Por OSCAR F. ORTIZ
El hombre llegó hasta su lado, también con una sonrisa en los labios, y se dieron un abrazo caluroso y un beso en las mejillas. Después se tomaron las manos, como dos enamorados, y comenzaron a alejarse de la iglesia por Wall Street, fundidos en el denso tráfico peatonal de la zona.
—Así que continúas trabajando con los «bolos» —dijo Emilio, refiriéndose a los rusos—, la verdad es que se te extraña a horrores en el Departamento América.
Después que nos abandonaste ya nada es igual.
—Vamos, no seas adulón. Yo también extraño aquellos días. Esa es la verdad.
—Es una verdadera pena que no regreses. Ahora las que ocupan tu lugar son unas flacuchas desnutridas que pretenden lucir como las modelos de ropa yanquis.
Una breve pausa para mirarla de arriba a abajo, sin ocultar su lascivia.
—En cambio tú cada día estás más rica… Te confieso que hasta yo me iría a trabajar con los «bolos», si con ello consigo que me abras las piernas.
Mirta lo miró a los ojos y frunció los labios. De sólo pensarlo se le revolvió el estómago, pero a eso había venido y comprobar que Emilio todavía la codiciaba le produjo una sensación de alivio, que mitigó el disgusto.
—Sabes, ahora que lo mencionas, por ahí es que va la cosa —dijo con una sonrisa meliflua.
—Lo imaginé… —dijo Emilio con una sonrisa—, ¿a quién tengo que matar?
Ambos rieron con sus últimas palabras, pero Mirta no dudó por un instante que el hombre hablaba en serio.
—Por ahora a nadie, sólo pretendo que me ayudes a fichar a alguien. Necesito a un experto en seguimiento y fotografía; eso es lo tuyo, ¿no?
—¿Y los «bolos» qué, no tienen a nadie con esas calificaciones? ¡No me jodas, Mirta, estamos en Nueva York! ¡Esos cabrones tienen un consulado con rezidentura aquí!
Pero la cubana endureció el rostro y se detuvo al escuchar aquello: —¡Ese es el problema, Emilio! No puedo acudir a la rezidentura, estoy trabajando con los ilegales. Necesito un tipo como tú. ¿Te interesa, o no? No he venido a perder el tiempo.
A Emilio no le agradó mucho el drástico cambio de actitud, pero sabía cómo las mujeres se transmutan cuando piensan que no van a lograr lo que se proponen y lo dejó pasar. En cualquier caso, a él lo que le interesaba era gozársela. Si caía un yanqui o un «bolo» en el proceso, daba igual…, mientras todo permaneciera en secreto y no llegara a los oídos de sus superiores.
—Okay, chica. Cálmate ya.
La miró a los ojos con fría intensidad, antes de decirle.
—Haré lo que me pides, siempre y cuando no vaya en contra de los intereses del Departamento. Pero a cambio de tu cuerpo. Prométeme que harás conmigo todo lo que se me antoje.
Mirta no se amilanó, ella también era dura; le sostuvo la mirada y contestó: —Trato hecho.
Y con estas palabras, articuladas de forma calculada y con marcada sequedad, la espía cubana condenó a muerte a su interlocutor.
Claro que entonces ninguno de ellos lo sabía…
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