Por María C. Rodríguez
A todos nos ha dolido algo alguna vez -a muchos seguro que en este mismo momento-, por lo que no es un fenómeno extraño para nadie. Sin embargo, si tenemos que definirlo se comienza a complicar el asunto.
El consenso actual es que es una experiencia de los sentidos, que tiene un componente emocional desagradable y se relaciona (o que recuerda) a la que se siente cuando hay algún daño físico.
¿Es positivo el dolor?
La finalidad del dolor reside en avisarnos de que algo va mal; es un mecanismo de supervivencia que ayuda a mantenernos a salvo de los peligros que pueden amenazar nuestra integridad física.
Por poner un símil: se trata de un sistema de alarma que posee nuestro cerebro para decirnos que estamos en riesgo y que nos insta a ponernos a salvo. Y es desagradable para que sintamos la necesidad de evitarlo.
Sin embargo, no es una respuesta a un estímulo, tal como se pensaba en los tiempos de Descartes (por ejemplo: toco algo ardiendo y el dolor me salva de chamuscarme, porque me hace retirar la mano). La concepción moderna lo entiende como un producto de nuestro cerebro: es este órgano quien nos dice dónde, cuánto y de qué manera nos duele.
En definitiva, el dolor no siempre está directamente relacionado con la cantidad de estímulos dolorosos que estamos recibiendo, ya que puede percibirse en ausencia de ellos. Un ejemplo extremo es el fenómeno del miembro fantasma: hay personas cuyo cerebro está produciendo un dolor muy real en una parte del cuerpo que ha sido amputada.
La teoría de la puerta de control
Entonces, ¿por qué la sensación aumenta por la noche, cuando estamos a salvo en nuestra cama? ¿Cómo ayuda eso a la supervivencia?
La explicación tiene que ver con los sistemas de procesamiento de nuestro cerebro y con la ciencia de la percepción. Dicho de otro modo: habrá ciertas cosas que hacen que se cierre la puerta y sintamos menos dolor y otras harán que se abra y que lo sintamos con mayor intensidad. Un ejemplo es el acto mecánico de frotarnos la piel si nos hemos dado un golpe: la sensación de fricción compite con la de dolor y se siente menos.
En el silencio de la noche, nos acordamos de alguna situación incómoda que experimentamos durante el día y habíamos casi olvidado.
Allí solos, en la oscuridad, no hay nada que nos distraiga y ayude a cerrar la puerta: ni imágenes, ni sonidos, ni interacciones con otros.
El peor momento, a las 4 de la madrugada
Desde los años 60, nuevas teorías, nuevas técnicas y nuevos hallazgos han ido nutriendo la ciencia del dolor. Así, un estudio publicado en Brain apunta también hacia los ritmos circadianos como un posible agente clave en el fenómeno de la acentuación nocturna.
Los investigadores descubrieron que el momento del día en el que más intensamente se percibe el dolor es a las 4 de la madrugada.
Una posible explicación es la falta de sueño, ya que también está demostrada su influencia, pero en el modelo de Daguet, el peso de los ritmos circadianos fue mucho mayor. Estos cambios pueden estar relacionados con los niveles cíclicos de hormonas que tenemos durante el día, como el cortisol, relacionado con el sistema inmunológico y la inflamación, y la melatonina.
Otros científicos señalan que, desde una perspectiva evolutiva, somos más vulnerables a los depredadores por la noche, ya que es cuando dormimos. Por tanto, tiene sentido que una menor intensidad de los estímulos sea suficiente para despertarnos ante un peligro potencial.
En definitiva, aún hace falta más investigación para entender por qué sentimos más dolor por la noche, pero parece que nuestro cerebro sigue intentando protegernos de que los tigres (en este caso reales) nos puedan comer mientras dormimos.
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