EL COLMILLO ATÓMICO. CAP. XXVII DE XXXII

Written by Libre Online

7 de septiembre de 2022

POR OSCAR F. ORTIZ

Al segundo día de mi arribo a Manhattan, ajeno a que una facción de la célula enemiga ya había identificado a Leo y al coronel como «enemigos en acción», me di a la tarea de eliminar a los agentes ilegales que servían de soporte a Pavenko en la operación soviética. 

De esa manera evitaba sentirme culpable por haber eludido el ejercicio práctico asignado por Tilson durante mi adiestramiento en Maryland; los mataría a todos ateniéndome a sus reglas: cero pistolas, cero armas blancas, cero explosivos…, sólo utilizaría la imaginación. Al menos, esas fueron mis intenciones; al final todo se jodió.

Sin saber que Mirta y Emilio también se habían fijado en mí, me topé con ellos mientras fingían pasear tomados de la mano por la calle Broadway. Atrás dejamos la Iglesia de la Trinidad y llegamos, por separado, al apartamento de ella en Jackson Heights que, por cierto, no se encontraba muy distante del que ocupaba Leo. Como los había observado caminando muy acaramelados, les di tiempo a que estuvieran bien embebidos en sus rejuegos eróticos antes de allanar el inmueble con muy malas intenciones. No olviden que soy un eliminador y que cuando me activan es porque ya no quedan avenidas diplomáticas que explorar para lograr el objetivo. Este eufemismo, en el argot militar de

Washington, se define de la siguiente forma: «si se influencia a un hombre para que nos confiese algo importante, eso se llama inteligencia; si uno se roba la información, es espionaje; pero cuando el asunto se complica entonces hay que enviar a un individuo de armas tomar, un experto en la violencia premeditada: un eliminador.»

Para fundirme con los lugareños, me había disfrazado colocándome una peluca de estilo «Afro». Me les colé por una ventana creyéndome muy listo y dispuesto a todo, sin siquiera sospechar el espectáculo con que iba a encontrarme… Emilio terminó de desnudarla sin contemplaciones (podía observarlo todo desde mi escondite, a través de la hendija de la puerta entreabierta en el cuarto de baño que había en el pasillo) y le ordenó que se pusiera en cuatro sobre el sofá de la sala, donde mismo la había gozado Pavenko la noche que la hermosa espía cubana decidió usar sus encantos con el ruso para cumplir las órdenes provenientes de Moscú.

─¿Qué pretendes, loco?

Preguntó Mirta con asomo de aprensión en el tono de su voz, pero acató la orden de su compinche y se arrodilló en el asiento del sofá apoyando senos y antebrazos sobre el espaldar del canapé.

─Dijiste que si te ayudaba con este asunto me permitirías hacer contigo lo que me diera la gana, ¿no?

Ella ladeó la cabeza para mirarlo de reojo y contestar: ─Eso dije, pero… ─su voz seguía albergando aquel tono de reserva que comenzó a causar en mí una creciente expectativa, y disparó el sistema de alarma en mi instinto de conservación.

La verdad es que aquel par de hienas se las sabía todas…

─Las ganas que te tengo, morena ─articuló Emilio y se cuadró ante la retaguardia de la mujer─, anda, empínalo, coño… ─farfulló al tiempo que le daba una sonora nalgada─. ¡No sabes el tiempo que llevo ansiando gozarte así!

─¡Bruto! ─Gritó ella.

─¡Calla y obedece!

El espectáculo se tornaba cada vez más seductor, sobre todo para un hombre joven con mucha sangre en las venas, a quien los últimos cinco meses de intenso entrenamiento en la base secreta de una cuadrilla de asesinos, no le habían dejado tiempo para otra cosa que no fuera aprender bien el oficio de la quinta profesión.

─¡Aaaay!

Volvió a gritar Mirta, cuando su compañero la aferró con ambas manos por las caderas y la embistió. Pronto comenzó Emilio a jadear, a rezongar y a gruñir como un cerdo salvaje…, y ella a chillar, a maldecirlo con voz ahogada por el coraje que le producía la humillación del maltrato que estaba recibiendo. Pero también noté que había comenzado a gemir en un tono calculadamente lastimero, aderezado de ciertos matices eróticos que encontré demasiado estimulantes, a pesar de todo.

Fingían copular, pero al acercarme a ellos en puntillas de pie, la mujer ladeó su cuerpo y empujó a Emilio hacia un costado. Antes de que me diera cuenta de lo que ocurría, la muy condenada me estaba encañonando con una automática liviana que debió tener escondida entre los cojines del mueble.

Reaccioné dándole un manotazo que desvió el cañón del arma hacia la izquierda en el momento justo del disparo. Emilio perdió una oreja. Yo le arrebaté el arma de la mano a Mirta y le disparé a él. Ella aprovechó el momento de mi distracción con su compañero para saltarme encima y casi me saca un ojo con las uñas.

La lancé sobre mi hombro y al caer, le aplasté la diestra de un pisotón. Los huesos de su mano crujieron lastimeramente, pero no gritó. Era de las duras. Se trincó a mis piernas y me tumbó. Rodé sobre ella con el ojo entrecerrado y sangrando, y logré sentármele a horcajadas sobre su busto desnudo.

Con todo mi peso sobre las rodillas inmovilicé sus brazos y después la estrangulé.

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