El 19 de Mayo y el legado de Martí

Written by Marcos Ramos

19 de mayo de 2021

Artículo que se escribe recordando al doctor Félix Ojeda Larreinaga, mi primer mentor, el maestro de escuela que me enseñó en Colón, Matanzas, a amar la Biblia y admirar a Martí, en aquel ya lejano Año del Centenario de su nacimiento (1953).

Estamos ante dos fechas, las cuales no sólo se relacionan con la historia de Cuba sino que siguen proclamando al más grande de los cubanos y ese legado suyo que atesoro, acompañado de muchos otros en diversas, y aun en lejanas geografías.

En mayo celebramos los cubanos el gozoso día de la Independencia, 20 de mayo de 1902, pero también conmemoramos con dolor la muerte del Apóstol de esa Independencia José Martí, ocurrida el 19 de mayo de 1895.

Nos corresponde celebrar la primera fecha y recordar con triste respeto la segunda que se ha mencionado. Y nada en ellas puede separarse de la vida y obra de José Julián Martí Pérez.

Si es imposible hablar de la libertad de la América del Sur sin mencionar a Simón Bolívar o de la independencia de las colonias británicas de la América del Norte sin recordar a Jorge Washington, no existe forma alguna de referirse a la independencia cubana sin la memoria y el legado de José Martí.

Si mencionar con reverencia el día de la Independencia es una obligación, referirnos de alguna manera a la muerte de Martí es también algo que no puede dejarse a un lado. Con su muerte aquel habanero glorioso entró en la inmortalidad.

Aquel infortunado día, pues lo fue en relación con la existencia física del Maestro, la vanguardia de las tropas españolas al mando de Jiménez de Sandoval se enfrentaría a los soldados de la Independencia, acampados en Dos Ríos.

Antes de una carga ordenada por Máximo Gómez, nuestro gran Generalísimo nacido en la hermana Quisqueya, ya se había dejado escuchar allí, en inolvidable discurso, la palabra de aquel que solo quería ser identificado como “el delegado”, pero que muchos consideraban como “el presidente”.

Ante acontecimientos que le obligaron a hacerlo, Gómez dispuso la carga y antes de que se iniciase ordenó a Martí que se retirara, pues consideraba que su lugar no estaba allí. Era pedirle lo imposible.
El Apóstol consideraba, muy en contra de lo que algunos habían pensado prematuramente acerca de su posible actuación, que era necesario se supiera que quien conocía como enviar hombres al peligro, sabía también hacerle frente “impávido y sereno”, como escribiera un historiador cubano.

Mejores conocedores de aquellos hechos, los que han dedicado estudio, tiempo y dedicación a investigar lo que sucedió realmente a Martí y a Cuba en el campo de batalla, pudieran describirlo en forma infinitamente superior a quien redacta estas líneas.

Hay varias versiones disponibles, reafirmando lo heroico y lo dramático de la decisión de Martí. Respetando a quienes han penetrado en los detalles del acontecimiento, me limito a mencionar su muerte, y con ella algo del legado que dejó a todos los cubanos y a todos los que recuerdan la gesta independentista de ellos y de sus hermanos, que como Gómez lucharon sin importar su lugar de nacimiento.

Acudo entonces a otro hermano de aquello que Martí llamó, en mas de una ocasión, “Nuestra América”.

Unas palabras de Enrique Anderson Imbert quizás nos ayudarían a aproximarnos a más de un aspecto del legado de Martí. Las he utilizado muchas veces, presentando algún libro escrito sobre Martí o respondiendo formalmente al discurso de ingreso en la Academia de la Lengua de algún colega.

Según el ya mencionado historiador argentino de la literatura hispanoamericana: “Hacen bien los cubanos en reverenciar su memoria: vivió y murió heroicamente al servicio de la libertad de Cuba. Pero Martí nos pertenece aun a quienes no somos cubanos. Se sale de Cuba, se sale de América: es uno de los lujos que la lengua española puede ofrecer a un público universal…”

Hablar del legado de Martí pudiera contener cierto peligro. Se me ocurre que pudiera existir una posibilidad, algo remota si se quiere. En aras del dolor que hemos sufrido en décadas recientes los cubanos y como hemos perdido tanto, queremos quizás apropiarnos, para nosotros solos, a aquel habanero, hijo de una “isleña”(canaria) y de un valenciano, y nacido en la calle Paula, en La Habana de mediados del siglo XIX.

Hay mucho mas en el legado histórico, literario y espiritual de nuestro Apóstol que los asuntos relacionados con nuestra amada Cuba, cercana en la geografía, pero lejana ante la imposibilidad de vivir en ella.

Os ruego permitidme el seguir acudiendo al erudito argentino de la cita esplendorosa utilizada, E. Anderson Imbert.

En su opinión, el Apóstol de la Independencia dejó un legado de tolerancia hacia opiniones diferentes, proclamó la igualdad de todos, se opuso a prejuicios raciales, étnicos y religiosos. Pero además de tales contribuciones, legado gigantesco, el gran orador, excelente prosista y fino poeta nos acercó a nuestros hermanos de América con sus crónicas y artículos.

Y lo hizo hasta el punto que muchos escritores, como lo hizo Anderson Imbert, se han atrevido a recordarnos que no son los cubanos los únicos que pueden gloriarse y enorgullecerse por un maestro cuya obra ni siquiera se limita a la vasta geografía americana.

La primera visita de Martí a la República Dominicana, a la cual llamó su “patria nueva”, fue suficiente para que los quisqueyanos desearan reconocerle como compatriota. Nunca he dejado de investigar o escribir sobre Santo Domingo sin advertir y señalar esa pasión martiana que ha caracterizado a sus mejores hijos y mas respetados escritores.

Por mucho tiempo le llamaron allí con cariño “el señor Martí” y sus palabras son citadas en discursos de los más connotados próceres y literatos de Santo Domingo. Menciono ese país sólo para recordar, al amigo lector, que el legado martiano se extiende por toda América y aun fuera de ella.

Cuando muy joven, en una modesta escuela primaria del interior de Cuba, el “Colegio Enrique José Varona”, escuchaba aquellas palabras: “Martí no debió de morir”. El mensaje era claro y certero. Triste realidad la de un Martí que murió el 19 de mayo de 1895 y no vivía físicamente un 20 de mayo de 1902.

Termino con las palabras del jefe de la columna que, según un informe español, “abatió a los insurrectos entre Bijas y Dos Ríos”, el 19 de mayo de 1895, José Ximénez de Sandoval, al rechazar el título de Marqués de Dos Ríos que le ofrecía la Corona española: “Lo de Dos Ríos no fue una victoria, allí murió el genio mas grande que ha nacido en América”.

HACIA EL 20 DE MAYO
El 20 de abril de 1902 arribó a Gibara, Oriente, el viejo maestro que había dirigido hasta entonces una escuela en el pequeño poblado cuáquero de Central Valley, estado de Nueva York.

Sus biógrafos, favorables o críticos, podrán expresar opiniones mas acertadas que las mías. No me extraña. Así las cosas, prefiero entender que, en los inescrutables designios de la Providencia, el austero personaje había sido escogido para aquel viaje.

En su pasado, Tomás Estrada Palma presidió brevemente la República de Cuba en Armas. Sufrió después un largo destierro y había sido una figura fundamental en las labores del Partido Revolucionario Cubano fundado por José Martí, y en gestiones realizadas en Estados Unidos.

Con las imperfecciones que tenemos los mortales, se podía distinguir en Don Tomás una honradez impresionante. Bastaba mirar las vestimentas de aquel viajero para tener una idea aproximada. Alguien diría que era “ridículamente honrado”. Quizás lo fuese. Ahora le correspondería gobernar la más joven república de Iberoamérica.

Siglos atrás, la llegada a su país de un cubano por nacimiento y formación, designado para encargarse de la mas importante posición política, hubiera sido imposible de imaginar. La independencia de Cuba había estado en la mente de algunos a principios del siglo XIX como producto del idealismo y de la fértil imaginación de un grupo de cubanos.

Sin necesidad de someternos a una rigurosa cronología, que pudiera ser preparada por mentes mas esclarecidas, pudieran señalarse libremente momentos y personajes, siempre como cuestión reservada al principio para una minoría. Los obstáculos sobrepasaban las posibilidades.

Aunque algunos habían dado la bienvenida a los esfuerzos independentistas realizados con éxito majestuoso en otras geografías americanas, eran pocos los que trasladaban tal esperanza a su tierra natal, con coyuntura diferente.

Antes de fracasar los esfuerzos de Narciso López y sus compañeros en lo que muchos consideraban solo como una breve serie de aventuras, las ideas independentistas habían penetrado. Algunos las habían mezclado con sueños separatistas sin precisar el destino final de sus proyectos.

Contra viento y marea, el ideal de la independencia se iba abriendo paso. Es posible acudir a escritos de pensadores como Félix Varela y otros que como el piadoso sacerdote habanero compartieron ese tipo de ideas.

Empero, la causa independentista era vista por algunos como algo que, en el mejor de los casos, se produciría lenta y gradualmente. Y quizás vendría disfrazada con otras vestimentas políticas, entre ellas la autonomía.

Con el final del Imperio Español en lo que algunos llamaban “Tierra Firme”, refiriéndose a los territorios continentales no considerados como islas, Cuba recibió un nuevo poblamiento compuesto por peninsulares y criollos que huían de la independencia americana.

En la década de 1820, residirían en Cuba un gran número de obispos españoles o partidarios de la dominación española que se refugiaban allí de la ola independentista americana y esperaban nuevas ubicaciones para realizar su apostolado religioso.

Con anterioridad, había llegado a la mayor de las Antillas el grueso de los que huían de la rebelión de los esclavos y de la consiguiente independencia de Haití, seguidos a su vez en la emigración por los que huían de la invasión haitiana de Santo Domingo.

Cuba se había convertido en la colonia mas rica del mundo durante ese período, los plantadores de azúcar llenaron la isla de esclavos y de ingenios azucareros. La prosperidad del archipiélago cubano superaba la de cualquiera de las provincias españolas.

Por otra parte, los conflictos internos, guerras civiles y lamentables fracasos en flamantes países independientes del continente hicieron a muchos abrigar temores. Se comentaba bastante acerca de posibles rebeliones de esclavos, a veces identificados como “el rumor de Haití”, y no podían señalarse necesariamente las maravillas de ciertos experimentos republicanos en las antiguas y vecinas colonias.

Aun así, el ideal de la independencia fue gradualmente atrayendo a parte de la población, lo cual se notaba ya entre los que poseían mayor ilustración. Surgieron entonces movimientos que promovieron acercarse políticamente a las nuevas naciones o a la gran potencia norteamericana, cuya influencia económica y política era mas que visible en la Isla.

Mientras algunos buscaban ir alcanzando la madurez política mediante intentos de lograr reformas o de alcanzar autonomía, otros empezaron a elaborar proyectos de anexión a Estados Unidos. Pero la semilla del independentismo ya había sido plantada en mentes y corazones de cubanos.

Finalmente, la segunda mitad del siglo XX sería testigo de una de las más titánicas empresas libertadoras que han quedado registradas en los textos de historia, comparable a cualquiera otra realizada en la vasta superficie del planeta.

No importó entonces para nada la amenaza, procedente de Madrid, de que la independencia se impediría luchando “hasta el último hombre y la última peseta”. Se acudiría hasta a una famosa reconcentración en la que morirían de hambre y enfermedades miles de cubanos de todos los géneros, edades y razas.

Todavía se llora la pérdida en campos de batalla de una lista larga y gloriosa, comparable o superior a cualquier otra que ocupe espacio y reciba atención en la interminable aventura de la humanidad.

Pasaron las décadas y murieron los grandes, pero un austero maestro de escuela había llegado a Gibara aquel 20 de abril. Pronto viajaría hacia la mítica ciudad de La Habana y el 20 de mayo de 1902.

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