EL BILLETERO

Written by Libre Online

8 de noviembre de 2022

Por ELADIO SECADES (1957)

La lotería nacional es un sistema de esperanzas nacionales. Que consiste en perder la esperanza cada semana. Para volverla a tener la semana que viene. Lo mejor de la lotería es que fracciona la ilusión. Compramos un billete y si no lo oímos cantar por radio, nos queda el consuelo de que aparezca en los diarios de la noche. Todavía aguardamos con entusiasmo delicioso la lista oficial. 

Todo criollo es un optimista que algún día piensa sacarse la lotería. Para hacer o para dejar de hacer una cosa determinada. Nosotros no resolvemos los grandes problemas. Los aplazamos para cuando nos toque el gordo. El mejor sueño cubano es el de la víspera. El empleado de cualquiera otra parte ante un jefe neurasténico, protesta. Se resigna. O recoge lo suyo y se marcha. El empleado cubano, en vez de resignarse, protestar, o recoger lo suyo y marcharse, compra dos hojas. Si Dios lo ayuda, van a tener que oírlo. Los jefes de oficina groseros son los mejores propagandistas que tiene la renta. 

Por lo mismo que debía andar más lejos, la lotería es lo que anda más cerca de la religión. Casi todo el mundo que sale de una iglesia cree que ha redimido el alma, dejándola en condiciones de sacarse el Primer Premio. La lotería es la suprema fe para prolongar el noviazgo. Y para soportar la miseria. Debía ser proclamada artículo de primera necesidad, porque evita que unos se casen. Y que otros se ahorquen. 

¡Pobre de la novia vieja que ya esté curada de la ilusión de la lotería! Como pobre del enamorado gordo que ya esté curado de la promesa de la gimnasia. Se sospecha que la barriga se quita con la calistenia. Y el hambre con la lotería. Pero se sospecha nada más. La facilidad para adelgazar es privilegio de los flacos. Como la de enriquecerse es privilegio de los ricos. Nadie engorda con tanta facilidad como la criolla que se casa y el cubano cesante que se mete a policía. Lo vemos salir de su casa para la Estación. Recién afeitado. Con el gran tabaco después de la comida. Y las ganas infinitas de que no haya problemas.

Quizá lo más complicado de la lotería no sean los billetes, sino los billeteros. Nuestros billeteros tienen de su negocio un concepto espectacular y decorativo. Se llenan de rótulos y se disfrazan de biombos. Y así andan mejor. Hay 

billeteros que parece que hacen juegos malabares con los grandes carteles con números de colores. En el ala del sombrero de paja llevan la matrícula de nuestro auto. En la espalda los signos del sueño que tuvimos. De una mano les cuelga la centena que estamos siguiendo y que nos da pena dejar.

Nosotros constituimos el único pueblo que divide los números en feos y bonitos. Podremos cambiar de credo político, pero es muy difícil que cambiemos de terminal. Todos representamos una posibilidad, porque todo, nos damos de algo. El billetero cubano ha inventado el pregón mudo, pero gráfico. Es también el humorista que convierte su mercancía en farola de comparsa. Claro que no han desaparecido por completo los que siguen cultivando el pregón que estimula la cábala y quita el sueño. 

Empieza en jicotea. Termina en caracol. Y suma San Lázaro. Al niño que vende billetes siempre le queda un pedacito. Debemos comprárselo. Porque nos va a pesar. Lo malo es cuando estamos con una mujer y el desinterés se confunde un poco con la tacañería. Y ante la insistencia, hay que ser gentil por fuera. Aunque se esté rabiando por dentro. Existe un recurso. No explicarse como hay padres que dejan abandonados a los hijos tan pequeños. La negativa degenera en editorial. Y terminamos no comprando nada. 

Para espantar a los billeteros delante de una mujer, los tacaños siempre encuentran un pretexto. Como lo encuentran también para no dar una limosna. Si la pide un niño, con indignación se culpa a los padres. Si es un hombre joven, se le manda que busque trabajo. También con indignación patriótica. Si es un viejo, se habla mal de los gobiernos que no crean asilos. Me gustaría oír lo que dice un menesteroso que va a pedir una moneda y le dan una conferencia sobre moral. 

Fijarse mucho en las cifras resulta peligroso para los que no quieren comprar billetes Un billete siempre nos puede gustar por algo. No se olvide que el criollo es un persuadido de la charada que numera sus amistades del 1 al 36.

La lotería nacional es la vitamina cero de los que piensan hacerlo todo y nunca hacen nada. Los viajes que no cristalizan, los matrimonios que no se celebran y las casitas que no se fabrican, son los pedestales de la Renta. El verdadero español podrá llevar cincuenta años en Cuba, pero siempre seguirá esperanzado en el Sorteo de Navidad de Madrid. Es una emoción que suena a Carlos V y a millones de pesetas. El Sorteo de Navidad de Madrid identifica a los españoles que fuera de España tienen sus luchas regionales. Como un billete entero resulta muy caro, en silencio van buscando a otros amigos. Es una de las pocas cosas en que los españoles en Cuba han logrado ponerse de acuerdo. 

El Centro Asturiano es así, porque tenía que ser distinto del Centro Gallego. Y como los gallegos ya tenían teatro, los asturianos no quisieron teatro Pelayo primero y el presupuesto después. Los catalanes son seres rebeldes e inconformes. Que solo concitan la unanimidad en los orfeones. La Lotería de Madrid sirve también para que España en invierno, además de 

turrones, exporte esperanzas.

Hay una lotería de bobos. Es la que antes se jugaba nada más que en la casa y ahora se juega en todas partes y se llama: Bingo. Recordemos aquellas reuniones de familia. El que cantaba los números era un ser importante, como nacido para maestro de ceremonias Para la lotería en familia nos sentábamos en la sala como los niños en el colegio. Al que ganaba se le rectificaba en voz alta el premio. Por lo mismo que estábamos en familia. 

La Lotería Nacional es por el estilo. La diferencia estriba en que la cantan los niños de la Beneficencia. Que están cambiando la voz. Y el señor presidente invita al público a ver las bolas. Lo mismo que si estuviéramos en familia. La lotería es la esperanza de todos. Y el desengaño de todos. De pequeños nos dicen que tendremos casa propia cuando nos saquemos la lotería. Y ya no ahorramos. 

La educación del cubano desde la cuna está ligada al azar. Compramos un diario para saber cómo anda el rollo de Siria, pero a lo mejor nos sacamos una casa de apartamentos. Compramos unos calzoncillos de nylon y con los calzoncillos nos entregan el recibo foliado y la esperanza de un viaje a Miami. Hoy el criollo no consume los productos que quisiera consumir, sino los que junto con la envoltura, proporcionan una posibilidad de enriquecimiento súbito.

Nosotros concedemos a nuestras amistades dos personalidades. Lo que realmente son. Y de lo que se dan cuando soñamos con ellas. Porque será casualidad, pero cada vez que se aparece la viuda de Pérez, en la bola china disparan la tiñosa. El billetero comprende que el cliente más fácil es el que transita por la ciudad con una cábala dentro. El terminal del recibo que acaba de pagar. Las últimas cifras del cuentamillas del automóvil. El muerto del día anterior. De repente aparece la vieja con la cartera, la calma y el sueño que tuvo. Quiere un pedacito que termine en 58. Cuando una vieja cubana compra un pedacito de billete, esa noche se acuesta pensando cómo va a distribuir el premio entre los hijos y los nietos.

Es una ilusión que puede empezar cualquier día de la semana, pero que fatalmente terminará el sábado por la tarde. No hay en el mundo quien dé más por veinticinco centavos. Existen los billeteros que alfombran las aceras de algunas calles de La Habana vieja. Y los que se detienen bajo una ventana a gritar que cualquiera sale. El billetero de antes era más discreto. Era más silencioso. Y casi siempre isleño de bigotes y tijeras. Aquellos isleños que al entrar la noche regresaban al cuarto. Se sacaban los botines y se sentaban al borde del catre a tocar el bandoneón.

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