Cuento Cubano

Written by Libre Online

17 de agosto de 2022

DESPUÉS DE LOS DÍAS

Por ONELIO JORGE CARDOSO (1955)

(ILUSTRÓ: RIGOL)

Toma ahora de mi pensamiento la sangre maltratada de otros días.

Manuela.

Esta tarde ha venido un hombre de mi pueblo y le hemos hecho preguntas de por allá. Mi padre, que está ahora gestionando su Pensión de Jubilado Civil, le hizo la primera:

—¿Y qué tal los Jiménez, cómo les va con la finca?

No le cogen el golpe, Don Braulio, es como si la tierra no estuviera acostumbrada a esos tratos.

Mi madrastra que ahora está vieja y silenciosa, ha levantado la cabeza para enterarse, pero luego ha vuelto a su pomo de medicina y a la difícil lectura de su prospecto. Mi padre sigue pensando en su pregunta y mueve la cabeza:

—Papá si sabía sacarle producto a la tierra.

Yo, de pie ante la puerta, estoy a punto de retirarme, pero me contiene un recuerdo y pregunto a mi vez:

—Y Susana, sigue en el pueblo, ¿no?

Antes que responda el conocido mi madrastra frunce el ceño y me mira rápidamente, como para verme y que yo no tenga tiempo a notarlo. Más, yo sabía que eso iba a pasar.

—Pues Susana murió el año pasado.

—¡Muerta! —La noticia me sacude por dentro, me hace enderezarme en un gesto que quisiera estar a tiempo todavía para evitarla.

—¡Cómo pudo ser!

— ¿Y tú, qué querías, muchacho-—corta mi padre— qué viviera más?

—Sí— digo y callo, y siento el gusto hiriente de pedir la opinión de mi madrastra que ahora está vieja y ya no manda en mi casa.

—¿Qué usted cree de eso, Manuela?

Ella no opina, no habla, no levanta la vista siquiera del prospecto y yo veo en la cara de mi padre una breve sombra de preocupación por temor a que las cosas se tuerzan y se rompan de pronto. Entonces, no viniendo la respuesta de ella me vuelvo al hombre que acaba de poner en la mesa un cartucho de limones de mi pueblo.

—¿Cómo supo que había muerto? ¿La vio?

—¡Válgame!, Qué pregunta!—protesta mi padre— ¿Acaso él es pariente de Susana, ni vivió en su casa?— Y termina sonriendo, confundido. Yo comprendo que quiere ocultar su inesperado sobresalto. Pero ni yo me doy por aludido, ni el hombre se mueve, ni mi madrastra quita los ojos del frasco, mien-tras le da vueltas en la mano sarmentosa.

—Pues si usted supiera que sí, Don Braulio.

—¿Que sí qué?— pregunta mi padre.

—Que sin ser de la familia, ni vecino, quiso mi suerte que la viera morir. Yo miro rápidamente a mi madrastra. Tengo la esperanza que  haya oído eso último, pero ella no dice nada. Solo se mueve hacia adelante, pone el frasco sobre la mesa y dice a mi padre: —Esta medicina tiene que asentarme.

Mi padre va a decir algo más, pero yo temo que la conversación se extravíe y hago la pregunta fija, dura, dirigida exclusivamente a que la contestación llegue a ella.

—¿Sería por casualidad de hambre qué murió?

—El hambre nunca fue una casualidad en casa de Susana.

—Entonces, pudo faltarle un puñado de arroz que llevarse a la boca, ¿verdad?

Ahora sí; ahora di en el punto del alma de mi madrastra que yo quería dar, y se vuelve a mi antes que el hombre conteste. Me clava sus ojos desesperados, me mira angustiada con toda la pena que puede quedar en el corazón de un ser enfermo y envejecido, a punto de llorar. Veo de soslayo que mi padre se mueve en el asiento. La conoce. Sabe todo cuánto ella puede pensar y querer aunque no diga una sola palabra, pero como no sucede más que una mirada y luego ella se re coge en si, oímos las noticias del hombre:

—¡Estaba seca la pobre! El mal comer o el no comer. Eran muchos hijos y todos varones. Cada uno de mayor cogió su rumbo, hasta el de diecisiete. ¡No digo yo arroz, milagro fue que no le faltara el agua misma en aquella casa que daba grima morirse! Pero fíjese usted, no habló nunca en contra de los hijos, decía que estaban lejos y que les mandaban sus cosas!

Ahora mi madrastra baja la cabeza.Yo diría que una sombra angustiosa pasa por su frente y como siento el deseo de comprobarlo, provocando, insisto:

—Con un poco de arroz hubiera resistido.

Y mi madrastra levanta la cabeza Espero que lamente bien hondo lo que hizo un día, y allí estoy creyendo que voy a lograrlo. Más su voz, su postura toda, adquiere la fuerza de otros días y ganándose con la atención de mi padre el discreto silencio del visitante, dice:

—Susana era ladrona muy ladrona.

—Usted lo sabe bien. Manuela usted y yo lo sabemos, pero ¿no le parece ahora que ha muerto que tenía que serlo?

Ya estamos frente a frente, mi padre me mira desesperado, impedido, yo siento su mirada por un costado de mi cara y de mi alma pero fui contra ella y estoy esperando la lucha. Ahora si discutimos por una cosa más honda que las mil cosas de siempre.

—Nadie tiene que ser ladrón. Susana obtuvo lo suyo y tú por tu mala lengua vas a tener lo tuyo en su día también.

—Usted en cambio obtiene lo suyo ahora, ¿verdad?; ¿no le parece que aquel puñado de arroz debió quedarse en la  blusa de Susana hace once años, Manuela?

Esto es mucho más de lo que yo puedo decirle a ella según mi padre y mucho más también de lo que ella pueda resistir según sus ojos y su cuerpo enfermo.

Se pone en pie, pálida, temblando.

— ¡Maldita cosa que hablas, muchacho! —dice mi padre y se le acerca porque ella da un traspiés, el rostro se le transfigura y se lleva la mano por el rumbo del pecho

—¡Cuidado, Manuela agárrate!

Ella tose fuertemente, se inclina se dobla por un dolor que es su mal. Al fin hace señas a mi padre que la lleve al cuarto. El no le quita los ojos, súbitamente está tan preocupado por ella que se va ayudándola, doblándose bajo su pobre peso. Yo miro al visitante y ante su cara de respeto por todo lo que pasa leo su viejo pensamiento que es el pensamiento de todos los que nos conocieron en el pueblo: «Ustedes fueron siempre una gente difícil», parece decirme. Siento una extraña confusión por lo que acabo de hacer y al recordar a Susana inesperadamente, veo su gran cabeza negra y bondadosa desaprobando mi conducta pero sin reproches, con una gran tristeza de que yo haya crecido para esto. Me mira igual que entonces, hace once años. ¡tan amable! cuando yo tenía seis. Luego siento los pasos apresurados de mi padre que regresa. De espaldas a él, espero que me diga mil cosas. Espero ver su ira hasta el límite donde un padre quisiera matar a un hijo y solo consigue congestionarse el rostro. Pero, no pasa nada de esto. Lo oigo andar en la bastonera, apurado, y me vuelvo: —¿Qué pasa?

—Quédate, yo busco el médico.

Por primera vez hay una tremenda desolación en sus palabras. Ni siquiera hace alusión a mi culpa. Suplica que me quede. Se va trastabilando. despavorido. Todo su paso es como su voz y yo comprendo y miro angustiado hacia el cuarto  Pero se me acaban los ojos en la puerta cerrada mi madrastra va a morir, lo sé. Si no fuera así, él se hubiera demorado más allá dentro y mucho más aquí, culpándome. Pero la ha visto, la conoce hasta para saber cuando debe venir a buscarla la muerte. No sé qué hacer entonces. Comprendo que una cosa es pensar que uno puede llegar a un extremo y otra estar ya en el extremo. Me digo que yo no pensé en llegar a tanto, pero estoy en ese punto y ya no tengo salida. Eso lo digo yo y lo pienso ahora conmigo; luego con mi padre debe ser otra cosa. Más, como la muerte es un castigo tan alto yo pienso ahora que ella tiene un halo de mártir que me gana la partida. Y otra vez pienso en Susana. La veo esta vez llorando y el arroz, que cae abajo entre sus zapatos y los bien calza dos que entonces usaba mi madrastra. Al fin, no hago otra cosa que sentarme allí al lado de la puerta por donde deben continuar las cosas. Pasa un tiempo que ha sido corto a veces y otras largo, hasta que termina con un rumor de pasos que se acercan. Me vuelvo y veo llegar el médico y mi padre. Los sigo con la mirada y advierto que el médico me obsequia una sonrisa para calmarme. ¿Calmarme de qué? Si yo estoy sufriendo por mí, no por ella. Del médico paso a mirar a mi padre. El cruza, se adelanta, abre la puerta, lo deja pasar, entra y cierra.

Otro tiempo más calmado sucede. Me sirve para que el hombre de visita en casa vuelva a pasar delante de mi y luego regrese del patio con su sombrero. Al final de este tiempo tengo a mi padre enfrente que me dice:

—Ven— y echa a andar mientras yo lo sigo. Nos detenemos en la cocina. El se vuelve, me mira a los ojos, quisiera entenderme para no culparme y yo pienso que debe entenderme como quiera que sea.

— ¿Te das cuenta? Ahora se está muriendo, ¿entiendes?, muriéndose.

Se contiene asustado por su propio pensamiento. Esta es la diferencia entre la palabra y el pensamiento; hasta lo más horrible se puede pensar, pero espanta decirlo uno mismo en voz alta.

Yo no sé que decir. Recorro de pronto todos los días, los disgustos, las peleas entre ella y yo, la persecución mutua, pero veo también la mano de entonces tirando, sacudiendo y el chorro abajo, sostenido, sobre los zapatos.

—¡Vete a verla y que te vea ella! —dice y su orden es dura, hecha de contener el llanto y de pensar que soy el culpable de todo. Así pues, no digo nada, me vuelvo y voy caminando. De paso veo al hombre de mi pueblo. No me dice nada con sus ojos, pero está allí de pie todavía en la sala. Puede existir sobre todas las desgracias y las alegrías juntas. Ese es su destino que se me entrega ahora de un golpe en su postura quieta y callada.

Al fin doy media vuelta al pestillo y entro. Todo lo ancho de la habitación me sale de pronto. Las cosas que la llenan primero; la cama, los cuadros, el olor de medicamentos. El picor de la última ámpula en el aire todavía, pero más fuerte que todos, el que viene del frasco “que iba a asentarle”, derramado ahora sobre el tapete de la mesa.

Poco a poco voy queriendo mirarla. Empiezo por el bulto que hacen los pies bajo las sábanas y voy subiendo la mirada hasta que me detengo en el pecho. Allí comprendo. Es donde la vida pugna por no irse, donde dos fuerzas pelean. La sábana sube a un golpe de la respiración, se demora en lo alto como si fuera la última bocanada de aire que el pecho quiere, pero baja enseguida, rápidamente, como si se hundiera para el último hundimiento y de nuevo, lenta, convulsiva, vuelve ganando la altura otra vez.

Pienso en irme enseguida, pero ella empieza a hablar, bajo, difícil, con algunas palabras que no preciso y al fin una pregunta que se libera a medias de la confusión:

—Qué hubiera pasado si Susana nunca, nunca…

—¿Nunca hubiera estado aquí? —le pregunto completando su pregunta y hay un ligero, un lento movimiento afirmativo en su cabeza.

—No sé, —contesto— y me quedo a esperar. Ella abre los ojos y mirando al techo: ahora, dice:

—Pienso que todo se puede hablar.

No lo creo, mi voz, sin esfuerzo, ahogaría sus palabras. Toda la ventaja está de mi parte. Así no la quiero. Puedo acallar sus palabras con las mías, pero me estoy engañando, no es discutir otra vez lo mismo. Estos ojos, que bajan lentos del techo a los míos, no invitan a disputar. Habla y mira para plantear las cosas de otro modo.

—Si Susana no hubiera estado aquí. Pero se contiene. Se estremece por un golpe de tos. Las manos intentan salir de las sábanas al pecho, y pasa la tos. No sé porque pienso ahora que debo ayudarla, y me echo hacia delante.

—¿Te acuerdas cómo fue?

— …Sí.

—No había necesidad de aquello, ¿verdad?

—… No, de cierto modo.

—Fue porque te dio la gana de hacerlo. ¿Te imaginas lo que debe haber sentido el corazón de una mujer que lloraba de vergüenza a los cuarenta años? ¿Se puede pensar todavía en aquel bochorno?

Me detengo, de pronto me doy cuenta, es que me olvido de ella es que he vuelto a pensar en Susana. Lo extraño es que Manuela no responda enseguida, no se enfrente conmigo. Ella se mueve, parece no haberme oído y luego, se esfuerza por hablar de nuevo:

—¿Estas ahí?— le pregunto— y de nuevo veo ese sí de ella, imperceptible, con la cabeza apenas.

—Tu padre me encontró después … me trajo… ¡yo qué más quería! -Pero, escúchame, entiéndeme bien— dice ahora de pronto, esforzándose, hincando los codos en la cama, buscándome desesperada:

– He   seguido   siendo como soy… inútil, Daniel… ¡como las vainas inútiles! Casi ha gritado y se desploma. Es un silencio cerrado que cae de pronto. Pero a poco yo bajo la vista hasta mirarle el pecho y allí sobre la sábana quieta, detenida, cuento sin quitar los ojos: uno, dos, veinte, mil segundos, mil segundos más, y comprendo.

Han llenado de sillas hasta el patio y hay demasiado olor a rosas. Me doy cuenta casi de pronto. De todas partes viene un abejeo molesto que pugna por no ser oído. El hombre de mi pueblo se ha quedado aquí esta noche. Tiene cara de haber hecho el mismo mandado muchas veces. Pero no luce ni triste, ni alegre, ni cansado. Está simplemente ahí y fuma. No le molesta ver que gente de otras maneras le pasen por el lado buscando con quién hablar y lo deshechen de un vistazo. Yo me entretengo en esto para no pensar en lo mismo, pero la pregunta vuelve otra vez, se repite inevitablemente: «¿Por qué aquella vez me miraba a mí y no a Susana?»

En eso estoy cuando veo venir a mi padre. Ha cambiado mucho desde las seis de la tarde. Ahora, hala una silla, se sienta fatigado, vuelve la cara y me dice:

—¿No vas a comer algo?

Yo le contesto con la cabeza y él se queda callado. Poco a poco va luego mirando el ataúd, los cirios, todo, detenidamente y al fin empieza a hablar:

—Manuela nunca quiso que se lo contara a nadie. Ahora uno no hace mal.

Se calla, sacude la cabeza, me mira de reojo, pero yo estoy mirando al suelo y no me interesa lo que diga:

—¡Cosas de mujer que nunca tuvo hijos. Desde el primer día descubrió que Susana robaba. Yo no hubiera podido despedirla ni Manuela lo quiso tampoco. Pero, fué después, con los días. Tú la rechazabas siempre. Te ibas con Susana. Uno cree que necesita mucho un hijo, pero una mujer lo necesita más. Y se le ocurrió de pronto, sin pensarlo. Lo bueno era que tú vieras un lado malo de Susana… Cosas desesperadas de mujer que no tiene hijos— Luego, las cosas como fueron. Se pasó la noche llorando.

¡Mi padre calla, yo no sé, no sé! qué decir, ni qué hacer. Vuelvo la cabeza para cualquier parte. Quisiera hallar una salida que no sea por la puerta, ni por delante de nadie, pero, aunque la consiguiera, comprendo ahora que más nunca volveré a hablar de Susana, ni podré estar donde esté, sin acordarme de Manuela, sin saber algo un poco un poco más de ella, aunque sea.

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