“La patria está donde se ama,
la familia donde se es amado”.
Por Marcelo Salinas
Dibujos de Marcelo
(1952)
No se llamaba así, desde luego. Se llamaba Domingo García, un nombre de cristiano; pero aquello de “Bermejón” no se lo quitaba nadie. Era la única herencia del padre. Un mote cuya historia no estaba muy limpia. Cosas de pueblo chico: En cierta ocasión el “viejo” casi siempre a medio palo y nunca corto de manos para lo que hallara mal puesto, se vio enredado en la desaparición sospechosa de un buey y cuando llevado ante el juez hubo de referirse al color del animal, por no dar señas enteramente exactas sin dejar de servir a la verdad, dijo que era “bermejón”, ganándose el sobrenombre para él y para el hijo. “Bermejón” le quedó hasta la muerte, y “Bermejón” le tocó a Domingo, sin que valieran a borrárselo las mentadas de madre y las pedreas cuando muchacho; ya de hombre, las fajazones en toda forma.
“Bermejón”… De tal forma le molestaba oírse llamar así que un buen día, viéndose solo y viéndose a pique de ir a parar en la cárcel por una locura que le haría cometer cualquiera de los muchos malcriados que le hostigaban, decidió marcharse, dejar para siempre aquellas tierras de San Luis del Pinar e ir mundo arriba, adonde cayera con tal de no ser conocido por nadie.
Tenía diecinueve años y era fuerte, pese a las muchas hambres y a las mayores desnudeces sufridas. Sabía leer y escribir y estaba dispuesto a sacar polvo de la humedad, si era preciso, antes que verse obligado a soportar eternamente burlas y provocaciones…
Se fue sin que San Luis del Pinar se enterara, sin que su ausencia se notara en parte alguna de la comarca. Sólo el negro Nicolás, el hijo del pocero, se extrañó de no encontrarlo en los sitios acostumbrados y pensó en si le habría sucedido alguna desgracia; pero Nicolás tenía otras muchas cosas en que pensar y pronto lo echó en olvido. Ya, desde entonces, únicamente muy de tarde en tarde alguien, al repasar la nomenclatura de los alias locales, solía exclamar:
-¡Hombre!, ¿y “Bermejón”? ¿Qué se habrá hecho de él?
A lo que, generalmente, el interpelado u otro cualquiera, contestaba:
-¡Por ahí…; de habitante!
Entretanto “Bermejón” caminaba mucho. De acá para allá sin rumbo fijo, pegando tropezones, recibiendo topetazos y cobrando experiencia, daba la vuelta al mundo, con paradas largas o cortas, según le forzara la vida.
Y así, pasando a través del tiempo o el tiempo traspasándolo a él, Domingo García llegó a establecerse en una ciudad del Oeste americano, llegó a enriquecerse y llegó a ser “Mister García”, respetable ciudadano con buena fama y buenas relaciones.
Se casó. Quedó viudo. Se volvió a casar y la mujer lo abandonó, cargando con algunos miles de dólares. Ni tuvo hijo ni pudo, con su cuarto de millón perfectamente saneado, evitarse los achaques de sus sesenta y dos y evitar el aburrirse totalmente a la hora en que le iba pesando el negocio tanto como los años.
Entonces, ya reposado, sin tener adonde ir ni desear ir a parte alguna, sintió que le ganaba la nostalgia del terruño: un dulce y poderoso anhelo de ver nuevamente todo aquello tan largamente abandonado: la casita ruinosa donde murieran sus padres, las calles polvorientas por donde correteara descalzo y hambriento, el charcón de lluvia donde se bañaban los muchachos del barrio, el terreno yermo que les servía para jugar a la pelota, el guayabal de donde cien veces se vio forzado a escapar huyendo a los guardias y la casona misteriosa, siempre cerrada, de grandes puertas oscuras, sobre cuyas tapias crecía la yerba y desde cuyos patios la gente veía salir fantasmas…
Su primer impulso fue salir de viaje inmediatamente, volver enseguida allá de donde faltaba hacía tantos años. Le duró poco el arrechucho y continuó la vida regular y tediosa de su oficina, sus comidas orilladas por el frasco de las gotas, sus visitas periódicas al médico, sus paseos higiénicos por el bosque doméstico de la ciudad…
Hasta que un día, a mediados de diciembre, no podría él decir con ocasión de qué, las imágenes del pasado remoto volvieron a su memoria, envueltas en la penumbra encantadora de lo que fue: ¡ah!, las largas jornadas por los potreros empastados de crujiente espartillo, el penetrante perfume de los cedros recién cortados, el hechizo de los aguinaldos cubriendo las viejas cercas de piedra…
¡Y llegaba la Nochebuena! La Nochebuena que colmaba las bodegas de golosinas exóticas, que llenaba el ambiente con el apetitoso aroma del lechón asado, que reunía alrededor de la mesa familiar a los ausentes y descarriados…
Iría, seguramente por última vez, a gozar todo aquello, a sumergirse en las escenas de sus días más felices.
¿Sus negocios…? Por fin iba a librarse de ellos, aunque fuera por poco tiempo; iba a dejarlos marchar por si solos.
Sin más tomó pasaje en un avión, y el 23 por la mañana, tras catorce horas de vuelo, puso el pie en la patria.
¡Qué inefable emoción la suya! En todo el trayecto desde el aeródromo a la capital, sus ojos, ensanchándose ansiosamente tras los gruesos cristales de los espejuelos, no se cansaban de contemplar el paisaje: las tierras quebradas por donde corrían regatos de agua clara, las arboledas junto a las casas de negruzca techumbre, las ceibas gigantes, los algarrobos poderosos y, por todas partes, agrupadas a las orillas de los arroyos, esparcidas por los potreros, coronando las lejanas lomas, palmas, meciendo el tendido abanico de sus pencas. Sobre todo aquello: el sol, limpio y brillante.
Al dejar el auto a la puerta del hotel donde habría de alojarse, encargó al chofer volviera al otro día temprano, muy temprano; saldrán inmediatamente para San Luis del Pinar.
Y el chofer lo encontró dispuesto, esperándolo desde hacía rato, poco después de aclarar; a eso de las seis.
No tuvo ahora ojos para cosa alguna, ni pensamiento que no fuera para la llegada, para el momento dichoso de franquear los umbrales de San Luis. La hora y media escasa echada desde la capital allá le pareció un siglo, y cuando reconoció las cercanías (la alcantarilla sobre el arroyo, el callejón que se internara rumbo a la sitiería, la vieja casa de les peones camineros) el corazón le latió hasta dolerle.
¡Ah!… Pero, ¿qué pueblo era este de cemento recién levantado, de asfalto en las calles, de tendido eléctrico por sobre los aleros…?
Asomaba la cabeza buscando algo (una casa, una bodega) que poder identificar…! ¡Todo estaba cambiado! Todo, hasta la vetusta iglesia, cuyas torres se le antojaron siempre de inmensa altura, ostentaba ahora un frondoso jardín en su frente y quedaba encerrada, por uno de sus costados, dentro de dos fabricaciones modernas…
-Por ahí, dobla por la calle Real.
El chofer se detuvo, dudando:
-¿La calle Real?… Una placa empotrada en la esquina frontera, mostraba, en caracteres disparejos el nombre de un personaje histórico.
Titubeó a su vez García:
-Bueno, si… antes era Real.
Y alcanzando a ver el edificio del Ayuntamiento (uno de los pocos conservados como lo dejara), agregó en tono convencido:
-Sí, ésta es. Sigue.
Y por aquella calle, a poco andar, pararon frente al mejor café de la población: el inevitable “Louvre” de los pueblos del interior.
Sin embargo, este “Louvre” no era el “Louvre” de sus tiempos: remozado, dispuesto a modo de barra, con banquetas giratorias a lo largo del mostrador, carecía de las mesas de mármol alrededor de las cuales viera sentarse, cuando muchacho, a los notables de la localidad. Hasta faltaba lo principal: el barquito de velas desplegadas que durante largos años lució en lo alto del anaquel, debajo del pesado reloj número ocho.
Pagó al chofer, después de invitarlo a una copa y quedó solo, retrepado en uno de aquellos asientos horribles, sorbiendo lentamente su vaso de café con leche.
Entraron a poco dos olientes, que ocuparon asiento junto a él. Eran jóvenes. No podían ser de su tiempo. Tal vez hijo de algún conocido. Pero no: venían bien vestidos, hablaban de negocios… Seguramente pertenecían a una de las buenas familias de la vecindad; a una de aquellas casas donde muchas veces le dieron las sobras del pan o la comida, sin que jamás le brindaran la menor acogida.
A estos no les preguntaría nada.
Ni tampoco a otro, ya viejo, que llegó después y a quien el dependiente tratara con marcada distinción. No, ni una palabra: la vergüenza del pasado humillante pesaba en su ánimo, acobardándolo.
Luego de abonar lo consumido, dando una buena propina al mozo, salió rumbo al parque, que sabía cercano. Mucho había retozado en él, a la sombra de sus copudos laureles: era todo grandes cuadriláteros de yerba fina, protegida por setos enanos; calles de arena bordeadas por álamos desmochados.
Adelante por una de esas calles, fue hasta donde se hallaran sentados dos hombres en mangas de camisa. Eran hombres de pueblo, de trabajo, con quienes entabló conversación fácilmente.
Pero muy poco pudieron informarle de las personas y cosas porque indagara, eran de fuera, llevaran solo algunos años viviendo allí.
Empero uno de ellos conocía un Nicolás que, probablemente, era el mismo que buscaba García: era negro y de más o menos la edad indicada. Ahora que no trabajaba de pocero: era herrador. Su establecimiento estaba cerca, cómo a dos cuadras hacia abajo.
(Continuará la semana próxima)
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