CAP. V DE XXXII
No vendría yo a enterarme de todo lo que acontecía hasta algunas semanas después, una vez ya estacionado en Fort Benning, Georgia. La operación Urgent Fury había tocado su fin y el U.S. Army dio la orden de efectuar mi extracción de la isla de Granada, sin pompa, porque a pesar de que se me llegó a considerar un héroe en ciertos círculos por aquella época no es menos cierto que se trataba de un heroísmo incógnito. Como no se anticipaban otros conflictos en que emplearme momentáneamente, el comandante del fuerte decidió utilizar mi pericia de experto tirador adiestrando a los nuevos reclutas que ingresaban a la Escuela de francotiradores del Cuerpo de Rangers. Su nombre era Silas Manor: un negro muy reservado de hercúleas dimensiones, con un corazón de oro y más patriota que George Washington.
Fue él el primero en percatarse de que el rumbo de mi vida estaba a punto de cambiar. La inesperada llamada llegó a través de su despacho, una fría mañana en los primeros días de enero en 1984. El teléfono que descansaba sobre su escritorio comenzó a timbrar. Yo casi podía escucharlo allá abajo, en el campo de práctica desde mi posición me era posible contemplar su maciza figura recortada en el marco de la ventana de su oficina, en la segunda planta; Manor tenía por costumbre vigilarme mientras me esmeraba en mostrarle a los alumnos de mi clase como se desarmaba y se volvía a ensamblar un fusil «Haskins», de largo alcance, en menos de sesenta segundos. A insistencia del repiquetear del timbre, mi comandante se alejó de la ventana y acudió a ocupar la silla giratoria tras Manor ?gruñó al auricular y permaneció atento a la voz que se escuchaba al otro extremo de la conexión?.
¿Quién, el coronel Berkowitz de Washington, D.C.? Por supuesto que tomo la llamada. Lo próximo que supe sobre el asunto fue que un corchete de la Policía Militar se personó en las barracas buscando al sargento Coonan.
Esto ocurrió ya tarde una noche que yo había decidido recogerme temprano, ya que el día siguiente prometía ser tan largo como agotador. El primer síntoma de anormalidad lo noté en la enérgica actitud del gorila que enviaron a buscarme. El tipo era un zoquete; se defecó en mis galones de sargento al ordenarme con cierta petulancia que me vistiera rápidamente y lo siguiera al campo de faenas. Portaba una automática de calibre 45 en una lustrosa funda de cadera y en sus brazos un fusil de asalto M-16; su lenguaje corpóreo dejaba bien claro que se hallaba dispuesto a usarlo. Una vez completamente ataviado en zafarrancho de combate, fui conducido hacia un extremo del campamento y no tardé en percatarme hacia dónde me guiaba. Eso también me tomó por sorpresa, pues en ningún momento había escuchado rumores al respecto.
Nos dirigimos sin rodeo hacia una especie de cabaña construida con tablas y planchas de metal corrugado, era el sitio que llamábamos La Caseta. No había nada especial acerca del lugar, excepto que era el punto de reunión escogido por los estrategas del cuartel a cargo de asignar las misiones secretas.
Penetré al inmueble sin hacer preguntas estúpidas al escolta para las cuales aquel hombre no tendría respuestas. No era la primera vez que me veía involucrado en una situación similar. El interior de La Caseta tenía el aspecto de un despacho y en cierta forma lo era, paneles de imitación a madera cubrían las paredes, un amplio escritorio con dos sillas en el mismo centro de la habitación y algunos gabinetes de archivar, metálicos, alineados contra la pared del fondo. Sentado tras el escritorio había un hombre blanco, cercano a la edad mediana, con el cráneo totalmente afeitado y gafas de miope. Vestía de civil con un traje marca «Brook Brothers» y tenía pinta de banquero, pero a ojo de buen observador su prestancia militar se delataba en la forma que tenía de conducirse. No me engañó en ningún momento, saben, aquel tipo era de los que cargan galones sobre los hombros. Su rostro angular estaba sumergido en un grueso expediente que aparentaba leer mientras mordisqueaba la boquilla de una pipa hecha con madera de zarza, que aún mantenía sin prender. Lo observé todo detalladamente, pero mantuve el pico cerrado hasta que el hombre levantó sus ojos para posarlos en mí.
?Buenas noches, sargento.
?Buenas noches, señor ?contesté a su saludo cuidadosamente, no habría galones visibles en sus hombros pero en el ejército lo primero que te enseñan es a ser respetuoso en todo momento.
?Puede referirse a mí como «señor», o «coronel»; ya no visto el uniforme de las fuerzas armadas, pero ostento el rango. Lo que ocurre es que prefiero no utilizar nombres de momento. ¿Le acomoda?
?Sí, señor.
?Muy bien, puede usted sentarse. Obedecí dejándome caer en la silla situada frente al buró. Los muelles del asiento protestaron bajo mi peso.?Cuando esta reunión termine, va usted a retornar a las
barracas y olvidarse de que nos conocimos. ¿Me copia?
?Sí, señor.
?Vengo a hacerle una proposición que podría interesarle ?el coronel hizo una pausa para abrir una de las gavetas del escritorio y extraer otro expediente, éste mucho más delgado que el que había estado estudiando a mi arribo. Lo depositó sobre el buró, justo encima del otro, y me clavó su glacial mirada.?He leído su hoja de servicios y, francamente, no he encontrado mucho en ella. Sin embargo, quiero asegurarme de que la información que contiene esté actualizada y sea la correcta. ¿De acuerdo?
?Sí, señor.
El coronel se acomodó sus lentes sobre el puente nasal y abrió mi parvo expediente.?Dice aquí que su nombre completo es Patrick Francis Coonan y que nació usted el diecinueve de noviembre de 1959, en Denver, Colorado, hijo de inmigrantes irlandeses, y que hoy por hoy es usted un sargento mayor en el Cuerpo de Rangers del Ejército norteamericano?breve pausa para
volverme a mirar a los ojos antes de proseguir?. También dice que se graduó con honores de la Escuela de Francotiradores del Cuerpo de Rangers y que participó usted en la operación Urgent Fury, durante la invasión de Granada. Lo que no dice, sargento Coonan, es qué papel desempeñó usted en el ataque…
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