Por: Álvaro J. Álvarez
En la década de los 50, en la famosa esquina de Galiano y San Rafael estaban cuatro relevantes establecimientos: El Encanto en el # 351 de la Avenida de Italia (nombre oficial de Galiano), sus dueños eran Solis, Entrialgo y Compañía S.A.
Al cruzar la calle San Rafael estaba la peletería La Moda en el #401 existía ya en 1877, una de las casas más antiguas de la zona, también preferida pues las familias que gustaban adquirir allí su calzado por la alta calidad de sus artículos, como la marca Florsheim.
En los comienzos del siglo XX y para delicias de los niños, en el portal del establecimiento se hallaba una enorme gallina de juguete a la cual se le echaba por el pico una moneda y la gallina ponía un huevo que contenía caramelos, pastillas de menta y otros dulces por el estilo. Aquel juguete estuvo allí muchos años hasta que un día desapareció, pero la tienda se mantuvo siempre con un alto prestigio y perduró hasta la década del 60.
En la esquina diagonal se construyó en 1887, La Casa Grande, una de las primeras grandes tiendas de la calle Galiano, que inició en Cuba, en gran escala, el negocio de telas además de ropa perfumería y quincalla. Cerró sus puertas en 1937 y en su lugar se construyó un nuevo edificio más moderno, donde luego se estableció el popular “Ten Cents” de F. W. Woolworth Co. hasta 1960.
Nos queda ahora la esquina S.O. donde estaba el Café La Isla, en el #402, propiedad del gallego.
Francisco García Naveiro que nació en 1865 y a los 8 años, el mocoso, enfangado de tierra oyó noticias sobre un continente de ensueño donde el oro abundaba y las mujeres eran de una belleza insolente. Solicitó permiso a fin de irse a las Américas y tras 8 inviernos de negativas, finalmen-te se alejó de la aldea con poquísimo dinero, unos zapatos rotos para lograr el sueño que le sugirió un vecino de la aldea cuando le dijo: “Vete a Cuba, allí te harás hombre, aunque, si llegas a la Isla te quedaras”.
Según el periódico Alerta del 4 de octubre de 1949, donde Guillermo Villarronda cuenta, el vástago de los García Naveiro arribó a La Habana en febrero de 1881 y roído por los males del estómago y el mareo, tocó a la puerta de la lechería La Isla, la cual vegeta, junto a una apestosa caballeriza, en los bajos del palacio de doña Ventura Lautener, viuda de Suazo, un edificio enclavado en la esquina de Galiano y San Rafael.
Manuel Suárez, patrón del lugar y músico del ejército español, le dio trabajo y lo primero que el galleguito hizo fue exterminar una docena de ratones que llegaban subterráneamente desde la cuartería que había al fondo. Como en aquel entonces no existía el Flit, tuvo que acabarlos a palo limpio.
Pancho comenzó a hacer de las suyas. Se pegaba al mostrador durante 18 horas diarias y sus batidos, con sabores agradables se volvieron populares en toda la barriada.
La propia Lautener le dio muestras de una bien justificada simpatía, si la hidalga ordenaba hielo o un refresco especial, allá va Pancho. Si necesita un mandado, él no se negaba por nada. Si había que pasearla por algún parque, era el primero en proponerse.
Un día, amplía Villarronda, vencido el contrato con Manuel Suárez, la viuda de Suazo llamó al jovenzuelo y le preguntó si quería quedarse con el puesto. Con sus ahorrillos, ¿podría aceptar tan tentadora proposición?
Le agradeció la gentileza a la dama, pero ¿con qué contaba para comprarle a su patrona la lechería? La señora sugirió una solución que lo complació: Pancho le daría algún dinero y el resto de la compra la pagaría a plazos. La Isla empezó a ser suya.
Pronto, tal vez demasiado pronto, Pancho se libró de la deuda y empezó a convertirse en Don Pancho.
(Existe un documento de compraventa-1902- que registra la transmisión del Café y Cantina “La Isla” de Domingo del Portillo y Santayana a Francisco García Naveiro. Esa escritura describe el local y su contenido, como: mostrador, muebles, vidriera, enseres, etc.)
Su chinchal, ordinario y de mala muerte, se transformó en un concurrido y moderno café, donde los parroquianos encontraban refrescos y numerosos cócteles, algunos de los cuales se hicieron célebres como La Sevillana y La Marsellesa.
No sorprende, en consecuencia, que el Mayor General Antonio Maceo se haya tomado en el establecimiento un agua con panales, cuando visitó La Habana en 1890, siguiendo el ejemplo del patriota Manuel Sanguily y de los muchachos de la acera del Louvre (Prado y San Rafael) que hacían sus travesuras en las puertas de este bar y del vecino Hotel Inglaterra.
En los umbrales del siglo XX, La Isla, tan visitada como las tiendas El Encanto o La Casa Grande, de la populosa Galiano, dueñas de las clientelas más abundantes y selectas en La Habana, se llenó de mesitas de dominó, repletas también, a ratos, de helados y lunch sabrosísimos. Allí también prosperó la vidriera de dulces de Florentino García, y otra de tabacos, llena de turistas y olfateadores.
Don Pancho, el dueño del café La Isla, pasó medio siglo en el lugar sin moverse a ninguna parte, vio cuántas tiendas y comercios crecían en la famosa calle, mientras engrosaba su billetera y le crecían los mostachos enormes. Le llamaban Don Pacho, el de La Isla. Había logrado adquirir la primera planta de un edificio de altos y bajos. El piso de arriba acogía la residencia de una marquesa cubana cada vez más venida a menos, y tanto que debió acoger una casa de huéspedes en lo que fue su fastuosa mansión.
Tanto dio Don Pancho que consiguió al fin que la mujer le vendiese su espacio. Y se dice que el día en que se traspasó la propiedad añadió $10,000 a la cifra pactada como el gesto elegante de un español aplatanado y enriquecido hacia una dama cubana que fue y estaba dejando de ser.
Claro que aquella compra fue un negocio redondo para Don Pancho, pues llegado el momento vendió el edificio a un sujeto llamado Florentino García Martínez y a su esposa Josefina Lillo los propietarios de la Inmobiliaria Ligar.
La Isla le dio realce a la esquina de Galiano y San Rafael en los años cuarenta y cincuenta.
A quien Dios no le da hijos, el Diablo le da sobrinos, reza un refrán popular y, que conste, los suyos eran numerosos. Llegaron de su tierra a tropel y empezaron a despachar en las dos o tres filas de mesas colocadas entre las dos columnas de la entrada y van ascendiendo en la medida que se adiestraban en el servicio. Cuando pasaron al restaurante, separado del café por una frontera de arecas, ya eran jefes y socios.
Don Pancho generoso y modesto hasta la exageración, se tomó dos vacaciones en su vida: todavía joven y rico se embarcó rumbo a la península para conquistar la aldea de la memoria, donde abrazó a los suyos, pero huyó al poco tiempo.
La pretérita iglesia parroquial no pudo sustituir los latigazos de luz de la farola del Morro. Años más tarde, viajó a Londres dispuesto a aprender inglés porque deseaba poder entender mejor a sus clientes. No obstante, sus amigos de esos tiempos lo vieron regresar, al cabo de los meses, enfundado en su traje negro, con unos curvos bigotes canos y una mirada triste e intraducible. ¡Aquello no era lo suyo y extrañaba casi todo!
El gallego, ya casi cubano, presumía de dos cosas: no vende ni hipoteca sus bienes y nunca se ha sentido extranjero en su café La Isla, el más famoso de la capital.
Es sabido que durante la Guerra de 1895 que libraron los cubanos contra España los simpatizantes de los soldados libertadores se detenían en la acera de Galiano, frontera de su inmueble, para manifestarse a favor de la redención nacional con la complicidad del hijo de Galicia. Además, cuando pasaba el Generalísimo Máximo Gómez por este sitio, tras la derrota de los colonialistas ibéricos, los lugareños no paraban de gritar: ¡Viva Cuba!, ¡Viva Don Pancho!
La Isla fue célebre por sus reservados y por sus dos salidas, que posibilitaban todo tipo de escapadas.
Al Café de Don Pancho llegaban miles de habaneros que hacían sus compras en los grandes bazares vecinos y, después, iban a refrescar a ese agradable y bullicioso rincón capitalino, donde, entre otras atracciones, se podía probar una cerveza Hatuey bien fría.
Curiosamente, Don Pancho nunca hizo alarde ni se ufana de tener dinero. Nunca humilló al prójimo apoyado en sus riquezas. Se envalentona, sí, contra quienes se oponían a que su propiedad era la primera en la capital en disponer de luz eléctrica y de una fuente de soda. En su vida laboriosa, larga y monótona solo tenía una pasión: El Centro Gallego, donde en pláticas ardorosas, podía soñar con las aventuras que nunca tuvo y allí podía rememorar a sus ancestros.
Sobre su muerte, ocurrida en 1950, apuntó Ramón Vasconcelos en Alerta del 29 de junio de este mismo año:
“Gallego hasta la médula, no le quitaron el acento los años de aclimatación en el país. Amaba los niños y apenas los veía, mandaba a sacar unas sillitas. Era La Isla el único establecimiento de su tipo que las tenía. Él se preocupaba por rodearlos de atenciones.
¿Por qué no se casa usted?, le pregunté en cierta ocasión. Imposible, amigo mío. Siempre creí que no debía casarse nadie que no ganara lo suficiente para mantener una familia. En lograrlo eché toda mi juventud. Y ahora, cuando puedo sostenerla con desahogo y hasta con lujos, me falta la juventud. Si encontrara una mujer que me quisiera de veras, no lo creería; creería que me ama por mi dinero. Eso me haría desconfiado y nada feliz.
Lo decía con los ojos nublados. La confidencia me conmovió, mientras lo veía circular entre las mesas, reconociendo con esfuerzo a los clientes. Al fallecer Don Pancho, el de La Isla, se llevó el mejor medio siglo de La Habana”.
Cuando Florentino García, propietario de una inmobiliaria local, adquirió el sitio, demolió las construcciones previas y levantó el nuevo edificio destinado a tienda por departamentos con pisos dedicados a ropa, calzado, electrodomésticos, muebles y artículos de lujo, bajo el nombre Flogar, iniciando un nuevo capítulo comercial en el lugar.
La tienda se inauguró en 1956, consolidándose como un emblemático establecimiento en esa zona comercial de La Habana.
Dicho edificio, de seis plantas fue diseñado por los arquitectos Silverio Bosch y Mario Romañach con líneas modernas y funcionales, propias de la arquitectura cubana de mediados del siglo XX.
Tenía grandes ventanales de cristal, lo que daba mucha luz y permitía a los transeúntes ver los productos desde la calle.
Sus interiores estaban equipados con escaleras mecánicas, algo novedoso en aquel momento, lo que le daba un aire de modernidad comparable con las grandes tiendas de Nueva York o Miami.
FLOGAR, era muy popular entre la clase media y alta habanera, que la veía como un símbolo de vida moderna, que no dejó de crecer hasta llegar a Rayo.
Esa famosa tienda enclavada en la sección suroeste de Galiano y San Rafael era un epicentro de moda, compras, vitrinas espectaculares y de una clientela elegante, especialmente mujeres que acudían a exhibirse tanto como a comprar. Esto provocaba que muchos caballeros se apostaran allí para piropear y esa atmósfera “pecaminosa” en tono jocoso le dio el mote de la Esquina del Pecado, mote que se supone fue empleado originalmente por el periodista español Manuel Lozano Casado que bajo el seudónimo de Bravonel, escribió en El Fígaro, Diario de la Marina y Bohemia refiriéndose a la esquina de Galiano y Neptuno, sin embargo, el uso popular, según lo señalan historiadores como Eduardo Robreño y Renée Méndez Capote, trasladó el apodo a la esquina más transitada y selecta de Galiano y San Rafael.
Moraleja: un gallego que quería a Cuba, trabajando duro y sin odiar al pueblo que lo recibió, desarrolló un negocio orgullo de La Habana y 57 años después, el hijo de otro gallego que, a pesar de haber nacido en Cuba, odiaba a sus habitantes, nunca trabajó y destruyó el éxito logrado por otros.
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