Por María C. Rodriguez
Durante la I Guerra Mundial la metralla destrozó los rostros de unos 20,000 soldados. Los intentos de cirujanos y dentistas en la aplicación de la cirugía estética a los rostros devastados por la metralla no siempre eran efectivos. Incluso varias operaciones resultaban insuficientes en los casos más extremos. Tras la cirugía, muchos hombres seguían luciendo unas heridas tan visibles que eran aislados de la sociedad y se veían obligados al ostracismo o a encargarse de trabajos en los que nadie los viese. De ahí que algunos veteranos de guerra acabasen trabajando en lugares aislados u oscuros.
En 1917, la ya aclamada escultora estadounidense, Anna Coleman Ladd, tenía la certeza de que ella tenía mucho que aportar. Se puso en contacto con el escultor Derwert Wood, quien era conocido, además, por sus máscaras para ayudar a los soldados británicos desfigurados por la guerra, y Anna le comunicó su determinación de ayudar a los soldados franceses. Fue así como en diciembre de 1917, Ladd cruzó el Atlántico, y acompañada de cuatro asistentes fundó el Estudio de Máscaras-Retrato de Cruz Roja Americana en París.
Alrededor de 3,000 soldados franceses acudieron a su estudio en busca de ayuda. Allí no había espejos; estaban prohibidos. Así que el deseo por volver a la normalidad, el ambiente amistoso y las distendidas charlas, iban preparando a los soldados para lo que les esperaba: el regreso a la sociedad. Ella los llamaba los valientes sin rostro.
Basándose en fotos antiguas y entrevistas, Ladd estudiaba todo: desde los hábitos de los pacientes hasta sus expresiones faciales. En base a ello, decidía el semblante que asignaría a cada máscara, una expresión que los veteranos mantuvieron de por vida.
Durante la guerra, la mutilación llegó a estar relativamente aceptada por la sociedad solo cuando se trataba de extremidades. Lo que nadie podía soportar era cruzarse con un hombre sin nariz, sin una oreja o con la cara completamente desfigurada. El miedo y la vergüenza jugaban siempre en contra. Y no sin razón. Que aquellos hombres desfigurados no pudiesen salir a la calle no siempre fue un acuerdo tácito. Cerca del hospital facial de Gillies, en Sidcup (Inglaterra), según un artículo de la revista Smithsonian, alguien había pintado algunos bancos de azul, lo que advertía a los vecinos de que un hombre sentado ahí sería angustioso de ver.
Ladd no solo llenó un vacío físico, también contribuyó a llenar los vacíos psicológicos de casi 200 hombres que se habían acostumbrado a vivir en la oscuridad y a negarse a sí mismos. Puede que las máscaras no alcanzasen la perfección, pero la artista consiguió que algunos de esos hombres se asustasen al ver el resultado. Algunos no podían concebir que así hubieran sido antes de dejar de ser como eran.
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