Un mes después de los motines que pusieron parte de Francia en llamas con la subsecuente resonancia mundial que se produjo acaban de tener lugar junto al río Sena casi a la sombra de la Torre Eiffel las ceremonias anunciadoras del comienzo de los Juegos Olímpicos dentro de un año. No estaba el presidente Macron que andaba por las antípodas el miércoles pasado día 26, pero no faltó optimismo ni frases hechas proferidas por los miembros del comité organizador. Fue presentada al público la antorcha color champán que los relevos enarbolarán trayendo la llama desde Olimpia hasta París. Varios políticos como la inevitable alcaldesa de París se apuntaron. Cualquier pretexto vale para capitalizar un show en beneficio propio. Unos y otros enfatizaron en que no hay que preocuparse porque todo saldrá a las mil maravillas en el mejor de los mundos. Gracias a ellos mismos por supuesto.
Sin espíritu de aguafiestas es el momento para recordar lo que ocurrió a fines del año 2005 precisamente en la misma zona de la periferia parisina donde tendrán lugar algunas de las competencias deportivas más significativas de los Juegos, área que además hospedará la Villa Olímpica e infraestructuras tan importantes como los centros de prensa y de logística electrónica indispensables para difundir los futuros acontecimientos a billones de telespectadores. Esa concentración en el Departamento 93 puede hacer germinar ideas en las cabezas de los chantajistas, de los extremistas políticos con los anarquistas encabezándolos. Todo es posible.
Cuando en los últimos días se me ha planteado, llamadas y mensajes procedentes del extranjero, el inevitable «cómo andan las cosas por ahí», mi respuesta ha sido «por el momento la calma reina, ¡hasta la próxima vez!». No soy loquero y no escribiré acerca de mis impresiones actuales. Me tornaré hacia el 2005 mentado más arriba cuando, mientras disfrutábamos de la tranquilidad que siempre precede a situaciones inesperadas, Francia vivió tres semanas de motines que analizados con la luz retrospectiva de los casi veinte años transcurridos permiten apreciar similitudes con los recientes. Cabe por lo tanto imaginar perspectivas inquietantes para París 2024: llama olímpica o llama social, esa es la amenazante opción.
Todo comenzó aquella vez con tres adolescentes que huyendo de la policía se metieron en una caseta de la red eléctrica de alta tensión. Dos murieron y el tercero sufrió graves quemaduras. A la mañana siguiente comenzaron los disturbios que se extendieron a nueve villas de los suburbios del norte de la capital. Con el contagio que concurre en situaciones de ese tipo las confrontaciones ganaron sucesivamente varias ciudades importantes en provincias, Lille, Lyon y Toulouse. Se reprodujeron en ellas escenarios idénticos de desobediencia a la autoridad. La edad promedio de los cientos de revoltosos implicados era de 20 años. En su mayoría fueron teleguiados por gurúes de raigambre criptoizquierdista. Contraste notorio, los del mes pasado promedian 17 habiendo habido muchos con edades entre 13 y 15. Es decir que las cosas evolucionan para peor. Nadie es capaz de vislumbrar el futuro en la materia.
Como suele suceder en este país cuando hay problemas directamente ligados a la inmigración y a los descendientes de ella nacidos en territorio nacional compuestas por «minorías visibles» -léase de negros y de magrebíes- una vez definidos como «jóvenes» prensa y autoridades pasan inmediatamente a la fase de exculpación colectiva sobre la base de explicar que no son verdaderamente responsables porque sus acciones son resultado de la opresión y de la injusticia que una sociedad enceguecida por el racismo ejerce sobre ellos. Los lectores que viven en Estados Unidos podrán comprender de qué estoy escribiendo y establecerán las extrapolaciones que sus experiencias les sugerirán.
Lo cierto es que esas explosiones son el resultado de acciones perpetradas por minorías que casi siempre comienzan por incendiar instalaciones locales que el gobierno ha creado para sus propias familias: escuelas, bibliotecas, centros deportivos, etc. Una aberración. El facilismo de establecer relaciones de causas y efectos a partir de las cifras del desempleo en los barrios de suburbios no lleva muy lejos en los análisis de los sesudos sociólogos que nos gastamos en Francia. Son ellos los primeros a producir un mutismo absoluto en cuanto a las verdaderas razones subyacentes: esa distancia que marcan a la verdad viene no de una falta de contacto con el terreno sino de un voluntarismo ideológico que en América dice llamarse wokismo.
Ya desde mediados de la década 1980 el periodista Christian Jelen había trabajado a fondo el asunto con decenas de artículos y un libro indispensable: La guerre des rues, la violence et les jeunes (Plon, 1998). Lo dejó en blanco y negro refiriéndose a esa guerra existente en las calles: «los parámetros esenciales que la ordenan no pueden ser omitidos, pero eso es lo que está ocurriendo; las políticas puestas en ejecución como remedio dejan a un lado reconocer que los participantes son mayoritariamente retoños de la inmigración».
En una crónica dedicada a abalizar el libro Jean-François Revel le puso la tapa al pomo: «el miedo de ser calificado de racista conduce desde hace decenios los responsables políticos a escamotear el nudo gordiano del problema por miedo a ser asimilados a la extrema derecha». Cosa que vale para el enfrentamiento a otros problemas de sociedad.
Y en eso estamos, en eso seguimos estando. En septiembre comenzará a debatirse en el Parlamento una nueva ley reguladora de la inmigración. Se ha dicho que su vocación será la solución del espinoso problema. Me temo que la pomada analgésica la contaminará, cualquiera que sea el contenido de su articulado. Serán los mismos remedios que tal vez tienen en mente los optimistas irresponsables que miran con ojos de Quimera hacia los decisivos meses que nos separan del gran evento planetario que comenzará el 26 de julio del año que viene. Por el momento no hay pruebas de que hallamos avanzado ni una iota en esa perspectiva, ni que vayamos camino de logros «más rápidos, más altos, más fuertes». La realidad es convincente solo para quienes la miran de frente, cosa impensable para quienes se obstinan en pensarlas en términos de una excepcionalidad francesa desde hace mucho tiempo inexistente.
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