por Ramón Vasconcelos (1947)
El 28 de enero, Día de Martí, fue develado un busto de Juan Gualberto Gómez en los jardines del Capitolio. Es un honor, un gran honor la vecindad gloriosa de Sanguily y de Varona a la sombra de la cúpula. Don Juan trabajó para la estatua y le conceden esa cabeza de Ramos Blanco. Su vida fue una consagración patriótica. Hasta sus defectos fueron los del patricio fanatizado por la obsesión de la independencia. Pero, puesto que vivimos en el país de la poca memoria y la oportunidad disculpa la fatiga de una biografía tan larga como fue su cooperación a todos los empeños de engrandecimiento y dignificación de su tierra, no está demás recordarla.
La vida de Juan Gualberto Gómez, no cabe en el espacio de una cuartilla; es una línea accidentada y firme que comienza el doce de julio de 1854 y se prolonga a través del período revolucionario, del constituyente y de consolidación republicana como una huella luminosa e indeleble de fe en los supremos destinos humanos y de amor a la libertad.
Necesariamente estos apuntes, aún concretándose a escuetas referencias, han de tener la extensión de un índice de los insignes servicios prestados por él a Cuba. Aquí nada hay del periodista, salvo el cariño y el respeto con que pone su mano sobre un historial glorioso.
Don Juan repetía con frecuencia esta frase de Thiers: “Yo soy un viejo paraguas sobre el cual ha llovido mucho”. Y tenía razón.
Nació en el ingenio Vellocino, por Sabanilla del Encomendador, en la provincia de Matanzas. La finca pertenecía a los Montes de Oca y en ella trabajaban sus padres como obreros de la casa de vivienda. La madre, Serafina Ferre, era corpulenta y de carácter fuerte; el padre por el contrario, era un hombre endeble y timorato que parecía encorvarse y empequeñerse aún más en presencia de los otros para pasar inadvertido.
El muchacho, por consiguiente, heredó el temperamento rebelde de la progenitora. A los diez años ingresó en el colegio “Nuestra Señora de los Desemparados” que dirigía Antonio Medina, considerado como el Luz Caballero de color; aprendió todo lo que se permitía enseñar entonces a los de color: leer cantando, escribir sin ortografía, doctrina cristiana y las cuatro reglas, que casi siempre eran cinco, contando con la que enarbolaba el maestro sobre la sensible cabeza de sus alumnos. Después…”dile a tu padre que te ponga a aprender oficio o que te mande al barracón, porque si no vas a saber nada más que yo”. (Era la frase conque se ponía témino a la educación).
Y fue a aprender el oficio en 1869 a los talleres del famoso cerrajero Mr. Binder, que residía en París. En aquella época no había en nuestro país oficio más productivo que el de carpintero de ribera. Eso quiso ser Juan Gualberto Gómez. Pero en Francia cambio de consejo y optó por los coches de lujo. En 1870 fueron a visitarlo sus padres, y Mr. Binder, que fungía de tutor de su aprendiz, les indicó que le dieran una carrera, por haber revelado capacidad para estudios serios en la academia nocturna a que asistía.
Determinaron que ingresara en una escuela preparatoria para ingenieros, la famosa de Munge, después de la Guerra Franco-prusiana y del sitio de París, que presenció. Cinco años más tarde se agotaron los recursos, y no queriendo regresar a Cuba, dejó de estudiar y se quedó en París, donde vivió en lo adelante de su trabajo personal, ora como empleado de casas de comercio, ora como repórter o auxiliar de corresponsal de diarios belgas y suizos. En esto llegaron a Lutecia dos patriotas insignes que iban en comisión revo-
lucionaria a colectar fondos: Francisco Vicente Aguilera y Manuel de Quesada. Fue su traductor y cicerone. Ellos a su vez lo convirtieron en ardiente defensor de la Independencia de Cuba, cuya causa abrazó desde entonces para siempre.
En México estaba cuando se firmó la Paz del Zanjón. También se encontraba en aquel país, desterrado sin ser separatista, sólo por su devoción a las reformas coloniales y su marcada aversión al depotismo, el gran abolicionista don Nicolás de Azcáte. Fueron buenos amigos.
En el bufete de aquel jurista trabajaba como pasante José Martí.
Pronto intimaron y se identificaron. Uno y otro reuníanse a diario en el bufete de Azcárate primero y en el de Miguel Viondi más tarde; tomaron parte principalísima en la Conspiración de Antonio Aguilera, que produjo en las postrimerías de 1879 la frustrada Guerra Chiquita; y con muy pocos días de distancia, los tres, Martí, Aguilera y Juan Gualberto Gómez, fueron presos deportados a España; con la particularidad que a Martí lo prendieron en su propia casa de la calle Amistad cuando estaba almorzando con él y su señora Juan Jualberto Gómez, al que habían invitado ese día.
A Cadiz, expatriado en 1880, y de Cádiz a Ceuta, al Castillo del Hacho. Interviene Labra, a quien aún no conocía, si bien estaba recomendado por Azcárate, y le dan por cárcel la ciudad. En el 82 la prisión se amplifica dentro de los límites de España, con la única obligación de presentarse semanalmente a las autoridades del sitio que escogiera por residencia. Escogió Madrid y se pasó con él ocho años. Contrajo matrimonio. Polemizó lúcidamente con Perojo, director del “Nuevo Mundo”.
Desde 1878 hasta su deportación, dos ideales orientaron su voluntad: la abolición de la esclavitud y la igualdad de derechos.
Organizó campañas para que se asociasen los elementos de color en las seis provincias, dio conferencias en las sociedades que visitaba y fue el vocero de una raza cuando ésta no tenía defensores.
A su lado se agruparon cuantos sufrían la falta de libertad y las exclusiones del prejuicio.
Cuando marchó al exilio, ya sus adeptos, quedaban agrupados y con la “Fraternidad” por vocero de sus aspiraciones, que él alentaba desde Ceuta y Madrid. Así surgió el Directorio Central de las sociedades de color.
Don Adolfo Márquez Sterling, el famoso escritor y abogado, lo llevó a “La Discusión”, y al parecer “La Lucha”, hallándose ya en Madrid, se le nombró corresponsal; sus artículos despertaron gran interés, porque en ellos trataba de problemas cubanos en relación con la política de la Corte.
Labra fundó “El Abolicionista”, órgano de la sociedad del mismo nombre, y lo nombró redactor, y luego jefe de redacción y director de “La Tribuna”, portavoz de las doctrinas liberales y las reformas coloniales. En “El Progreso” y “El Pueblo”, de tendencia republicana, inspirados por Zorrilla, redactó fondos y crónicas parlamentarias.
Durante siete años consecutivos asistió a las sesiones del Congreso de los Diputados, trabando relaciones de amistad con valiosos elementos de la política española, que respetaban su separatismo nunca atenuado.
Se le permitió volver a Cuba en el 90, y como deportado ya libre, el Ministro de Ultramar le pagó el pasaje con el dinero que se le tenía asignado para subsistencia igual que los otros deportados: seis reales de vellón, es decir, treinta centavos diarios. Su regreso marca el resurgimiento, dentro de las vías legales, de la propaganda separatista, acallada desde el fracaso de los intentos de invasión de Máximo Gómez, Maceo y otros caudillos.
Dos causas absorvieron por completo la vida de Juan Gualberto Gómez: la independencia y los derechos de la clase de color como ya se ha dicho. Reapareció “La Fraternidad”, y como programa que condensa sus propósitos, un artículo titulado “Por qué somos separatistas”, que da la medida de la vasta cultura política que poseía ya en aquella época.
Su labor periodística le pusieron en contacto con cuantas personas seguían pensando en la redención de Cuba. Empezó de nuevo a conspirar, sin prisas, sin plan fijo, hasta que se le presentó en Matanzas un grupo que también se reunía silenciosamente y sin otra finalidad que prepararse para el día previsible de un levantamiento.
Dirigían el grupo el doctor Pedro G. Betancourt y el ingeniero Emilio Domínguez, figuras prominentes de Matanzas. Martí que había seguido con simpatía los trabajos de “La Fraternidad”, enseguida se puso en contacto con Juan Gualberto Gómez para que cada uno, desde su campo de acción, laborase con idéntico propósito.
Estamos en el 98, se establece el Gobierno Autonomista, los presos y desterrados son puestos en libertad y el hombre de Ibarra regresa del presidio de Valencia. (Cuando Calixto García retornó a Cuba, contaba a los amigos de Juan Gualberto Gómez que lo había visto en la Cárcel Modelo de Madrid y que al despedirse de él le había gritado desde la reja: “General no se olvide de mandarme café”) Antes de venir pasó por París y Nueva York.
En la metrópoli americana se entrevistó con Estrada Palma y le rogó que lo enviara a Cuba sin demora; pero don Tomás le exigió que se quedara en los Estados Unidos por creer allí más necesario sus servicios.
Juan Gualberto conservaba con cierto orgullo un documento, un extenso y cargado de encomios, por lo cual lo comisionó para que recorriera como representante suyo los centros de inmigración de la Florida y gestionara de los emigrados cubanos que reanudasen el abono de las cuotas con que contribuían antes al fondo de la Revolución. Tal se hizo.
Pronunció numerosos discursos, restableció las cotizaciones.
Terminada su gestión, don Tomás le comunicó que acababa de ser elegido representante a la Asamblea de la Revolución por los cubanos en armas y que debía presentarse en breve ante ellos.
Su papel fue muy importante, formó parte de sus dos comisiones ejecutivas.
Juan Gualberto Gómez nunca perdió la fe en el destino de la República, terminó sus días en una casita de la carretera de Managua. La casa de madera, la biblioteca, unos legajos de valor histórico, una correspondencia interesante, una familia numerosa y pobre. Eso fue lo que dejó. Y el recuerdo imperecedero de una vida fértil, de una inteligencia lúcida, de una cultura enciclopédica y de una probidad invulnerable.
En una palabra: trabajó para la estatua y le han concedido un busto en los jardines del Capitolio.
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