Por OSCAR F. ORTIZ
Meses más tarde, después de una lenta recuperación, el
agente Lando fue dado de alta de un hospital de Manhattan y retornó a sus labores encubiertas. Yo me vi obligado a regresar a Anacostia casi inmediatamente después de cerrar la misión y reanudar mi adiestramiento, esta vez trabajando estrechamente con Tilson, en cuanto el coronel revisó los resultados de la operación «Manhattan» y decidió que, a pesar de que tenían en mí un buen material de agente, todavía me faltaba pulimento.
Al principio su decisión me molestó, lo confieso, pero después comprendí la lógica de sus acciones y hasta se lo agradecí, mi nata condición de lobo solitario me permitió aprender mucho más y más rápido asistiendo a clases como único pupilo de un Grandmaster, que participando en las cátedras colectivas. Fue así como, varios meses después, fui enviado en misión secreta a Moscú.
Esa fue la primera vez que puse un pie del lado prohibido del Telón de Acero, cuando todavía el Este y el Oeste vivían separados por la Cortina de Hierro. De repente me encontré en una calle de Moscú central, una de esas mañanas en que el sol opta por permanecer oculto y que mucha nieve sucia aprovecha para arremolinarse en todas partes.
Vistiendo ropas de invierno negras (y con el esqueleto de un fusil de francotirador desmantelado e ingeniosamente empacado a la espalda en compartimientos secretos de mi voluminoso sobretodo de lana), avancé calle arriba con las manos hundidas en los bolsillos.
Por un momento me detuve para observar mis contornos y cuando comprobé que nadie me seguía posé la mirada en el parco bloque de edificios que se alzaba al cruzar la calle. En ese preciso instante el sol dijo «aquí estoy yo» y sus rayos lumínicos me obligaron a formar una visera para proteger mis ojos con el dorso de la mano. Como no vi a nadie que me lo impidiera, crucé la calle arrumbando hacia el bloque de edificios. Al llegar al primero del complejo, Tilson abandonó su escondite y salió a encontrarse conmigo.
Después de reflexionar largo y tendido sobre el incidente, el coronel Marlon Berkowitz había llegado a la conclusión de que aquella maniobra de los rojos (infiltrar una bomba atómica portátil en Manhattan) había sido un acto demasiado audaz para no ser meritorio de una represalia. Y lo era, por supuesto; en eso estábamos de acuerdo. El dilema estribaba en cómo devolver el golpe sin provocar la Tercera Guerra Mundial.
Aún recuerdo la expresión de su rostro acerbo la tarde que se reunió con Tilson y conmigo en su despacho para anunciarnos:
─¡Ya lo tengo! ─Había exclamado el coronel.
Tilson no dijo nada; yo tampoco. Por lo que nuestro jefe prosiguió.
─La idea la he concebido leyendo uno de esos bolsilibros del Salvaje Oeste. No se rían, hablo en serio. Nadie rio, naturalmente, pero sus palabras crearon una tirante expectativa.
─Un duelo a tiros entre dos alguaciles y diez proscritos…, todos se enfrentan en un callejónpolvoriento, los alguaciles se plantan de espaldas a una pared, delante de ellos está el líder de la banda rodeado por sus tres más feroces cofrades…, los restantes seis bandidos reculan paulatinamente.
Yo sentí que Tilson me miró e intenté observarlo de reojo, pero cuando lo hice lo encontré muy enfocado en lo que el coronel decía y devolví mi atención al hombre que se decía mi superior.
─El más veterano de los corchetes le dice a su compañero en alta voz: «Everett, cuando yo mate al jefe de la banda y al cojo de la derecha, tú encárgate de los dos a su izquierda». Los alguaciles tenían fama de ser muy rápidos y excelentes tiradores, además, y cuando el resto de la banda escuchó quienes serían los primeros en caer se separaron aún más del conflicto.
Aquí hizo un alto y nos miró. Primero a Tilson, su segundo en mando, y después a mí.
─¿Captan el cuadro, señores? Voy a asignarles un objetivo: «el líder de los cuatreros». Tilson, quiero que utilices a tus antiguos recursos en la Estación Moscú, la CIA debe saber quién controla al «Colmillo atómico». Es a esa persona a quien debemos eliminar. Me da igual si es hombre o mujer.
Entonces se volvió a mí: ─Delta, esta será tu primera operación tras el Telón de Acero. Tilson te guiará hasta el objetivo, ya sabes lo que hay que hacer. Una muerte por disparo.
La sentencia no la pasó utilizando sus propias palabras, quiero que sepan. La última frase que escapó de su boca, al dirigirse a mí esa tarde en su despacho de Anacostia, fue el lema de los francotiradores del Ejército norteamericano.
One shot, one kill.
Una muerte por disparo… ¡Sin excepciones!
Y ahora yo me encontraba en Moscú, a punto de llevar a cabo su encomienda.
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