EL COLMILLO ATÓMICO

Written by Libre Online

6 de abril de 2022

CAP. IV DE XXXII

Por OSCAR F. ORTIZ

Una noche navideña, cuando sólo faltaban unos pocos días para comenzar las festividades de fin de año, un hombre llamado Yuri Pavenko hizo acto de presencia en una discoteca latina de Manhattan. Las manecillas del reloj casi marcaban la medianoche, pero el local, que había abierto sus puertas desde la llamada happy hour estaba repleto con los entusiastas amantes de la música salsa, muchos de los cuales se arremolinaban en torno a la barra de treinta metros hecha de puro mármol. Otros se habían acomodado en las mesas que sitiaban la pista de baile.

La resonante melodía que esparcía el sistema de audio era ensordecedora; sin embargo, a Pavenko no parecía molestarle en lo más mínimo, cosa rara, ¿no?, un eslavo no es precisamente el tipo de persona que encaja en un lugar así, tan escandaloso y ocupado en su mayor parte por caribeños y latinoamericanos. Pero el ruso parecía disfrutar de lo lindo en aquel exótico ambiente de alto colorido, recostado a la barra mientras tamborileaba con dedos tan gruesos como salchichones polacos sobre el mostrador de mármol, siguiendo los ritmos de la «Fania All-Stars». El vocalista del grupo entonaba una canción, poniendo el alma en una franca imitación de Héctor Lavoe, con el mismo acento ebrio y exagerado tono nasal que haría famoso al cantante boricua.

Pavenko ordenó un trago. Se había parapetado en el extremo derecho de la barra, posición estratégica para quienes no deseaban perderse nada de lo que ocurría en la pista de baile, a pesar de que la pesca de féminas se daba más fácilmente en la otra punta. El ruso no era un hombre muy alto que digamos, aunque sí corpulento, con marcada tendencia a la obesidad, pero su cuerpo no era fofo, sino macizo, con una anchurosa espalda coronada por hombros poderosos. Llevaba sus lacios cabellos del color del trigo pulcramente recortados, así como el bigote. Su ceño de halcón, un corto y aguileño apéndice nasal rompían la redondez con que una doble papada pretendía acuñarle el rostro. Su expediente decía que medía cinco pies, diez pulgadas y su peso estaba calculado en las doscientas treinta libras; su aspecto general era el de un barril vestido de gala. De un bolsillo

lateral de su americana, Pavenko extrajo un paquete rojo y dorado de cigarrillos «Dunhill»; como buen hedonista que era sólo

fumaba cigarrillos ingleses. Prendió uno con un encendedor «Ronson» enchapado en oro, antes de aparcar el trasero en una banqueta giratoria del bar para contemplar el show. En eso andaba cuando un atractivo espécimen del sexo femenino, con pelo largo lacio y negro como el azabache, en la treintena, abandonó su silla en una de las mesas frente a la pista de baile y arrumbó hacia la salida del local. En el trayecto, la mujer fingió verse obligada a pasar por la zona de la barra. Se detuvo un instante frente a él, como si lo hubiera reconocido de repente, y esbozando una sonrisa meliflua se le acercó.

─¡Hola, Yuri! Me pareció reconocerte… ─se había dirigido a él en un inglés marcado por un fuerte acento hispánico.

Pavenko también sonrió y permitió que sus ojillos pícaros recorrieran de arriba abajo la soberbia anatomía de aquella hembra; no hizo el más mínimo intento por disimular su lascivia. Ella vestía un sexi vestido de satén rojo que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Las opulentas curvas, las piernas bien formadas, la estrechez de su cintura y aquellas extraordinarias nalgas que delataban un leve, pero ostensible, ancestro africano; para rematar, estaba el leve tono acanelado de su sedosa piel y los labios rojos que lo volvían loco… Pavenko conocía su historia, claro, sabía que había nacido en Cuba pero que ahora residía en Estados Unidos y que su nombre completo era Mirta Velasco. Aunque a decir verdad ─juzgando por las fotos de ella que había visto en su expediente ─, al arribar en la flotilla del Mariel poco más de tres años antes, no lucía tan condenadamente bien como ahora… «Ah…» pensó con cargosa ironía. «¡Los milagros del capitalismo!»

─¡Mirta! Pero, qué gusto verte, mujer, ¿acabas de llegar? ─Su voz era ronca como la de un cavernícola; su inglés casi perfecto y con el mismo acento de nosotros los gringos, no ese inglés británico que te enseñan en Europa y ciertos países de la América Latina. Pero, claro, eso era de esperar, siendo como era un aventajado agente «ilegal» del Directorio S de la KGB, infiltrado en suelo norteamericano.

─En realidad, me marcho; estoy muy cansada ─replicó la cubana─. Pero feliz de verte, grandulón; tal vez en otra ocasión…

Y con aquella frase que dejó en suspenso, acompañada de una sonrisa seductora, se le acercó aún más y extendiendo sus adorables brazos lo abrazó. Mientras el ruso la estrechaba contra su cuerpo, Mirta aprovechó para colarle un trozo de papel doblado en uno de los bolsillos de la americana; algo que allí nadie notó. Ella permitió que las manos de Pavenko acariciaran sus curvas, inclusive sintió el nacimiento de una punzante erección bajo la ropa, pero ya el mensaje había sido entregado y por lo tanto se desenganchó de él y dando media vuelta arrumbó hacia la salida.

Pavenko la siguió con la vista hasta que desapareció; sólo entonces introdujo la diestra en el bolsillo premiado y extrajo el trozo de papel doblado que no había estado allí antes. Lo desdobló cuidadosamente y dio lectura al mensaje cifrado en cirí́lico. Decía más o menos esto:

«SOLO PARA SUS OJOS: Un módulo está en camino, lo recibirá fraccionado en seis componentes… Llegará por vía marítima y cada elemento ha sido programado para arribar al comienzo del mes… Ocúpese de hacer los arreglos pertinentes para las recogidas.»

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