. Las pérdidas en la industria inmobiliaria circulan por catastróficas bancarrotas; y, encima de todo esto, la economía se encamina a un peligroso estado deflacionario con consecuencias que prometen ser prolongadas. 

A la sombra de este panorama económico, nada prometedor, el capitalismo liberal americano, bajo la dirección de sus más prominentes y talentosos líderes, decide entrar en una vituperable complicidad sumisa con una gala enaltecedora a la figura de un gobernante antidemocrático, notable por su gestión represiva contra sus oponentes políticos y grupos étnicos religiosos como los Uighur musulmanes. ¿En nombre de qué principio, social, político, o económico, se le rinde este reconocimiento con repetidos unánimes aplausos a este despótico líder? ¿O es que, al fin, hemos alcanzado el ocaso de todos los principios?

En conclusión, habrá que entender que este festín no fue más que un show de apoyo político, con la ilusa esperanza de que Xi Jinping, eventualmente, en justa reciprocidad, les recompense con un benigno gesto gratificador, y pare de robarles su propiedad intelectual y cese en su persecución de espionaje corporativo.

No obstante, los ejemplos de las últimas cuatro décadas, a los dirigentes de las grandes empresas, a los adalides del capitalismo liberal, parece dominarlos una receta de acomodo con China comunista, en busca de una quimérica “colaboración constructiva” que conduzca a una mayor apertura democrática que no se produjo en intentos anteriores, y que, más bien, sucedió lo contrario.  En el transcurso de esos 40 años, el capitalismo liberal americano, buscando mano de obra barata, echó a un lado los escrúpulos, y no tuvo empachos en enriquecer a China comunista hasta convertirla en un formidable enemigo de la nación americana y sus atesorados principios. 

Desde entonces, se ha convertido en penosa costumbre por parte del capitalismo americano, en especial de los ejecutivos conectados a Wall Street, de coludir con Beijing para pulir su imagen con victorias en el ámbito de las relaciones públicas, creando la apariencia de que el sistema empresarial americano está de su parte, y no al lado de Washington, en su política contra sus provocaciones.

Una prueba de ello acaba de acontecer hace tres semanas en Hong Kong cuando un grupo de ejecutivos de Wall Street acudió a un summit concertado por Beijing con claras motivaciones políticas, aunque fue presentado como un acto de la industria financiera.

Aclaro, pues, y esto debe quedar entendido, que esos ejecutivos, por razones prácticas, quieren, y tienen, la obligación de proteger sus intereses en China; y que nadie, en su sano juicio, debe esperar que vayan por el mundo denunciando a los líderes chinos.

Pero, en el lado opuesto, esto no justifica, ni condona, ni aprueba, el lambisqueo adulón que presenciamos todos en la mansión Filoli de San Francisco, con el exuberante arrebato de la más distinguida clase empresarial del país, en agasajar a un mandatario que está muy lejos de merecerlo.

BALCÓN AL MUNDO

El péndulo nunca permanece en el centro por mucho tiempo. Y, en el ambiente geopolítico de Sudamérica, empezó a moverse hacia la derecha. Primero en Ecuador con la elección de Daniel Novoa como presidente, asestando un duro golpe a las huestes izquierdistas de Rafael Correa; y en Argentina, con el sólido triunfo de Javier Milei, un economista libertario, de tendencia derechista liberal. Las cosas empiezan a acomodarse en la parte sur de nuestro continente.

El balotaje que prometía ser reñido, no lo fue. Milei superó a Massa, su contrincante peronista, por 12 puntos, 56 vs 44. No hubo ni sombra de duda en el resultado, aunque sí, algo de sorpresa, por la prominencia numérica del triunfo. Un equivalente a lo que llamamos en los sufragios americanos un landslide.

Y, ahora, ¿qué? 

Milei presentó en su campaña una agenda ambiciosa, entre la que se encuentra entronizar el dólar como la moneda nacional argentina y la eliminación del Banco Central. ¿Lo logrará? Es posible, pero no le será fácil, puesto que no cuenta con mayoría en el congreso, y, sí cuenta, definitivamente, con la oposición sindical peronista y las hordas izquierdistas radicales, que harán todo lo posible para que fracase.

Por lo menos el primer paso está dado. Era necesario. Argentina, un país maravilloso, merece un futuro mejor que el desastroso presente que la asfixia por la corrupción y el mal manejo.

La democracia en Argentina está viva. Pero ¡cuidado!, que también tiene muchos enemigos, entre ellos, el peronismo, tan enamorado del fascismo como su eterno líder, Juan Domingo.

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Los rebeldes Houthis, actuando como proxis de Irán en la guerra de Yemen, se han dedicado, con la tácita complacencia de la dictadura teocrática de los ayatolas, a obstaculizar la navegación en el sur del Mar Rojo y a lanzar cohetes y drones contra buques de guerra americanos operando en el área. La contienda que se libra en esa nación enfrenta a dos irreconciliables enemigos: Arabia Saudí e Irán, ahora en una simulada paz arreglada por China que durará lo que un merengue en la puerta de un colegio. Ambos se odian por cuestiones religiosas, a pesar de ser musulmanes. Pero Irán es shiíta y los saudíes sunitas. Algo así como el aceite y el vinagre, pero elevado al cubo.

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 El presidente Joe Biden arribó a sus 81 años de edad. ¡Felicidades! Le deseo lo mejor, pero no en la presidencia para otros cuatro años, a pesar de su imprudente insistencia en hacerlo. Está viejo, pero no es el número de años que viene cargando el problema principal, sino sus condiciones físicas y mentales, que, como es natural, se irán deteriorando más y más con el paso del tiempo. Es una temeridad que pone en peligro la seguridad nacional y así debe entenderlo. Alguien, en su íntimo círculo de consejeros, debería traer esa ostensible realidad a su entendimiento. 

En el orden de las prioridades, la nación siempre debe estar por encima de los intereses o ambiciones personales.

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